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Puede que haya encontrado una solución al Problema Esposa. Como sucede con tantos avances científicos, vista en retrospectiva resultaba evidente, pero de no ser por una serie de acontecimientos imprevistos es poco probable que hubiera dado con ella.

La secuencia la inició Gene al insistir en que diese una conferencia sobre el síndrome de Asperger que él se había comprometido a pronunciar previamente. La hora programada era de lo más inoportuna. La preparación de la conferencia podía compaginarse con la ingesta del almuerzo, pero esa noche había reservado noventa y cuatro minutos para limpiar el baño. Me enfrentaba a tener que elegir entre tres opciones, ninguna satisfactoria.

  1. Limpiar el cuarto de baño después de la conferencia, con la resultante pérdida de horas de sueño y la consecuente reducción de mi rendimiento físico y mental.
  2. Reprogramar la limpieza para el martes siguiente, con los resultantes ocho días de higiene personal deficiente y el consecuente riesgo de enfermedad.
  3. Rechazar pronunciar la conferencia, con el resultante perjuicio a mi amistad con Gene.

Presenté el dilema a Gene, que como siempre tenía una alternativa.

—Don, pagaré a alguien para que te limpie el baño.

Una vez más le expliqué que todas las empleadas domésticas, a excepción quizá de la mujer húngara de falda corta, cometían errores. La Mujer Falda Corta, anterior empleada de Gene, había desaparecido tras surgir cierto problema entre él y Claudia, su mujer.

—Te daré el móvil de Eva. Pero no me menciones.

—¿Y si me pregunta? ¿Cómo responderé sin mencionarte?

—Dile que la has llamado porque es la única empleada del hogar que conoces que limpia bien. Y si me menciona, no digas nada.

Éste era un desenlace excelente, ejemplo del talento de Gene para solucionar problemas sociales. A Eva la satisfaría que se reconociera su competencia y quizá hasta fuese apta para asumir esa tarea de forma permanente, lo que dejaría libre una media de trescientos dieciséis minutos semanales en mi programación de tareas.

El problema de la conferencia había surgido cuando a Gene se le presentó la oportunidad de mantener relaciones sexuales con una profesora chilena que asistía a un congreso en Melbourne. Uno de los proyectos de Gene es mantener relaciones sexuales con mujeres de todas las nacionalidades posibles. Como catedrático de Psicología está sumamente interesado en la atracción sexual humana, que él considera, en gran medida, determinada genéticamente.

Dicha creencia es del todo consecuente con su formación como genetista. Sesenta y ocho días después de que me contratara como investigador de posdoctorado, lo ascendieron a director del departamento de Psicología, un nombramiento muy controvertido con el que se pretendía posicionar la universidad como líder en psicología evolutiva e incrementar su perfil público.

En el período que trabajamos juntos en el departamento de Genética mantuvimos muchas discusiones interesantes que continuaron tras su ascenso. Eso ya me habría bastado para considerar satisfactoria nuestra relación, pero además Gene me invitó a cenar a su casa e interpretó otros rituales de amistad que derivaron en una relación social. Su esposa Claudia, psicóloga clínica, también es ahora una amiga, lo que suma un total de dos.

Durante un tiempo, Gene y Claudia intentaron ayudarme con el Problema Esposa. Lamentablemente, su enfoque se basaba en el paradigma tradicional de citas que yo había abandonado porque las probabilidades de éxito no justificaban el esfuerzo ni las experiencias negativas. Soy alto, inteligente y sano, tengo treinta y nueve años, un estatus relativamente elevado y unos ingresos superiores a la media como profesor adjunto; lo lógico sería que le resultase atractivo a una amplia gama de mujeres. En el reino animal conseguiría reproducirme sin problemas.

Sin embargo, hay algo en mí que no atrae al género femenino. Nunca me ha sido fácil hacer amistades y, al parecer, los defectos que originan este problema también han afectado a mis intentos de establecer relaciones románticas. El Desastre del Helado de Albaricoque es un buen ejemplo.

Claudia me había presentado a una de sus muchas amigas. Elizabeth era una informática muy inteligente con un problema de visión que corregía con gafas. Menciono las gafas porque Claudia me enseñó una fotografía y me preguntó si eran un problema. ¡Una pregunta increíble, viniendo de una psicóloga! A la hora de evaluar la idoneidad de Elizabeth como compañera potencial —alguien capaz de proporcionar estímulo intelectual, compartir actividades y quizá llegar hasta el apareamiento—, la primera preocupación de Claudia era mi reacción ante la montura elegida, que seguramente respondía a la recomendación del óptico. Éste es el mundo en que me ha tocado vivir. Luego Claudia me dijo, como si fuera un problema:

—Es de ideas muy firmes.

