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Además de Eamonn Hughes, Rosie sólo conocía a otros dos «amigos de la familia» de la fiesta de graduación. Consideré poco probable que alguien que hubiera mantenido relaciones sexuales ilícitas con la madre de Rosie siguiera viéndose con ella, dada la presencia de Phil. Sin embargo, existía una razón evolutiva: querer asegurarse de que el portador de sus genes recibía los cuidados adecuados. En esencia, ése era también el argumento de Rosie.

El primer candidato era el doctor Peter Enticott, residente en la ciudad. El otro, Alan McPhee, había muerto de un cáncer de próstata; una buena noticia para Rosie, que al carecer de glándula prostática no podía heredarlo. Era oncólogo, pero no había detectado su propio cáncer, algo bastante habitual. Con frecuencia, los humanos no ven aquello que les es más cercano y resulta evidente para los demás.

Afortunadamente tenía una hija con quien Rosie se había relacionado cuando era más joven. Rosie organizó un encuentro con Natalie tres días después, con el pretexto de conocer a su hijo recién nacido.

Volví a mi horario habitual, pero el Proyecto Padre seguía inmiscuyéndose en mis pensamientos. Me preparé para la recogida del ADN, pues no quería volver a enfrentarme con el problema de la taza rota. También tuve otro altercado con la decana, como resultado del Incidente Platija.

Una de mis tareas es enseñar genética a estudiantes de Medicina. En la primera clase del semestre anterior, un alumno que no se identificó había levantado la mano poco después de que yo pasara mi primera diapositiva. La diapositiva era un diagrama precioso y espléndido de la evolución, desde los organismos unicelulares hasta la increíble diversidad de formas de vida actual. Solamente mis colegas del departamento de Física pueden igualar la extraordinaria historia que nos cuenta, por lo que me resulta incomprensible que a algunas personas les interese más el resultado de un partido de fútbol o lo que pesa una actriz.

Este estudiante pertenecía a otra categoría.

—Profesor Tillman, ¿ha utilizado la palabra «evolucionó»?

—Correcto.

—Creo que debería indicar que la evolución es sólo una teoría.

No era la primera vez que alguien me preguntaba o declaraba algo así. La experiencia me decía que yo no podía influir en las creencias del estudiante, inevitablemente basadas en el dogma religioso. Pero al menos sí asegurarme de que los otros futuros médicos no se lo tomaran en serio.

—Correcto —respondí—, pero la utilización del término «sólo» es engañosa. La evolución es una teoría apoyada por pruebas abrumadoras. Como la teoría microbiana de la enfermedad, por ejemplo. En calidad de médico, se supone que debe usted basarse en la ciencia; a menos que quiera convertirse en curandero, en cuyo caso se encuentra en el curso equivocado.

Se oyeron algunas risas.

—No hablo de fe, sino de ciencia de la creación —objetó el Curandero.

Sólo se oyeron unas pocas protestas en la clase. Sin duda, muchos alumnos provenían de culturas en las que la crítica a la religión no se tolera bien. Como la nuestra. Se me había prohibido hablar de religión después de un incidente anterior, pero ahora estábamos hablando de ciencia. Aunque podría haber seguido con la discusión, no iba a permitir que un estudiante me desviara del tema. Mis clases están perfectamente programadas para que encajen en un intervalo de cincuenta minutos.

—La evolución es una teoría —declaré—. No hay otra teoría de los orígenes de la vida que tenga amplia aceptación entre los científicos ni utilidad alguna para la medicina. Y eso es lo que daremos por supuesto en esta clase.

Creía haber manejado bien la situación, pero me irritó no haber tenido tiempo de presentar una buena argumentación contra la pseudociencia del creacionismo.

Al cabo de unas semanas, mientras almorzaba en el club de la universidad, encontré el modo de explicarme de forma sucinta. Cuando me dirigía a la barra, vi que alguien del restaurante comía platija y que el pescado aún tenía la cabeza en su sitio. Después de una conversación ligeramente embarazosa, obtuve la cabeza y el esqueleto del pez, que envolví y guardé en la mochila.

