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Durante una semana hice todo lo posible para volver a mi horario habitual, utilizando el tiempo de limpieza del que me liberaba Eva y la cancelación del Proyecto Padre para ponerme al día con el entreno de kárate y aikido.

Sensei, quinto dan, un hombre parco en palabras, sobre todo con los cinturones negros, me llevó aparte cuando entrenaba con el saco del dojo.

—Algo te ha enfadado mucho. —Eso fue cuanto me dijo.

Me conocía lo bastante para saber que, una vez identificada una emoción, no permitiría que me venciese. Pero había hecho bien en hablarme, porque no me había dado cuenta de que estaba enfadado.

Me había enfadado un poco con Rosie porque de forma inesperada me negaba algo que yo quería. Pero luego me enfadé conmigo por mi incompetencia social, que sin duda la había avergonzado.

Intenté ponerme en contacto con ella varias veces, pero saltaba el contestador. Al final, dejé un mensaje:

—¿Y si tienes leucemia y no sabes dónde localizar un donante para el trasplante de médula ósea? Tu padre biológico sería un candidato excelente con gran motivación para ayudar. No completar el proyecto podría acarrearte la muerte. Sólo quedan once candidatos.

No me devolvió la llamada.

—Son cosas que pasan —me dijo Claudia en la tercera reunión para tomar café en cuatro semanas—. Te relacionas con una mujer, no funciona…

Conque era eso. A mi manera, me había «relacionado» con Rosie.

—¿Qué debo hacer?

—No es fácil, pero cualquiera te dará el mismo consejo. Pasa página. Ya saldrá otra cosa.

La lógica de Claudia, basada en sensatos fundamentos teóricos y apoyada en una sustancial experiencia profesional, era obviamente superior a mis sentimientos irracionales. Pero al meditar al respecto comprendí que su consejo, así como la disciplina misma de la Psicología, se basaban en los resultados de la investigación en humanos normales. Soy muy consciente de que poseo algunas características poco habituales. ¿Era posible que el consejo de Claudia no fuese apropiado para mí?

Decidí seguir un procedimiento intermedio. Continuaría con el Proyecto Esposa. Y si (sólo si) disponía de tiempo sobrante, lo invertiría en el Proyecto Padre, actuando solo. Si me presentaba ante Rosie con la solución, quizá podríamos volver a ser amigos.

Basándome en el Desastre Bianca, revisé el cuestionario y añadí criterios más estrictos. Incluí preguntas sobre baile, deportes de raqueta y bridge para eliminar candidatas que me exigieran adquirir cierto nivel de competencia en actividades inútiles y, por otro lado, aumenté la dificultad de los problemas matemáticos, genéticos y de física. La opción c) moderadamente sería la única respuesta aceptable a la pregunta del alcohol. Programé que las respuestas llegaran directamente a Gene, ya que se había volcado en la práctica de hacer un uso secundario de los datos. Él me notificaría si alguien cumplía todos mis criterios. Con exactitud.

Ante la ausencia de candidatas para el Proyecto Esposa, reflexioné con detenimiento acerca de la mejor manera de obtener muestras de ADN para el Proyecto Padre.

La solución se me ocurrió mientras deshuesaba una codorniz. Los candidatos eran médicos que seguramente desearían contribuir a un proyecto de investigación genética. Sólo necesitaba una excusa plausible para pedirles el ADN. Gracias a haberme preparado la conferencia sobre el síndrome de Asperger, tenía una.

Saqué mi lista de once nombres. Dado que había dos confirmados como fallecidos, de los nueve restantes siete vivían en el extranjero, lo que explicaba su ausencia en la fiesta. Pero dos tenían números de teléfono locales. Uno era el director del Instituto de Investigaciones Médicas de mi propia universidad. Fue el primero al que llamé.

—Despacho del profesor Lefebvre —respondió una voz femenina.

—Soy el profesor Tillman, del departamento de Genética. Me gustaría invitar al doctor Lefebvre a que participase en un proyecto de investigación.

—El profesor Lefebvre está de excedencia en Estados Unidos. Volverá dentro de dos semanas.

—Excelente. El proyecto se denomina «Presencia de marcadores genéticos del autismo en individuos de alto rendimiento». Tendría que rellenar un cuestionario y enviarme una muestra de ADN.

Dos días después había conseguido localizar a los nueve candidatos vivos; les envié los cuestionarios basados en la investigación del síndrome de Asperger y dos hisopos bucales. Los cuestionarios eran irrelevantes, pero resultaba imprescindible que la investigación pareciese legítima. La carta adjunta dejaba claras mis credenciales como profesor de Genética de una prestigiosa universidad. Entretanto, necesitaba encontrar parientes de los dos médicos fallecidos.

