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Me había quedado paralizado. Es una frase hecha y una exageración de la situación. Mi bulbo raquídeo seguía funcionando, mi corazón latía, no se me olvidaba respirar. Fui capaz de hacer la maleta, tomar el desayuno en mi habitación, desplazarme al aeropuerto, facturar y subir al avión con destino a Los Ángeles. Conseguí comunicarme con Rosie lo justo para coordinar estas actividades.

Pero el funcionamiento reflexivo estaba suspendido. La razón era evidente: ¡sobrecarga emocional! Siguiendo el consejo de Claudia (¡de una psicóloga clínica titulada!), mis emociones, por lo general bien administradas, se habían desmandado en Nueva York y estaban peligrosamente sobreestimuladas. Ahora corrían desbocadas por mi cerebro y anulaban mi capacidad de reflexión, que sin duda necesitaba para analizar el problema.

Rosie ocupaba el asiento de la ventanilla y yo el del pasillo. Había seguido la explicación de las medidas de seguridad previa al despegue sin, por una vez, pensar en lo injustificado de sus fundamentos ni lo irracional de sus prioridades. En caso de desastre inminente, todos tendrían algo que hacer. Yo estaba en la situación opuesta. Incapacitado.

—¿Cómo te encuentras, Don? —me preguntó Rosie poniéndome una mano en el brazo.

Intenté concentrarme en analizar uno a uno los diferentes aspectos de la experiencia y su correspondiente reacción emocional. Sabía por dónde empezar. Lógicamente, no me había hecho falta volver a mi habitación a buscar el libro de Gene. Mostrárselo a Rosie no era parte del guión original que había planeado en Melbourne cuando me preparaba para un encuentro sexual. Puede que sea socialmente inepto, pero con el beso en curso y Rosie cubierta tan sólo con una toalla, no habría tenido dificultades para proceder. Mi conocimiento de las posturas era un punto a mi favor, pero posiblemente irrelevante la primera vez.

Entonces, ¿por qué mi instinto me había llevado a proceder de un modo que acabó saboteando la ocasión? El primer nivel de respuesta era obvio. Mi instinto me decía que no procediera. Pero ¿por qué? Identifiqué tres posibilidades.

1.  Temía no poder cumplir sexualmente.

No tardé mucho en descartar esta posibilidad. Quizá fuera menos competente que una persona más experimentada e incluso podía haberme quedado impotente por el miedo, aunque lo consideraba poco probable. Estaba acostumbrado a sentirme avergonzado, incluso delante de Rosie. El impulso sexual era mucho más fuerte que cualquier necesidad de proteger mi imagen.

2.  No tenía preservativos.

Caí en la cuenta, tras reflexionar al respecto, que posiblemente Rosie creyó que me había marchado de la habitación para buscar o adquirir un preservativo. Era evidente que, siguiendo todas las recomendaciones sobre sexo seguro, tendría que haberme procurado alguno y sin duda el conserje guardaba varios para emergencias, junto con los cepillos de dientes y las maquinillas de afeitar. No habérmelo procurado era una prueba más de que subconscientemente no esperaba proceder. En una ocasión, Gene me había contado que recorrió todo El Cairo en taxi en busca de un vendedor de condones. Era evidente que mi motivación no había sido tan fuerte.

3.  Era incapaz de enfrentarme a las consecuencias emocionales.

La tercera posibilidad sólo se me ocurrió después de haber descartado la primera y la segunda. Supe de inmediato —¡instintivamente!— que era la correcta. Mi cerebro ya estaba sobrecargado emocionalmente. La sobrecarga no se debía al peligrosísimo descenso por la ventana del cirujano ni al recuerdo del interrogatorio en un negro sótano a cargo de un psiquiatra barbudo que no se detendría ante nada para proteger su secreto, ni siquiera a pasear de la mano de Rosie del museo al metro, aunque eso sí contribuía. Era la experiencia global de mi estancia con Rosie en Nueva York.

Mi instinto me decía que si añadía algo más, si sumaba la vivencia literalmente alucinante de mantener relaciones sexuales con ella, mis emociones se adueñarían de mi cerebro. Y me arrastrarían a tener una relación con Rosie, lo que supondría un desastre por dos razones: la primera, porque Rosie era de todo punto inadecuada a largo plazo; la segunda, porque me había dejado claro que tal relación no se prolongaría más allá de la estancia en Nueva York. Estas razones eran totalmente contradictorias, mutuamente excluyentes y se basaban en premisas del todo distintas. No tenía ni idea de cuál era la correcta.

Estábamos en el estadio final de nuestro descenso al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Miré a Rosie. Hacía ya varias horas que me había formulado la pregunta y había reflexionado bastante al respecto. ¿Que cómo me encontraba?

—Confundido —contesté al fin.

Supuse que ya había olvidado la pregunta, pero aun así la respuesta tenía sentido.

—Bienvenido al mundo real.

Conseguí permanecer despierto las primeras seis horas de las quince que duraba el vuelo de Los Ángeles a casa para reprogramar mi reloj interno, aunque no fue fácil.