Cuatro días después volvía a tener esa clase. Localicé al Curandero y le planteé una pregunta preliminar:

—¿Cree usted que los peces fueron creados en su forma actual por un ser inteligente?

Pareció sorprendido, quizá porque habían transcurrido siete semanas desde que suspendimos la discusión. Pero asintió con un gesto.

Desenvolví la platija. Desprendía un intenso hedor, pero los estudiantes de Medicina tienen que estar dispuestos a manipular materia orgánica desagradable por el bien del saber.

—Observe que los ojos no son simétricos —dije, señalando la cabeza. En realidad, los ojos se habían descompuesto, pero la localización de las cuencas estaba muy clara—. Se debe a que la platija evolucionó de un pez convencional con ojos en lados opuestos de la cabeza. Un ojo migró lentamente, pero lo bastante para cumplir de forma eficaz su función. La evolución no se molestó en arreglar el detalle, aunque sin duda un diseñador inteligente no hubiera creado un pez con tal imperfección.

Tendí el pescado al Curandero para que lo examinara y continué con la clase.

El estudiante esperó hasta el inicio del siguiente año lectivo para presentar su queja.

Cuando lo discutí con la decana, ella dio a entender que yo había intentado humillar al Curandero, cuando mi intención había sido promover un debate. Puesto que él había empleado los términos «ciencia de la creación» sin mencionar la religión, defendí que yo no era culpable de denigrarla. Simplemente había contrastado una teoría con otra. El estudiante podía presentar en clase ejemplos que demostraran lo contrario.

—Don, como siempre, técnicamente no has incumplido ninguna norma, pero… A ver cómo lo explico: mira, si alguien me dijera que un profesor llevó un pescado podrido al aula y se lo entregó a un estudiante que había realizado una declaración de fe religiosa, supondría de inmediato que el profesor eras tú. ¿Comprendes a qué me refiero?

—Está diciéndome que, de toda la facultad, soy la persona más propensa a actuar de forma poco convencional. Y que usted quiere que me comporte más convencionalmente. Parece poco razonable pedirle tal cosa a un científico.

—Simplemente no quiero que ofendas a la gente.

—Se ofende y se queja porque su teoría es refutada por carecer de rigor científico.

La discusión terminó, una vez más, con la decana disgustada conmigo —pese a que yo no había incumplido ninguna regla— y recordándome que procurase «encajar». Cuando salí de su despacho me interceptó Regina, la secretaria de la decana:

—Creo que no lo tengo anotado para el baile de la facultad, profesor Tillman. Es el único profesor que no ha comprado las entradas.

Pedaleando de vuelta a casa, noté cierta tensión en el pecho y comprendí que era una respuesta física al consejo de la decana. Sabía que si no era capaz de «encajar» en el departamento de Ciencias de una universidad, no encajaría en ninguna parte.

Natalie McPhee, hija del difunto doctor Alan McPhee, posible padre biológico de Rosie, vivía a dieciocho kilómetros de la ciudad. Una distancia practicable en bicicleta, pero Rosie decidió ir en coche. Me sorprendió verla llegar en un Porsche rojo descapotable.

—Es de Phil.

—¿Tu «padre»? —dije, haciendo el gesto de las comillas.

—Sí, está en Tailandia.

—Creía que no le caías bien, ¿y te deja su coche?

—Hace cosas así; no da amor, sólo cosas.

Ese Porsche era el vehículo perfecto para dejárselo a alguien que te resultaba antipático. Tenía diecisiete años (por tanto, emisiones de antigua tecnología), un consumo de combustible lamentable, poco espacio para las piernas, mucho ruido de viento y el aire acondicionado no funcionaba. Rosie confirmó mi impresión de que era poco fiable y de caro mantenimiento.

Cuando llegamos a casa de Natalie caí en la cuenta de que me había pasado todo el trayecto enumerando y detallando los defectos del coche. Así había evitado hablar de trivialidades, pero no le había explicado a Rosie cómo recoger el ADN.

—Tu tarea será llevar la conversación adelante mientras yo recojo la muestra.