En internet di con un obituario del doctor Gerhard von Deyn, víctima de un infarto. Mencionaba a su hija, estudiante de Medicina en el momento de su muerte. No me fue difícil localizar a la doctora Brigitte von Deyn, que se mostró encantada de participar en el estudio. Muy simple.

El caso de Geoffrey Case fue más complicado. Había muerto un año después de acabar la carrera. Hacía tiempo que había anotado sus datos del sitio web del encuentro de ex alumnos: no se había casado ni tenía hijos (que se conocieran).

Mientras tanto, iban llegándome las muestras de ADN. Dos médicos, ambos residentes en Nueva York, se negaron a participar. ¿Por qué dos profesionales de la medicina se negaban a formar parte de un importante estudio? ¿Tenían algo que ocultar, como una hija ilegítima en la misma ciudad de donde procedía la petición? Se me ocurrió que, si sospechaban mis motivos, podían enviar el ADN de un amigo. Al menos, negarse era mejor que mentir.

Siete candidatos, la doctora Von Deyn incluida, devolvieron las muestras. Ninguno era el padre o la hermanastra de Rosie. El profesor Lefebvre volvió de su excedencia y quiso verme en persona.

—He venido a recoger un paquete del profesor Lefebvre —dije a la recepcionista del hospital de la ciudad donde trabajaba el profesor, con la esperanza de evitar el encuentro y el interrogatorio.

La recepcionista llamó por teléfono, anunció mi nombre y apareció Lefebvre. Le calculé cincuenta y cuatro años; había conocido a muchos hombres de esa edad a lo largo de las últimas trece semanas. Llevaba un sobre grande que debía de contener el cuestionario (cuyo destino sería la papelera) y su ADN.

Cuando llegó a mi lado intenté coger el sobre, pero él me tendió la otra mano y me la estrechó. Fue extraño, pero todo acabó en que nos dimos la mano y él retuvo el sobre.

—Simon Lefebvre —se presentó—. Y bien, ¿qué desea en realidad?

Aquello fue del todo inesperado. ¿Por qué cuestionaba mis motivos?

—Su ADN y el cuestionario. Para un importante estudio. Esencial.

Me sentía estresado y mi voz sin duda lo reflejaba.

—Ya, seguro. —Se echó a reír—. ¿Y elige al azar al director de investigaciones médicas como sujeto de estudio?

—Buscamos personas de rendimiento excepcional.

—¿Qué quiere Charlie esta vez?

—¿Charlie? —Yo no conocía a nadie llamado Charlie.

—Vale. Pregunta estúpida. ¿Cuánto quiere que ponga?

—No hay que poner nada. No hay ningún Charlie involucrado. Sólo quiero su ADN… y el cuestionario.

—Mensaje recibido —dijo, riendo de nuevo—. Puede decirle eso a Charlie. Mándeme la descripción del proyecto y la aprobación del comité ético. La catástrofe al completo.

—¿Y entonces me dará la muestra? Para el análisis estadístico es esencial un índice elevado de respuestas.

—Usted envíeme el papeleo.

La petición de Simon Lefebvre era del todo razonable. Por desgracia, yo no tenía los papeles que solicitaba porque el proyecto era ficticio. Desarrollar una propuesta plausible requeriría cientos de horas de trabajo.

Intenté llevar a cabo una estimación de las probabilidades de que Simon Lefebvre fuera el padre de Rosie. Ahora quedaban sólo cuatro candidatos sin analizar: Lefebvre, Geoffrey Case (fallecido) y los dos residentes en Nueva York, Isaac Esler y Solomon Freyberg. Según la información facilitada por Rosie, cada uno de ellos tenía un 25 por ciento de probabilidades de ser su padre. Pero al no haber obtenido hasta el momento ningún resultado positivo, yo debía considerar otras posibilidades. Dos de nuestros resultados se basaban en parientes y no en el análisis directo. Era posible que una o ambas de esas hijas fueran, como Rosie, el resultado de una relación extramatrimonial, algo que, como señala Gene, es un fenómeno mucho más habitual de lo que la gente cree. Además, cabía la posibilidad de que uno o más encuestados para el proyecto ficticio me hubiesen enviado deliberadamente una muestra falsa.

