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Reservé cita con Claudia en el café de siempre para hablar de conductas sociales. Comprendí que mejorar mi capacidad de interacción con otros humanos requeriría cierto esfuerzo y que quizá mis intentos no convencieran a Rosie, pero que la mejora me sería útil en cualquier caso.
Hasta cierto punto, había acabado sintiéndome cómodo con mi ineptitud social. En el colegio había sido el payaso involuntario de la clase y, con el tiempo, el payaso voluntario. Había llegado el momento de crecer.
El camarero se acercaba a nuestra mesa.
—Hablas tú —dijo Claudia.
—¿Qué te gustaría tomar?
—Un descafeinado con leche desnatada.
Es una forma ridícula de tomar café, pero no se lo dije. Sin duda, mi amiga ya había captado el mensaje en ocasiones previas y no quería que se lo repitiese. Se molestaría.
—Tomaré un solo doble y mi amiga un descafeinado con leche desnatada sin azúcar, por favor.
—¡Vaya! —exclamó Claudia—. Algo ha cambiado.
Señalé que toda mi vida había sabido pedir café con educación y eficacia, pero ella insistió en que mi forma de interaccionar se había modificado en detalles sutiles.
—Jamás habría pensado en Nueva York como lugar donde aprender modales, pero ya ves —me dijo.
Le aseguré que era todo lo contrario, que allí la gente había sido muy amable, y cité mi experiencia con Dave el Hincha de Béisbol, Mary la investigadora del trastorno bipolar, David Borenstein el decano de Medicina en Columbia y el chef y el tipo raro del Momofuku Ko. Mencioné que había cenado con los Esler, a quienes describí como amigos de la familia de Rosie. La conclusión de Claudia fue simple. Toda esa inusitada interacción social, unida a la mantenida con Rosie, había mejorado espectacularmente mis habilidades.
—Conmigo y con Gene no hace falta que te esfuerces, pues ni pretendes impresionarnos ni entablar amistad con nosotros.
Aunque Claudia tenía razón en lo del valor de la práctica, aprendo mejor con la lectura y la observación. Mi siguiente tarea fue descargar material didáctico.
Decidí empezar con las películas románticas mencionadas por Rosie. Eran cuatro: Casablanca, Los puentes de Madison, Cuando Harry encontró a Sally y Tú y yo. Añadí Matar un ruiseñor y Horizontes de grandeza, de Gregory Peck, a quien Rosie había citado como el hombre más sexy de todos los tiempos.
Tardé una semana entera en ver las seis películas, incluido el tiempo dedicado a poner la pausa en el DVD y tomar notas. Me fueron sumamente útiles, pero también todo un desafío. ¡Las dinámicas emocionales eran tan complejas! Perseveré con películas recomendadas por Claudia sobre relaciones entre hombres y mujeres con finales tanto felices como infelices. Vi Hitch: especialista en ligues, Lo que el viento se llevó, El diario de Bridget Jones, Annie Hall, Notting Hill, Love Actually y Atracción fatal.
Claudia también sugirió que viese Mejor… imposible, «sólo por diversión». Aunque me aconsejó que lo utilizara como ejemplo de lo que no debe hacerse, me impresionó que el personaje interpretado por Jack Nicholson manejara un problema de etiqueta y chaquetas con más diplomacia que yo. También me animó que, pese a su grave incompetencia social, la significativa diferencia de edad entre él y el personaje interpretado por Helen Hunt, sus probables múltiples trastornos psiquiátricos y un nivel de intolerancia mucho más acusado que el mío, al final consiguiera ganarse el amor de la mujer. Excelente elección por parte de Claudia.
Poco a poco empecé a comprender. Había ciertos principios establecidos de conducta en las relaciones románticas entre hombres y mujeres, entre ellos la prohibición de la infidelidad. Tenía esa regla presente cuando volví a encontrarme con Claudia para otra práctica social. Trabajamos varias situaciones hipotéticas.
—Esta comida presenta un fallo —afirmé. La escena era ficticia. Sólo estábamos tomando café—. Eso sería demasiado agresivo, ¿correcto?
Claudia asintió.
—Y no digas fallo, ni error. Es jerga informática.
—Pero sí puedo decir «inducir a error» o «fue un fallo de la defensa», ¿correcto? ¿Ese uso es aceptable?
—Correcto —dijo Claudia, y se echó a reír—. O sea, sí. Hacen falta años para aprender todo eso, Don.
Yo no tenía años, pero aprendo rápido y estaba en modo esponja humana. Se lo demostré.
—Voy a construir una declaración objetiva seguida de una petición de aclaración y un tópico a modo de introducción: «Disculpe. He pedido un bistec poco hecho. ¿Cuál es para usted la definición de “poco hecho”?».
—Buen inicio, pero la pregunta es un poco agresiva.
—¿No aceptable?
—En Nueva York, puede. No culpes al camarero.
Modifiqué la pregunta.
—Disculpe. He pedido un bistec poco hecho. ¿Puede comprobar si mi pedido se ha tramitado correctamente?
Claudia asintió, pero no parecía del todo contenta. Yo prestaba mucha atención a las expresiones de emoción y había diagnosticado la suya correctamente.
—Don. Estoy impresionada, pero cambiar para satisfacer las expectativas de otra persona quizá no sea una buena idea. Puedes acabar resintiéndote.
No lo veía probable. Aprendía nuevos protocolos, eso era todo.
—Si de verdad amas a alguien, tienes que estar dispuesto a aceptarlo como es. Y, a lo sumo, esperar que quizá un día espabile y se decida a cambiar por sus propias razones —añadió.
