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—Vaya, Don Pulcro. ¿Por qué no hay cuadros en las paredes?
No había tenido visitas desde que Daphne se fue del edificio. Sabía que sólo hacía falta poner un plato y unos cubiertos más, pero la noche ya había sido muy estresante. La euforia inducida por el aumento de adrenalina derivado del Incidente Chaqueta se había evaporado, al menos por mi parte. Rosie parecía hallarse en un estado maníaco permanente.
Estábamos en la sala de estar adyacente a la cocina.
—Porque pasado un tiempo dejaría de verlos. El cerebro humano está programado para concentrarse en las diferencias de su entorno y percibir así rápidamente la presencia de un depredador. Si instalase cuadros u otros objetos decorativos, repararía en ellos unos días y después mi cerebro dejaría de verlos. Si quiero contemplar arte, visito una galería. Allí las obras son de mayor calidad y la inversión en tiempo es menor que su equivalente en precio de adquisición de pósters baratos.
En realidad, no había pisado una galería de arte desde el 10 de mayo de hacía tres años. Pero esta información debilitaría mi argumento, de modo que no vi razones para transmitírsela a Rosie y someter a un posible interrogatorio otros aspectos de mi vida personal.
Rosie había avanzado y ahora estaba examinando mi colección de discos compactos. La investigación empezaba a irritarme. La cena ya llevaba retraso.
—Veo que te encanta Bach —dijo.
Era una deducción razonable, pues mi colección de discos sólo cuenta con obras de dicho compositor. Sin embargo, no era correcta.
—Decidí concentrarme en Bach después de leer Gödel, Escher, Bach, de Douglas Hofstadter. Por desgracia, no he progresado mucho. No creo que mi cerebro funcione lo bastante rápido para descodificar las pautas de la música.
—¿No la escuchas por placer?
Aquello empezaba a parecerse a las conversaciones de mis primeras cenas con Daphne y no respondí.
—¿Tienes iPod?
—Claro, pero no lo utilizo para escuchar música. Descargo podcasts.
—A ver si lo adivino… sobre genética.
—Ciencia en general.
Me dirigí a la cocina para empezar a preparar la cena y Rosie me siguió, deteniéndose ante el programa anotado en mi pizarra de plástico blanco.
—¡Vaya! —exclamó otra vez.
Esa reacción se estaba volviendo predecible. Me pregunté cuál sería su respuesta al ADN o la evolución.
Inicié la extracción de verduras y hierbas de la nevera.
—Deja que te ayude. Puedo cortar las verduras o lo que sea —me dijo.
Eso implicaba que una persona sin experiencia, no familiarizada con la receta, podía «cortar». Tras haberla oído hablar de su incapacidad para cocinar incluso en situación de peligro extremo para su vida, tuve visiones de grandes trozos de puerros y fragmentos de hierbas demasiado finos para tamizarse.
—No me hace falta ayuda. Recomiendo la lectura de un libro.
Se dirigió a la librería, echó un vistazo a su contenido y luego se alejó. A lo mejor usaba software de IBM en lugar de Mac, aunque muchos manuales eran aplicables a ambos.
El reproductor de música tiene un puerto para el iPod que utilizo para escuchar podcasts mientras cocino. Rosie conectó su teléfono y salió música de los altavoces. No era estridente, pero si yo hubiese puesto un podcast en una casa ajena sin pedir permiso se me habría acusado de ineptitud social. Lo cual era muy cierto, ya que hacía cuatro años y siete días había cometido precisamente ese mismo error en una fiesta.
Rosie siguió con su exploración como un animal en un nuevo hábitat, que era precisamente lo que era. Subió las persianas, lo que originó cierta polvareda. Me considero meticuloso en la limpieza, pero, como no necesito subirlas, puede acumularse polvo en los lugares inaccesibles. Detrás de las persianas hay postigos; soltó el pasador y los abrió.
Me sentía muy incómodo ante esa violación de mi entorno personal. Intenté concentrarme en preparar la cena mientras ella salía al balcón y la perdía de vista. Oí que arrastraba dos macetas enormes cuyas plantas seguramente estarían muertas después de tantos años. Introduje la mezcla de verduras y hierbas en la sartén grande junto con el agua, el vinagre de arroz, el mirin, la cáscara de naranja y el coriandro.