Así ambos aprovecharíamos mejor nuestras respectivas habilidades.

Pronto se hizo evidente que habría que recurrir a mi plan B. Natalie no quería beber; se abstenía del alcohol porque estaba amamantando a su hijo y ya era demasiado tarde para el café. Éstas eran decisiones responsables, pero nos impedían recoger muestras de un vaso o una taza.

Puse en marcha el plan B.

—¿Puedo ver al bebé? —pregunté.

—Está durmiendo, procura no hacer ruido.

Me levanté, y lo mismo hizo ella.

—Sólo indícame dónde está —le dije.

—Te acompaño.

Cuanto más insistí en ver a la criatura a solas, más objeciones puso la madre. Entramos en la habitación y, como ella había predicho, el pequeño dormía. Fue de lo más irritante porque tenía varios planes para recoger de forma no invasiva el ADN del bebé, que, claro está, también era pariente de Alan McPhee. Por desgracia, no había contado con el instinto protector materno. Cada vez que se me ocurría un motivo para ausentarme de la habitación, Natalie me seguía. Fue muy violento.

Finalmente Rosie se excusó y se dirigió al baño. Aunque hubiera sabido qué hacer, tampoco ella habría podido acceder al bebé; Natalie se había situado de tal forma que veía la puerta del dormitorio y la controlaba con frecuencia.

—¿Has oído hablar del Proyecto Genográfico? —le pregunté.

No, ni le importaba. Cambió de tema.

—Pareces muy interesado en los bebés.

Sin duda, aquélla era una oportunidad, si encontraba el modo de sacarle partido.

—Me interesa observar su conducta cuando no está influida por la contaminante presencia de los padres.

Me miró de un modo extraño.

—¿Haces actividades con niños? Como acampadas, grupos religiosos…

—No. Me parece que no soy la persona adecuada —señalé.

Rosie volvió y el bebé empezó a llorar.

—Hora de comer —anunció Natalie.

—Nos vamos —dijo Rosie.

¡Fracaso! Las aptitudes sociales habían sido el problema. De haber tenido dotes sociales, podría haberme acercado a la criatura.

—Lo siento —confesé mientras nos dirigíamos al ridículo coche de Phil.

—Pues no hace falta. —Rosie metió la mano en el bolso y sacó una maraña de pelo—. Le he hecho el favor de limpiarle el cepillo.

—Necesitamos raíces —advertí. Pero había tantos pelos que probablemente encontraríamos alguno con raíz.

Rosie volvió a meter la mano en el bolso y sacó un cepillo de dientes. Tardé unos instantes en comprender lo que implicaba.

—¡Le has robado el cepillo de dientes!

—Había uno de repuesto en el armario. Ya era hora de que lo cambiase.

Me escandalizó el hurto, pero ahora era casi seguro que tendríamos una muestra viable de ADN. Me maravillé de la abundancia de recursos de Rosie. Y dado que Natalie no sustituía su cepillo de dientes a intervalos regulares, su amiga le había hecho un favor.

Rosie no quiso analizar el cabello o el cepillo de dientes de inmediato. Prefería recoger una muestra de ADN del último candidato y examinar ambas a la vez. Aquello me pareció ilógico. Si la muestra de Natalie daba positivo, no necesitábamos la otra. Pero Rosie daba la impresión de no entender el concepto de la secuenciación de tareas para minimizar costes y riesgos.

Después del problema de acceso al bebé, decidimos colaborar para encontrar un enfoque más apropiado en el caso del doctor Peter Enticott.

—Le diré que estoy planteándome estudiar Medicina —propuso Rosie. El doctor Enticott trabajaba en la facultad de Medicina de la Universidad de Deakin.

Ella quedaría con Enticott para tomar un café, lo que nos permitiría usar el procedimiento de la taza, cuyo índice de fracasos era actualmente del cien por cien. Pero me parecía poco probable que una camarera pudiese convencer a un profesor de su valía para estudiar Medicina. Rosie se mostró ofendida y adujo que de todas formas no importaba.