También debía plantearme que la madre de Rosie no hubiese contado la verdad. Me llevó mucho tiempo considerarlo, ya que por defecto pienso que las personas son sinceras. Pero quizá la madre de Rosie quería que ésta creyera que su padre era médico, como ella, en lugar de alguien menos prestigioso. En resumen, concluí que la probabilidad de que Simon Lefebvre fuese el padre de Rosie era del 16 por ciento. Desarrollar la documentación para el proyecto de investigación del síndrome de Asperger implicaba una ingente cantidad de trabajo con escasas probabilidades de obtener la respuesta que buscábamos.

Decidí seguir adelante. Fue una decisión muy poco racional.

Cuando estaba en plena tarea recibí la llamada de un abogado que me comunicó la muerte de Daphne. Aunque de hecho llevaba muerta bastante tiempo, detecté en mí una inesperada sensación de soledad. La nuestra había sido una amistad sencilla. Ahora todo resultaba mucho más complicado.

El motivo de la llamada era que Daphne me había legado lo que el abogado denominó «una pequeña suma». Diez mil dólares. También una carta, que escribió antes de mudarse a la residencia, escrita a mano en un papel estampado.

Querido Don:

Gracias por hacer que los últimos años de mi vida hayan sido tan estimulantes. Tras el ingreso de Edward en la residencia, no creía que me quedase mucho por hacer. Estoy segura de que sabes cuánto me has enseñado y cuán interesantes han sido nuestras conversaciones, pero quizá no te hayas percatado de la maravillosa compañía y el apoyo que has supuesto para mí.

Una vez te dije que serías un marido estupendo y, por si lo has olvidado, te lo digo una vez más. Estoy convencida de que si buscas bien encontrarás a la persona adecuada. No te rindas, Don.

Sé que no necesitas mi dinero, y mis hijos, en cambio, sí, pero te dejo una pequeña suma. Me encantaría que la invirtieras en algo irracional.

Con todo mi amor, tu amiga.

Daphne Speldewind

Tardé menos de diez segundos en pensar en una adquisición irracional: en realidad, sólo me permití el tiempo necesario para asegurarme de que la decisión no se veía afectada por ningún proceso de pensamiento lógico.

El proyecto de investigación del síndrome de Asperger resultaba fascinante, pero me exigió una inversión de tiempo enorme. La propuesta final era impresionante y estaba convencido de que, si lo hubiese presentado a un organismo de financiación, habría pasado el proceso de revisión colegiada. Claro que debía fingir que había sido así y a punto estuve de falsificar una carta de aprobación. Llamé a la secretaria de Lefebvre y le expliqué que había olvidado enviar los documentos, pero los llevaría en persona. Mi pericia en cuestión de engaños iba en aumento.

Cuando llegué a recepción, se repitió el proceso de convocar a Lefebvre. Esta vez no llegó con un sobre. Intenté entregarle los documentos, él trató de estrecharme la mano y volvió a producirse la confusión de la otra vez. Dio la impresión de que a Lefebvre le hacía gracia. Yo era consciente de que estaba tenso; después de tanto trabajo, quería el ADN.

—Cordiales saludos —dije—. Documentación requerida. Se han satisfecho todos los requisitos. Ahora necesito la muestra de ADN y el cuestionario.

Lefebvre rio de nuevo y me miró de arriba abajo. ¿Había algo raro en mi aspecto? Mi camiseta era la de la tabla periódica que me pongo en días alternos, un regalo de cumpleaños posterior a mi licenciatura, y el pantalón, un modelo muy práctico que sirve para pasear, dar clase, investigar y ejecutar tareas físicas. Calzaba zapatillas de corredor de alta calidad. El único error era que mis calcetines, quizá visibles, eran de colores levemente distintos, una equivocación habitual cuando uno se viste con poca luz. Pero Simon Lefebvre parecía encontrarlo todo muy divertido.

—Maravilloso —me dijo. Luego repitió mis palabras en lo que se me antojó un intento de imitar mi entonación—: Se han cumplido todos los requisitos. —Después añadió en su tono normal—: Dígale a Charlie que prometo leer la propuesta.

¡Otra vez Charlie! Aquello era ridículo.

—El ADN —pedí con vehemencia—. Necesito la muestra.

Lefebvre se echó a reír como si le hubiese contado el mejor chiste de la historia. Le corrían lágrimas por la cara. Lágrimas de verdad.

—Me has alegrado el día.

De una caja que había en la mesa de recepción cogió un pañuelo de papel, se sonó la nariz y lo arrojó a la papelera mientras se alejaba con mi propuesta.

Me acerqué a la papelera y extraje el pañuelo.