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El nombre de la candidata era Bianca Rivera y cumplía todos los requisitos. Había un único obstáculo al que yo debería dedicar cierto tiempo. Bianca señalaba que había ganado el campeonato de baile estatal en dos ocasiones y exigía que su pareja fuese un bailarín experto. Me parecía muy razonable que también tuviese sus criterios, y éste resultaba fácil de satisfacer. Además, conocía el lugar perfecto para llevarla.

Llamé a Regina, la secretaria de la decana, y confirmé que todavía quedaban entradas para el baile de la facultad. Luego escribí un correo electrónico a Bianca y la invité como pareja. ¡Aceptó! Tenía una cita, la cita perfecta. Ahora me quedaban diez días para aprender a bailar.

Gene entró en mi despacho y me encontró practicando pasos de baile.

—Creo que las estadísticas de longevidad se basan en matrimonios con mujeres vivas, Don.

Se refería al esqueleto que yo utilizaba para practicar. Lo había pedido prestado al departamento de Anatomía, donde nadie me había preguntado para qué lo necesitaba. A juzgar por el tamaño de la pelvis, casi seguro que correspondía a un hombre, pero eso era irrelevante a la hora de practicar pasos de baile. Expliqué a Gene mi propósito y señalé la escena de la película Grease que proyectaba en la pared de mi despacho.

—Conque la señorita Perfecta… perdona, la doctora Perfecta Cum Laude ha aparecido por fin en tu buzón.

—No se llama Perfecta, sino Rivera.

—¿Foto?

—No es necesaria. Los términos de la cita son muy precisos. Viene al baile de la facultad.

—Ay, joder. —Gene guardó silencio un momento mientras yo reanudaba la práctica de los pasos—. Don, el baile de la facultad es el viernes de la semana que viene.

—Correcto.

—No puedes aprender a bailar en nueve días.

—Diez. Empecé ayer. Los pasos son triviales, fáciles de recordar; sólo necesito practicar la mecánica. Es algo mucho menos exigente que las artes marciales.

Le hice una demostración.

—Impresionante. Siéntate, Don.

Eso hice.

—Espero que no estés cabreado conmigo por lo de Rosie —dijo.

—Casi lo había olvidado. ¿Por qué no me dijiste que era estudiante de Psicología? ¿Ni lo de la apuesta?

—Por lo que me explicó Claudia, parecía que os lo estabais pasando bien. Supuse que, si Rosie no te lo contaba, sería por algo. Puede que sea un poco retorcida, pero no es tonta.

—Cien por cien razonable —admití. En asuntos de interacción humana, ¿por qué discutir con un profesor de Psicología?

—Me alegro de que al menos uno de los dos se lo haya tomado bien. Te confieso que Rosie está algo descontenta conmigo. Algo descontenta con la vida. Oye, Don, la he convencido para que vaya al baile. Sola. Si supieras con qué frecuencia Rosie sigue mis consejos, comprenderías lo excepcional que resulta que la haya persuadido. Iba a sugerirte que hicieras lo mismo.

—¿Seguir tu consejo?

—No, acudir al baile… solo. O pedirle a Rosie que fuera tu pareja.

Comprendí lo que me sugería. Gene está tan centrado en la atracción y el sexo que lo ve por todas partes. Esta vez estaba de todo punto equivocado.

—Rosie y yo hablamos del tema explícitamente. Ninguno de los dos está interesado.

—¿Desde cuándo las mujeres hablan de algo explícitamente? —repuso Gene.

Visité a Claudia para pedirle consejo sobre mi decisiva cita con Bianca. Suponía que asistiría al baile como esposa de Gene y le advertí que quizá le solicitaría ayuda a lo largo de la noche. Resultó que ni siquiera sabía lo del baile.

—Sé tú mismo, Don. Si ella no te quiere como eres, entonces no es la persona adecuada para ti.

—Creo que es muy poco probable que una mujer me acepte como soy.

—¿Y qué me dices de Daphne?

Era verdad; Daphne no era como las mujeres con quienes había salido. La de Claudia era una terapia excelente; refutación mediante contraejemplo. Tal vez Bianca fuese una versión joven y bailonga de Daphne.

—¿Y qué me dices de Rosie? —preguntó Claudia.

—Rosie es de todo punto inadecuada.

—No te preguntaba eso, sino si te acepta como eres.

Lo medité un instante. Era una cuestión difícil.

—Creo que sí. Pero porque no está evaluándome como pareja.

—Tal vez sea bueno que te sientas así.

¡Sentir! ¡Sentir, sentir, sentir! Los sentimientos alteraban mi bienestar. Además de un persistente deseo de trabajar en el Proyecto Padre en lugar de en el Proyecto Esposa, ahora advertía un elevado nivel de ansiedad relacionado con Bianca.