El principal problema era cómo presentarme, ya que Rosie se veía incapaz de encargarse del trabajo sola.

—Eres mi novio. Me pagarás los estudios, así que te consideras parte interesada. —Rosie me miró muy seria—. No hace falta que sobreactúes.

Un miércoles por la tarde, mientras Gene daba una conferencia en mi lugar en contrapartida por la del síndrome de Asperger, fuimos a la Universidad de Deakin en el coche de juguete de Phil. Había estado allí muchas veces para impartir conferencias o en investigaciones conjuntas y conocía a algunos investigadores de la facultad de Medicina, aunque no a Peter Enticott.

Nos encontramos con él en un café al aire libre atestado de estudiantes de Medicina que habían regresado con antelación de sus vacaciones estivales. ¡Rosie estuvo asombrosa! Habló con inteligencia de medicina e incluso de psiquiatría, en la que dijo que esperaba especializarse. Afirmó ser licenciada en Psicología y tener experiencia como investigadora de posgrado.

Peter parecía obsesionado con la semejanza entre madre e hija, lo que era irrelevante para nuestros propósitos. Interrumpió a Rosie tres veces para recordarle dicho parecido físico y me pregunté si eso delataba algún vínculo especial entre él y la madre de Rosie y era, por consiguiente, un indicador de paternidad. Como en la sala de Eamonn Hugues, busqué alguna similitud entre Rosie y su padre potencial, sin hallar nada evidente.

—Todo suena muy positivo, Rosie —dijo Peter—. No tengo ningún papel en el proceso de selección… al menos oficialmente.

La manera de expresarlo insinuaba la posibilidad de una ayuda extraoficial y, en consecuencia, poco ética. ¿Era eso nepotismo y por tanto un indicio de que fuera el padre de Rosie?

—Tu formación académica es adecuada, pero tendrás que hacer el GAMSAT. —Peter, dirigiéndose a mí, añadió—: La prueba de acceso para la carrera de Medicina.

—Lo hice el año pasado, saqué setenta y cuatro de nota —dijo Rosie.

Peter se mostró muy impresionado.

—Podrías entrar en Harvard con esa puntuación. Pero aquí también tenemos en cuenta otros factores, así que, si decides solicitar plaza, házmelo saber.

Esperé que Peter nunca fuera a tomar una copa al Marquess of Queensbury.

Un camarero trajo la cuenta. Cuando iba a retirar la taza de Peter, rápidamente la cubrí con la mano para impedírselo. El camarero me dirigió una mirada muy desagradable y me la arrebató. Observé que se la llevaba a un carrito y la depositaba en una bandeja con otros objetos de loza.

—Tengo que irme —anunció Peter mirando su teléfono—. Ya que te has puesto en contacto conmigo, a ver si lo mantenemos.

Mientras Peter se marchaba, vi que el camarero no despegaba los ojos del carro.

—Tienes que distraerlo —dije.

—Ve por la taza —propuso Rosie.

Me dirigí al carrito. El camarero me observaba, pero, justo cuando alargué el brazo hacia la bandeja, se volvió a mirar a Rosie y se precipitó tras ella. Cogí la taza.

Nos reunimos en el coche, aparcado a cierta distancia. En el trayecto a pie me dio tiempo a procesar el hecho de que, sometido a la presión de conseguir un objetivo, había cometido un hurto. ¿Debía enviar un cheque a la cafetería? ¿Cuánto valía una taza? Las tazas solían romperse, pero por hechos aleatorios. Si todo el mundo se dedicase a robarlas, el establecimiento sería económicamente inviable.

—¿Tienes la taza?

La sostuve en alto.

—¿Es la de Peter?

No destaco en la comunicación no verbal, pero creo que conseguí transmitir que, pese a ser un ladrón, no cometo errores de observación.

—¿Has pagado la cuenta? —le pregunté.

—Lo he distraído con eso.

—¿Pagando la cuenta?

—No; se paga en la barra. Yo me he largado sin más.

—Tenemos que volver.

—Que les den —dijo Rosie mientras subíamos al Porsche para salir disparados.

¿Qué estaba pasándome?