Rosie durmió unas horas y luego se puso a ver una película. Más tarde reparé en que estaba llorando. Se quitó los auriculares y se enjugó las lágrimas.

—Estás llorando, ¿te pasa algo? —le pregunté.

—El amor. Es una historia triste. Los puentes de Madison. Supongo que no lloras en el cine.

—Correcto. —Al darme cuenta de que podría interpretarse negativamente, añadí en mi defensa—: Parece ser una conducta predominantemente femenina.

—Gracias por decirlo. —Guardó silencio, pero parecía haberse repuesto de la tristeza que la película había provocado—. Dime, ¿sientes algo cuando ves una película? ¿Has visto Casablanca?

Estaba familiarizado con esa pregunta. Gene y Claudia me la habían planteado después de que viésemos juntos un DVD, por lo que había meditado la respuesta.

—He visto varias películas románticas. La respuesta es no. A diferencia de Gene, Claudia y, por lo visto, la mayor parte de la raza humana, las historias de amor no me afectan emocionalmente. Al parecer, no estoy configurado para esa reacción.

El domingo por la noche fui a cenar a casa de Gene y Claudia. Tenía más jet lag del habitual y como resultado me fue difícil ofrecer un relato coherente del viaje. Intenté hablar de mi encuentro con David Borenstein en Columbia, lo que había visto en los museos y la cena en el Momofuku Ko, pero ellos me acribillaron obsesivamente a preguntas sobre mi interacción con Rosie. Era ilógico que esperasen de mí que recordara todos los detalles. Además, no podía mencionar las actividades del Proyecto Padre.

Claudia se mostró muy satisfecha con el pañuelo, pero le proporcionó una nueva oportunidad para interrogarme:

—¿Te ayudó a escogerlo Rosie?

Rosie, Rosie, Rosie.

—Lo recomendó la vendedora. Fue muy sencillo y directo.

—¿Piensas volver a ver a Rosie, Don? —me preguntó cuando me iba.

—El próximo sábado —respondí con toda sinceridad, sin molestarme en aclarar que no era una cita social; habíamos programado esa tarde para analizar el ADN.

Claudia pareció complacida.

Almorzaba solo en el club de la universidad mientras revisaba la carpeta del Proyecto Padre cuando Gene, cargado con su comida y una copa de vino, se sentó frente a mí. Intenté guardar la carpeta, pero lo único que conseguí fue darle la acertada impresión de esconder algo. De pronto, Gene miró al mostrador de la cafetería que estaba a mi espalda.

—¡Oh, Dios! —exclamó.

Me volví para mirar y Gene me quitó la carpeta, riendo.

—Es privado —dije, pero él ya la había abierto.

La fotografía de la promoción de Medicina estaba arriba de todo.

—Dios mío, ¿de dónde has sacado esto? —exclamó. Parecía sinceramente sorprendido—. ¡Tendrá treinta años! ¿Y todos esos garabatos?

—Organicé una reunión. Ayudé a una amiga, hace semanas. —Era una buena respuesta, considerando el escaso tiempo que había tenido para formularla, pero había un defecto importante. Gene lo detectó.

—¿Una amiga? Una de tus muchas amigas. Tendrías que haberme invitado.

—¿Por qué?

—¿Quién crees que hizo la foto?

Claro. Alguien tenía que haber sacado la fotografía. Estaba demasiado perplejo para hablar.

—Yo era el único ajeno a esa clase, el profesor de Genética. Fue una gran noche, todos como una cuba y sin sus parejas. La mejor fiesta de la ciudad.

Gene señaló una cara de la fotografía. Siempre me había centrado en los hombres y nunca me había fijado en la madre de Rosie. Sin embargo, ahora que él la señalaba, fue fácil de identificar. El parecido era evidente, cabello rojo incluido, aunque un tono menos llamativo que el de Rosie. Estaba entre Isaac Esler y Geoffrey Case. Al igual que en la fotografía de la boda de Esler, Case sonreía mucho.

—Bernadette O’Connor. —Gene tomó un sorbo de vino—. Irlandesa.

El tono que empleó Gene me resultaba familiar. Había un motivo para que recordase a esa mujer en concreto y no era el hecho de que fuese la madre de Rosie. En realidad, parecía no estar al corriente del parentesco y tomé la rápida decisión de no informarlo.

—Geoffrey Case —dijo, moviendo el dedo a la izquierda—. No le sacó mucho partido a lo que pagó de matrícula.

—Murió, ¿correcto?

—Se suicidó.

Nueva información.

—¿Estás seguro?

—Pues claro. Vamos, ¿de qué va todo esto?

—¿Por qué lo hizo? —repuse, sin hacer caso de la pregunta.

—Seguramente olvidó tomarse el litio. Sufría trastorno bipolar. Era el alma de la fiesta, los días buenos.

Me miró. Supuse que estaba a punto de preguntarme por las razones de mi interés por Geoffrey Case y la reunión. Yo buscaba frenéticamente una explicación plausible cuando me salvó el molinillo de la pimienta que Gene intentó utilizar antes de alejarse en busca de otro. Utilicé una servilleta para tomar una muestra de su copa de vino y me marché antes de que volviera.