Durante toda mi vida se me ha criticado por una presunta falta de emoción, como si eso fuese un defecto total y absoluto. Las interacciones con psiquiatras y psicólogos, Claudia incluida, parten de la premisa de que debería estar más «en contacto» con mis emociones. Lo que en realidad quieren decir es que debería abandonarme a ellas. Me satisface detectar, reconocer y analizar emociones, es una capacidad muy útil y me gustaría mejorarla. De vez en cuando puede disfrutarse de una emoción (la gratitud que sentí hacia mi hermana cuando me visitaba en tiempos difíciles, el primitivo bienestar que se experimenta tras una copa de vino), pero debemos cuidarnos mucho de que las emociones nos lastren.

Me diagnostiqué sobrecarga cerebral y abrí una hoja de cálculo para analizar la situación.

Empecé listando las últimas alteraciones de mi horario. Había dos sin duda positivas. Eva, la limpiadora de la falda corta, realizaba un trabajo excelente y había ahorrado un tiempo considerable en mi programación; sin ella, muchas de las últimas actividades adicionales que yo había emprendido no habrían sido posibles. En segundo lugar, pese a mi gran ansiedad había encontrado a la primera candidata plenamente cualificada para el Proyecto Esposa. Había decidido que quería pareja y por primera vez aparecía una candidata viable. La lógica me dictaba que el Proyecto Esposa, al que había pensado dedicar la mayor parte de mi tiempo libre, debía recibir ahora la máxima atención. Aquí identifiqué el Problema Número Uno, pues mis emociones no estaban en consonancia con la lógica. Me sentía reacio a perseguir aquella oportunidad.

No sabía si anotar el Proyecto Padre como positivo o negativo, pero había consumido una enorme cantidad de tiempo sin el menor resultado. Mis razones para llevarlo a cabo siempre habían sido inconsistentes y había hecho mucho más de lo que razonablemente podía esperarse de mí. Si Rosie quería localizar y obtener el ADN de los candidatos restantes, era capaz de hacerlo sola. Ahora contaba con una sustancial experiencia práctica en el procedimiento de recogida de muestras y yo podía ofrecerme a analizarlas. Una vez más, la lógica y la emoción no encajaban. Yo quería continuar con el Proyecto Padre. ¿Por qué?

Es virtualmente imposible realizar comparaciones útiles sobre niveles de felicidad, sobre todo a lo largo de períodos prolongados; pero si me hubiesen preguntado por el día más feliz de mi vida habría respondido, sin vacilar, el primer día que visité el Museo de Historia Natural de Nueva York, adonde fui para asistir a una conferencia durante mi doctorado. El segundo mejor día había sido la segunda jornada que pasé allí y, el tercero, mi tercera jornada. Pero, después de los últimos acontecimientos, ya no estaba tan claro. Era difícil elegir entre el Museo de Historia Natural y la noche de los cócteles en el club de golf. ¿Debía por consiguiente renunciar a mi trabajo, aceptar la oferta de Amghad y convertirme en socio de una coctelería? ¿Sería así permanentemente feliz? La idea parecía una insensatez.

Mi confusión se debía a que trataba con una ecuación que tenía grandes valores negativos (el más grave, la alteración de mi programa) y grandes valores positivos (las experiencias placenteras resultantes). La incapacidad para cuantificar con precisión estos factores me impedía determinar su resultado neto: positivo o negativo. Y el margen de error era inmenso. Clasifiqué el Proyecto Padre como de valor neto indeterminado y lo puntué como la alteración más grave.

El último punto de mi tabla era el riesgo inmediato de que mi nerviosismo y mi ambivalencia hacia el Proyecto Esposa dificultasen la interacción social con Bianca. No me preocupaba el baile; estaba convencido de que podía confiar en mi experiencia en torneos de artes marciales y contar con la ventaja suplementaria de una óptima ingesta de alcohol, algo no permitido en los combates de aikido. Me preocupaba equivocarme en el plano social. Sería terrible perder la relación perfecta porque no detectaba un sarcasmo o por mirarla a los ojos más o menos tiempo del convencional. Me tranquilicé diciéndome que en esencia Claudia estaba en lo cierto: si esas cosas le importaban demasiado a Bianca, no era la pareja perfecta y al menos me permitiría ajustar el cuestionario para usos futuros.

Visité un establecimiento de alquiler de trajes de etiqueta, como me había recomendado Gene, y especifiqué que deseaba máxima formalidad. No deseaba que se repitiera lo del Incidente Chaqueta.