—¿De base científica?

—Supongo.

Perfecto. Era como si Claudia me hubiera descrito a mí.

Nos citamos en un restaurante tailandés. Los restaurantes son campos de minas para los ineptos sociales y yo estaba nervioso, como suele ocurrirme en situaciones semejantes. Pero tuvimos un inicio excelente: ambos llegamos justo a las 19.00 horas, según lo acordado. La mala sincronización acarrea enormes pérdidas de tiempo.

Sobrevivimos a la comida sin que ella me criticara por ningún error social. Es difícil mantener una conversación mientras te preguntas si estás mirando la zona corporal adecuada, pero siguiendo la recomendación de Gene me concentré en sus gafas, lo que derivó en cierta imprecisión en el proceso de ingesta de alimentos que ella no pareció advertir. Muy al contrario, mantuvimos una conversación muy productiva sobre los algoritmos de simulación. ¡Era una mujer tan interesante! Yo ya empezaba a plantearme la posibilidad de una relación permanente.

El camarero trajo la carta de postres y Elizabeth declaró:

—No me gustan los postres asiáticos.

Aquélla era con toda seguridad una generalización endeble basada en una experiencia limitada, y quizá tendría que haberla identificado como una señal de advertencia. Pero me brindó la oportunidad de realizar una sugerencia creativa:

—Podríamos tomar un helado al otro lado de la calle.

—Qué buena idea. Siempre y cuando tengan de albaricoque.

Estimé que progresaba adecuadamente y no pensé que la preferencia por el albaricoque fuera a plantear problema alguno.

Me equivocaba. Aunque la heladería disponía de una amplia oferta de sabores, se habían acabado las existencias de albaricoque. Yo pedí un cucurucho doble de chocolate picante y regaliz, y le dije a Elizabeth que especificara su segunda preferencia.

—Si no tienen albaricoque, paso.

No podía creérmelo. Todos los helados saben casi igual debido al enfriamiento de las papilas gustativas, sobre todo los de sabores frutales. Le propuse el mango.

—No, gracias, estoy bien así.

Le expliqué con cierto detalle la fisiología del enfriamiento de las papilas gustativas. Predije que si adquiría un helado de mango y uno de melocotón sería incapaz de distinguirlos y, por extensión, lo mismo se aplicaba al albaricoque.

—Son sabores muy diferentes. Si eres incapaz de distinguir el mango del melocotón, allá tú —repuso ella.

Nos hallábamos ante una simple discrepancia objetiva que podía resolverse empíricamente en un pispás. Pedí dos helados pequeños de ambos sabores, pero cuando el empleado acabó de prepararlos y me volví para pedir a Elizabeth que cerrase los ojos a fin de efectuar el ensayo, había desaparecido. ¡Vaya con la base científica! ¡Y las ciencias informáticas!

Después Claudia me dijo que tendría que haber abandonado el experimento antes de que Elizabeth se marchara. Evidentemente. Pero ¿en qué momento? ¿Dónde estaba la señal? Ésas son las sutilezas que no alcanzo a captar, como tampoco por qué una acentuada sensibilidad respecto a enigmáticas preferencias por ciertos sabores de helados debe considerarse un prerrequisito para ser pareja de alguien. Parece razonable suponer que algunas mujeres no exigen eso; por desgracia, encontrarlas resulta increíblemente difícil. El Desastre del Helado de Albaricoque me había costado toda una noche de mi vida, una pérdida de tiempo sólo compensada por la valiosa información sobre los algoritmos de simulación.

Me bastaron dos almuerzos para investigar y preparar la conferencia sobre el síndrome de Asperger sin sacrificar nutrientes, gracias a que había wifi en la cafetería de la biblioteca de Medicina. Apenas conocía los trastornos del espectro autista, pues no formaban parte de mi especialidad. El tema era fascinante. Juzgué adecuado centrarme en los aspectos genéticos del síndrome, que posiblemente el público desconocería. La mayor parte de las enfermedades derivan parcialmente de nuestro ADN, aunque en muchos casos todavía no lo hayamos descubierto. Mi propio trabajo se centra en la predisposición genética a la cirrosis hepática. Dedico un alto porcentaje de mi horario laboral a emborrachar ratones.

A partir de los libros y artículos de investigación que describen los síntomas del síndrome de Asperger, llegué a la conclusión provisional de que muchos no eran más que variaciones de la función cerebral erróneamente calificadas como trastorno médico porque no se ajustaban a las normas sociales —en realidad, convenciones sociales— que reflejan las configuraciones humanas más comunes, no su espectro al completo.

