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Estaba tan concentrado en mi plan de mejora que apenas había considerado la amenaza de despido de la decana ni respondido a ella. Había decidido no aceptar la oferta de Gene de inventar una coartada; ahora que era consciente de haber infringido las normas, acrecentar el engaño sería una violación de mi integridad personal.
Conseguí contener cualquier idea relacionada con mi futuro profesional, pero no logré impedir que la última frase de la decana sobre Kevin Yu y mi denuncia de plagio se inmiscuyeran en mi pensamiento consciente. Tras meditarlo mucho, concluí que la decana no había insinuado una propuesta poco ética, del tipo «retira la denuncia y conservarás tu empleo»; sus palabras me inquietaban porque yo mismo había infringido las normas en nombre del Proyecto Padre. En una ocasión en que cuestionaba la moralidad de su conducta, Gene me había contado un chiste religioso:
—Jesús se dirige a la multitud que lapida a una prostituta: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Una piedra cruza el aire y golpea a la mujer. Jesús se vuelve y dice: «A veces me sacas de quicio, Madre».
Ya no podía equipararme a la Virgen María. Me había corrompido; era como los demás. Mi credibilidad para lapidar estaba seriamente comprometida.
Convoqué a Kevin a mi despacho. Procedía de la China continental y tendría aproximadamente veintiocho años (IMC estimado, 19). Interpreté su expresión y su conducta como «nerviosas».
Tenía en mis manos el trabajo que en parte o en su totalidad había escrito su tutor y se lo mostré. Le pregunté lo obvio: ¿por qué no lo había escrito él?
Kevin apartó la vista (lo que interpreté como una señal cultural de respeto y no como una evasiva), pero en lugar de responder a mi pregunta empezó a enumerar las consecuencias de su probable expulsión. Tenía mujer e hijo en China y todavía no les había contado el problema. Algún día esperaba inmigrar o, si no era posible, al menos dedicarse a la genética. Su estúpido comportamiento podía acabar con todos sus sueños y los de su esposa, que se las había apañado durante casi cuatro años sin él. Se puso a llorar.
En el pasado todo aquello me habría parecido triste, pero irrelevante: se había infringido una norma. Sin embargo, ahora yo también era un infractor. No lo había hecho deliberadamente, o al menos no de un modo consciente. Quizá Kevin también había actuado sin reflexionar.
—¿Cuáles son los principales argumentos en contra de los cultivos transgénicos? —le pregunté.
Su ensayo trataba de los conflictos legales planteados por los avances en el campo de la genética. Kevin me hizo un amplio resumen. Le formulé más preguntas, a las que respondió correctamente. Conocía a fondo el tema.
—¿Por qué no lo escribiste tú? —quise saber.
—Soy un científico. No me siento seguro escribiendo en inglés sobre cuestiones morales y culturales. Quería asegurarme de que no suspendería. No lo pensé.
No sabía qué responder. Para mí, actuar sin pensar era un anatema y no quería fomentarlo en futuros científicos, ni deseaba que mi propia debilidad me afectara a la hora de tomar la decisión correcta con Kevin. Yo pagaría mis errores como merecía, pero perder mi trabajo no tendría las mismas consecuencias que la expulsión para Kevin. Dudaba que alguien le ofreciera como alternativa ser socio de una coctelería potencialmente lucrativa.
Medité largo rato. Kevin permaneció sentado. Debía de saber que estaba planteándome alternativas al castigo. Tener que juzgar y sopesar el impacto de diferentes decisiones me incomodaba profundamente. ¿Era eso lo que la decana hacía a diario? Por primera vez sentí cierto respeto por ella.
No estaba seguro de poder resolver el problema a corto plazo, pero comprendí que sería una crueldad dejar a Kevin preguntándose si su vida estaba destrozada.
—Comprendo… —empecé, y caí en la cuenta de que no era una expresión que soliera utilizar cuando hablaba de personas. Medité un poco más—. Te daré una tarea suplementaria, posiblemente un trabajo sobre ética personal. Como una alternativa a la expulsión.
Interpreté la expresión de Kevin como de éxtasis.
Era consciente de que había más aptitudes sociales que aprender, aparte de saber pedir un café o ser fiel a tu pareja. Desde los tiempos de la escuela había seleccionado mi ropa sin atender a las modas; al principio porque no me preocupaba mi aspecto, luego porque descubrí que la gente lo encontraba divertido. Me gustaba que me vieran como alguien independiente que no se dejaba influir por las normas sociales. Pero ahora no tenía ni idea de cómo vestirme.
Pedí a Claudia que me comprara algunas prendas apropiadas. Había demostrado su competencia con los vaqueros y la camisa, pero insistió en que la acompañara.
—Puede que no me tengas siempre cerca —dijo.
Tras meditarlo un rato, deduje que no se refería a morirse, sino a algo más inmediato: ¡al fin de su matrimonio! Debía encontrar el modo de convencer a Gene de que el peligro era real.