—¡No sé qué estarás cocinando, pero soy prácticamente vegetariana! —gritó Rosie desde el balcón.
¡Vegetariana! Pero ¡si ya había empezado a cocinar! Además, trabajaba con ingredientes adquiridos con la idea de que comería solo! ¿Y qué significaba «prácticamente»? ¿Implicaba un limitado nivel de flexibilidad como el de mi colega Esther, que admitió, sólo después de un interrogatorio riguroso, que comería cerdo si le fuera imprescindible para sobrevivir?
Los vegetarianos y los veganos pueden ser un auténtico incordio. Gene siempre cuenta un chiste: «¿Cómo saber si alguien es vegano? Espera diez minutos y te lo dirá». Si eso fuera cierto, no habría problema. Pero ¡no! Los vegetarianos vienen a cenar y luego dicen: «No como carne». ¡Ésta era la segunda vez! El Desastre de los Pies de Cerdo había tenido lugar seis años atrás, cuando Gene sugirió que invitase a cenar en casa a una mujer. Dijo que mis aptitudes culinarias me harían más deseable y que así evitaría la presión ambiental de un restaurante. «Y podréis beber cuanto queráis y tambalearos hasta el dormitorio».
La mujer se llamaba Bethany y en su perfil de internet no se mencionaba el vegetarianismo. Consciente de que la calidad de la comida sería esencial, saqué de la biblioteca un libro de recetas publicado recientemente, De las orejas al rabo, y planifiqué una comida de varios platos con diferentes partes del animal: sesos, lengua, páncreas, redaño, riñones, etcétera.
Bethany llegó puntual y parecía muy agradable. Tomamos una copa de vino y a partir de ahí todo fue cuesta abajo. Empezamos con pies de cerdo fritos, cuya preparación había sido bastante compleja, y que Bethany apenas probó.
—No es que me vayan mucho los pies de cerdo —declaró.
Eso no era del todo irrazonable: todos tenemos preferencias y tal vez le preocupasen las grasas y el colesterol. Sin embargo, cuando detallé los siguientes platos, se declaró vegetariana. ¡Increíble!
Me ofreció invitarme a cenar en un restaurante, pero después de haber invertido tanto tiempo en la preparación no quería abandonar la comida. Cené solo y nunca más vi a Bethany.
Ahora Rosie. En este caso quizá fuese conveniente, así Rosie se iría y la vida recuperaría la normalidad. Era evidente que no había sido sincera al responder al cuestionario o que Gene se había equivocado. O tal vez la había seleccionado por su elevado nivel de atractivo sexual, imponiendo sus preferencias a las mías.
Rosie entró y se quedó mirándome, como si esperase una respuesta.
—Como pescado y marisco, pero deben ser sostenibles.
Experimenté sentimientos encontrados. Siempre resulta satisfactorio encontrar la solución a un problema, pero ahora Rosie se quedaría a cenar. Fui al cuarto de baño y Rosie me siguió. Saqué la langosta de la bañera, donde había estado paseándose.
—¡Oh, mierda! —exclamó Rosie.
—¿No te gusta la langosta? —pregunté mientras la trasladaba a la cocina.
—Me encanta, pero…
El problema era evidente y la comprendí muy bien.
—El proceso de sacrificio te resulta desagradable. Coincido contigo.
La metí en el congelador mientras explicaba a Rosie que había investigado diferentes métodos de ejecución de langostas y que el del congelador se consideraba el más humano. Le facilité un sitio web como referencia.
Mientras la langosta moría, ella siguió husmeando. Abrió la despensa y pareció impresionada por el nivel de organización: un estante para cada día de la semana, más espacios de almacenamiento para los recursos comunes, alcohol, desayuno, etcétera, así como un inventario de las existencias en el dorso de la puerta.
—¿Quieres venirte un día a ordenar mi casa?
—¿Quieres poner en práctica el Sistema Estandarizado de Comidas? —Pese a sus numerosas ventajas, casi todo el mundo lo consideraba raro.
—Me bastará con que organices mi nevera. Supongo que querrás los ingredientes del martes.
Respondí que, puesto que era martes, no hacía falta suposición alguna.
Me tendió las láminas de nori y las virutas de bonito. Solicité el aceite de macadamia, la sal marina y el molinillo de pimienta de la zona de recursos comunes.