La conferencia estaba programada para las 19.00 horas en un colegio cercano de las afueras. Calculé un trayecto en bicicleta de doce minutos y me concedí tres minutos más para encender el ordenador y conectarlo al proyector.

Llegué a las 18.57, según lo previsto, veintisiete minutos después de haber dejado en mi piso a Eva, la empleada doméstica de falda corta. Aunque habría unas veinticinco personas merodeando ante la puerta del aula, reconocí de inmediato a Julie, la convocante, gracias a la descripción de Gene: «Una rubia de tetas grandes». En realidad, sus pechos sólo presentaban una pequeña desviación estándar del tamaño medio en relación con su peso corporal y no eran una característica destacable. Se trataba más bien de una cuestión de elevación y exposición derivada de su elección de indumentaria, que me pareció muy práctica para una calurosa noche de enero.

Debí de excederme en el tiempo dedicado a verificar su identidad, porque me miró de un modo extraño.

—Usted debe de ser Julie —le dije.

—¿Qué quiere?

Bien. Una persona práctica.

—Indíqueme dónde se halla el cable VGA, por favor.

—Ah, usted es el profesor Tillman. Me alegro de que haya podido venir.

Me tendió la mano, pero yo la rechacé con un gesto.

—El cable VGA, por favor. Son las dieciocho horas cincuenta y ocho minutos.

—Tranquilo, nunca empezamos antes de las siete y cuarto. ¿Le apetece un café?

¿Por qué la gente valora tan poco el tiempo de los demás? Ahora mantendríamos la inevitable charla trivial. Podría haber pasado esos quince minutos en casa practicando aikido.

Hasta ese momento había centrado mi atención en Julie y la pantalla del fondo de la sala. Entonces eché un vistazo alrededor y reparé en que había pasado por alto a diecinueve personas. Eran niños, en su mayoría varones, sentados en pupitres. Víctimas del síndrome de Asperger, supuse. Casi toda la literatura médica del síndrome está dedicada a los niños.

Pese a su dolencia, aprovechaban el tiempo mucho mejor que sus padres, que parloteaban sin ton ni son. La mayoría operaba con dispositivos informáticos portátiles. Tenían edades comprendidas entre los ocho y los trece años. Esperaba que hubiesen prestado atención en sus clases de ciencias, pues mi material daba por supuestos conocimientos básicos de química orgánica y estructura del ADN.

Entonces advertí que no había respondido a la pregunta del café, así que lo hice:

—No.

Por desgracia, debido al retraso, Julie ya había olvidado la pregunta.

—No quiero café —expliqué—. Nunca tomo café después de las quince horas cuarenta y ocho minutos, pues repercute en la calidad del sueño. La cafeína tiene una vida media de entre tres y cuatro horas, por lo que es una irresponsabilidad servir café a las diecinueve horas a menos que la persona destinataria pretenda estar despierta hasta pasada la medianoche, lo cual le impediría dormir las horas adecuadas si tiene un trabajo convencional.

Intentaba aprovechar la espera ofreciendo un consejo práctico, pero al parecer ella prefería hablar de trivialidades.

—¿Cómo está Gene? —preguntó.

Era a todas luces una variante de la fórmula de interacción más común: «¿Cómo estás?».

—Está bien, gracias —respondí, adaptando la respuesta convencional a la tercera persona.

—Ah. Creía que estaba enfermo.

—El estado de salud de Gene es excelente, salvo por seis kilos de sobrepeso. Esta mañana ha ido a correr y esta noche tiene una cita; si estuviera enfermo sería incapaz de salir.

Julie no pareció muy satisfecha y más tarde, al reconsiderar la interacción, comprendí que Gene le había mentido acerca de los motivos de su ausencia, seguramente para evitarle la sensación de que aquella conferencia no era importante para él y justificar el envío de un orador menos prestigioso como sustituto. Resulta casi imposible analizar una situación tan compleja que incluye el engaño, imaginar la respuesta emocional de otra persona y además preparar una mentira plausible mientras alguien aguarda a que contestes a su pregunta. Sin embargo, eso es exactamente lo que la gente espera que hagas.

Por fin encendí mi ordenador y empezamos, ¡con dieciocho minutos de retraso! Tendría que hablar un 43 por ciento más rápido para terminar a las 20.00 horas, según lo previsto, un objetivo prácticamente imposible de alcanzar. Acabaríamos tarde, lo que arruinaba toda mi programación para el resto de la noche.