Esta última afirmación tenía que ver con la regla de la fidelidad en la que yo había pensado al principio de la conversación. No necesitaba sacar el tema ahora, y conocía la respuesta a la pregunta que me había venido a la mente. No cabía duda de que Claudia se refería a Gene.
A la mañana siguiente quedé con Gene para ir a correr. Tenía que hablarle en privado en un lugar de donde no pudiera escapar. Empecé mi conferencia personal en cuanto comenzamos a movernos. Mi argumento clave era que la infidelidad era absolutamente inaceptable. El riesgo de desastre total superaba cualquier posible beneficio. Gene ya se había divorciado una vez. Eugenie y Carl…
Me interrumpió, jadeando. En mi esfuerzo por transmitir el mensaje de forma inequívoca y contundente, había corrido más rápido de lo normal. Gene está en peor forma que yo; mi jogging de baja frecuencia cardíaca para quemar calorías en su caso implica inmensos ejercicios cardiovasculares.
—Lo he captado. ¿Qué has estado leyendo?
Le hablé de las películas que había visto y de su representación idealizada de las conductas aceptables e inaceptables. Si Gene y Claudia hubieran tenido un conejo, corría grave peligro a manos de cualquier amante despechada. Gene discrepó, no respecto al conejo, sino respecto al impacto de su conducta en su matrimonio.
—Somos psicólogos. Podemos manejar un matrimonio abierto.
Pasé por alto esta categorización incorrecta de sí mismo como auténtico psicólogo y me centré en lo esencial: todas las autoridades y códigos morales consideran que la fidelidad es crucial. Hasta las teorías de la psicología evolutiva reconocen que, si una persona descubre que su pareja le es infiel, tendrá razones de peso para rechazarla.
—En ese caso te refieres a los hombres, porque no pueden arriesgarse a criar a hijos que no lleven sus genes. Pero yo creía que tú estabas muy a favor de dominar los instintos.
—Correcto. El instinto del hombre es engañar. Tienes que dominarlo.
—Las mujeres lo aceptan, siempre y cuando no las pongas en evidencia. Fíjate en Francia.
Cité el contraejemplo de un libro y una película populares.
—¿El diario de Bridget Jones? —replicó Gene—. ¿Desde cuándo se espera que nos comportemos como los personajes de esas películas para chicas?
Se detuvo y se dobló, jadeando, lo que me brindó la oportunidad de exponer la prueba sin interrupciones. Acabé señalando que él quería a Claudia y que por consiguiente debía estar dispuesto a hacer todos los sacrificios necesarios.
—Me lo plantearé cuando te vea cambiando las costumbres de toda una vida —respondió.
Suponía que prescindir de mi programa sería relativamente sencillo. Aunque sólo llevaba ocho días sin él, ya me había enfrentado a numerosos problemas, si bien no podía achacarlos a la ineficacia o al tiempo no estructurado. Pero no había contabilizado el impacto de los otros cambios generados en mi vida. Además de la incertidumbre por Rosie, el proyecto de desarrollar mis aptitudes sociales y el temor a que mis mejores amigos se hallaran al borde de la desintegración doméstica, estaba a punto de perder mi trabajo. El programa de actividades parecía lo único estable en mi existencia.
Al final encontré una solución que sin duda Rosie aceptaría. Todo el mundo mantiene un horario de sus compromisos habituales, que en mi caso eran clases, reuniones y las sesiones de artes marciales. Eso me lo permitiría. Anotaría los compromisos en mi agenda, como hacía todo el mundo, pero reduciría el nivel de estandarización. Las cosas cambiarían de una semana a otra. Al revisar mi decisión, advertí que el abandono del Sistema Estandarizado de Comidas, el aspecto de mi programa que más comentarios provocaba, era el único punto que requería atención inmediata.
Como era de esperar, mi siguiente visita al mercado resultó extraña. Llegué a la pescadería y el propietario se volvió para sacar la langosta de la pecera.
—Cambio de planes. ¿Qué tiene hoy que esté bien?
—Langosta —respondió con marcado acento extranjero—. Langosta bien para usted todos los martes. —Soltó una carcajada e hizo señas a los otros clientes.
Estaba burlándose de mí. Rosie tenía una expresión facial para decir «No me jodas». Intenté imitarla. Pareció funcionar por sí sola.
—Broma. El pez espada es estupendo. Ostras. ¿Come ostras? —preguntó el pescadero.
Yo comía ostras, aunque nunca las había preparado en casa. Las pedí sin abrir, pues los restaurantes de calidad promocionaban sus ostras recién abiertas.
Llegué a casa con una selección de alimentos no asociados a ninguna receta en concreto. Las ostras me lo pusieron difícil. No podía abrirlas con un cuchillo sin arriesgarme a cortarme accidentalmente: cabía la opción de consultar la técnica en internet, pero me habría llevado tiempo. Ésa era la razón de que tuviese un programa basado en elementos que me eran familiares. Podía extraer la carne de la langosta con los ojos cerrados mientras mi cerebro resolvía un problema de genética. ¿Qué tenía de malo la estandarización? La siguiente ostra también se negó a facilitarme una rendija para introducir el cuchillo. Empezaba a impacientarme y estaba a punto de arrojarlo todo a la basura cuando se me ocurrió una idea.
Puse una ostra en el microondas y la calenté unos segundos. Se abrió fácilmente. Estaba tibia, pero deliciosa. Probé con otra, esta vez añadiendo unas gotas de limón y pimienta molida. ¡Sensacional! Un nuevo mundo se abría ante mí. Esperaba que las ostras fuesen sostenibles, porque quería compartir mis nuevos conocimientos con Rosie.