El proceso de las compras nos llevó la mañana entera. Fuimos a varias tiendas y adquirimos zapatos, pantalones, una americana, otros vaqueros, más camisas, un cinturón e incluso una corbata.
Yo tenía más compras que hacer, pero no necesitaba la ayuda de Claudia. Una fotografía era suficiente para especificar lo que deseaba. Fui al optometrista, al peluquero (no a mi barbero habitual) y a la tienda de ropa de caballero. Todos se mostraron sumamente amables.
Ahora mi programa y mis aptitudes sociales se encuadraban dentro de las prácticas convencionales, en la medida de lo posible y dentro del marco temporal que había asignado. El Proyecto Don había concluido. Había llegado el momento de iniciar el Proyecto Rosie.
En el armario de mi despacho había un espejo que nunca había necesitado y que usé ahora para revisar mi aspecto. Calculaba que me quedaba una sola oportunidad para acabar con la visión negativa que Rosie tenía de mí y provocar una reacción emocional. Quería enamorarla.
El protocolo establecía que no llevase sombrero bajo techo, pero decidí que la zona de estudiantes de doctorado podía considerarse pública y que, en tal caso, llevar la cabeza cubierta era aceptable. Volví a mirarme en el espejo. Rosie tenía razón. Vestido con aquel terno gris podrían haberme confundido con Gregory Peck en Matar un ruiseñor. Atticus Tillman. El hombre más sexy de todos los tiempos.
Rosie estaba sentada a su mesa. También Stefan, tan mal afeitado como siempre. Llevaba el discurso preparado.
—Buenas tardes, Stefan. Hola, Rosie. Rosie, lamento avisarte con tan escasa antelación, pero me preguntaba si cenarías conmigo esta noche. Me gustaría comentarte algo.
Ninguno de los dos habló. Rosie parecía algo estupefacta. La miré directamente.
—Un colgante encantador —añadí—. Pasaré a buscarte a las diecinueve horas, cuarenta y cinco minutos.
Me alejé temblando, pero no podría haberlo hecho mejor. Hitch, de Hitch: especialista en ligues, habría estado orgulloso de mí.
Tenía pendientes dos visitas más antes de mi cita nocturna con Rosie.
Pasé de largo ante Helena (no cosificada con la inclusión de las palabras «la Bella» en su nombre). Gene estaba en su despacho, de cara al ordenador. En la pantalla había la fotografía de una mujer asiática no convencionalmente atractiva. Reconocí el formato: era una candidata al Proyecto Esposa. Lugar de nacimiento: Corea del Norte.
Gene me miró de un modo extraño. Mi atuendo a lo Gregory Peck sin duda era inesperado, pero adecuado para mi misión.
—Hola, Gene.
—¿Qué es eso de «hola»? ¿Qué ha pasado con «cordiales saludos»?
Expliqué que había eliminado varios formalismos no convencionales de mi vocabulario.
—Eso me contó Claudia. ¿Acaso creías que tu mentor habitual no estaba a la altura de la labor?
No estaba seguro de a qué se refería.
Me lo explicó.
—Tu mentor, o sea, yo. No me consultaste.
Eso era correcto. La relación con Rosie me había obligado a reconsiderar la competencia social de Gene. Mi trabajo reciente con Claudia, así como los ejemplos de las películas, habían confirmado mis sospechas de que sus aptitudes eran válidas en un ámbito limitado y que no las usaba del modo que más les convenía a él y a su familia.
—No —respondí—. Quería consejo sobre conductas socialmente adecuadas.
—¿Y qué quieres decir con eso?
—Que evidentemente te pareces a mí. Por eso eres mi mejor amigo. De ahí esta invitación.
Me había preparado mucho para ese día. Entregué el sobre a Gene.
—¿Que me parezco a ti? —prosiguió, sin abrirlo—. No te ofendas, Don, pero tu conducta… tu antigua conducta… era… extravagante. Si quieres mi opinión, te escondes detrás de un personaje que crees que la gente encuentra divertido. No me extraña que te consideren un… bufón.
A eso iba, exactamente. Pero él no veía la relación. Dado que era colega suyo, era mi deber comportarme como un hombre adulto y hablarle sin rodeos.
Me acerqué a su mapa del mundo, con todos esos alfileres correspondientes a cada conquista. Lo observé en lo que esperaba que fuese la última vez. Luego le di un golpe con el dedo para crear un ambiente amenazador.
—Exacto —le dije—. Crees que la gente te ve como un Casanova. A mí no me importa lo que los demás piensen de ti, pero, si te interesa saberlo, en realidad te consideran un capullo. Y no se equivocan. Tienes cincuenta y seis años, esposa y dos hijos, aunque no sé durante cuánto tiempo más. Ya es hora de que madures. Te lo digo como amigo.
Observé su cara. Aunque yo había mejorado mucho en lo de interpretar emociones, ésta era compleja. Desolación, creo.
Me sentí aliviado. El protocolo básico de consejo directo de hombre a hombre había resultado eficaz. No había tenido que propinarle un puñetazo.