—Vino de arroz chino —añadí—, ubicado en la sección «alcohol».
—Cómo no —comentó Rosie. Me pasó el vino y luego se puso a estudiar las otras botellas de la sección. Compro el vino en medias botellas—. Así que preparas la misma cena todos los martes, ¿verdad?
—Correcto.
Enumeré las ocho ventajas principales del Sistema Estandarizado de Comidas.
- No es necesario acumular libros de recetas.
- Lista de la compra estándar; por consiguiente, suma eficacia al ir al mercado.
- Desperdicio casi nulo: nada hay en la nevera o la despensa a menos que lo requiera alguna de las recetas.
- Dieta nutritivamente equilibrada y planificada de antemano.
- No se pierde tiempo pensando qué cocinar.
- No se producen errores ni sorpresas desagradables.
- Comida excelente, superior a la de la mayoría de los restaurantes, a un precio muy inferior (véase punto 3).
- Requiere una carga cognitiva mínima.
—¿Carga cognitiva?
—Los procedimientos para cocinar se hallan en mi cerebelo; apenas requieren un esfuerzo consciente.
—Como montar en bici.
—Correcto.
—¿Puedes cocinar la langosta sin pensar?
—Ensalada de langosta, mango y aguacate con huevas de pez volador bañadas en wasabi, decorada con algas crujientes y puerros fritos. Mi proyecto actual es deshuesar codornices; todavía me exige un esfuerzo consciente.
Rosie reía. Me trajo recuerdos de mis días escolares. Buenos recuerdos.
Mientras yo sacaba de la nevera los ingredientes para el aliño, ella pasó con dos medias botellas de chablis y las metió en el congelador con la langosta.
—Parece que nuestra cena ha dejado de moverse.
—Se requiere un margen suplementario para cerciorarse de la muerte —declaré—. Por desgracia, el Incidente Chaqueta ha alterado el horario de preparación. Habrá que calcular de nuevo todos los tiempos.
Entonces reparé en que tendría que haber metido la langosta en el congelador nada más llegar a casa, pero mi cerebro había estado sobrecargado por los problemas que me creaba la presencia de Rosie. Me dirigí a la pizarra y empecé a reescribir los diferentes tiempos de preparación. Rosie examinaba los ingredientes.
—¿Ibas a comerte todo eso solo?
No había revisado el Sistema Estandarizado de Comidas desde la marcha de Daphne, y ahora los martes me tomaba la ensalada de langosta yo solo, eliminando el vino para compensar la ingesta adicional de calorías.
—La cantidad es suficiente para dos. Las proporciones de la receta no pueden reducirse; adquirir una fracción de langosta viva es inviable.
Dije la última frase medio en broma y Rosie reaccionó riendo. Experimenté otro momento inesperado de bienestar mientras seguía calculando los nuevos tiempos de preparación.
—Si siguieras tu horario habitual, ¿ahora qué hora sería? —volvió a interrumpirme.
—Las dieciocho horas y treinta y ocho minutos.
El reloj del horno marcaba las 21.09. Rosie localizó los controles y empezó a ajustar la hora. Comprendí lo que hacía: era una solución perfecta. Cuando terminó, el reloj marcaba las 18.38. No hacía falta calcular nada. La felicité por su idea.
—Has creado una nueva zona horaria. La cena estará lista a las 20.55, hora Rosie.
—Es que las mates no molan.
Su observación me dio la oportunidad de plantear otra pregunta del Proyecto Esposa.
—¿Las matemáticas te resultan difíciles?
Se echó a reír.
—Son la parte más complicada de lo que hago. Me vuelven loca.
Si la simple aritmética de las cuentas de un bar la superaban, era difícil imaginar cómo íbamos a tener discusiones profundas.
—¿Dónde escondes el sacacorchos? —me preguntó.
—El vino no está programado para el martes.
—Al cuerno.
Subyacía cierta lógica en su respuesta. Al fin y al cabo, yo iba a comer únicamente una ración de la cena. Era el último paso en el abandono del programa nocturno.
Anuncié el cambio.
—El tiempo ha sido redefinido. Las reglas previas han dejado de resultar aplicables. Por consiguiente, declaro obligatorio el consumo de alcohol en la Zona Horaria Rosie.