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—Te la mandé por una corazonada —dijo Gene al día siguiente, cuando lo desperté de una siesta no programada que hacía bajo su escritorio.

Gene tenía un aspecto espantoso y le advertí que no debía trasnochar tanto, aunque por una vez yo había cometido el mismo error. Era importante que almorzase a la hora correcta para recuperar el ritmo circadiano. Se había traído comida de casa y nos dirigimos a una zona verde del campus. De camino, en el bar japonés me procuré una ensalada de algas, sopa de miso y una manzana.

Hacía muy buen tiempo. Por desgracia, eso implicaba que había, sentadas sobre la hierba o paseando, varias mujeres con ropas sucintas que distraían a Gene. Gene tiene cincuenta y seis años, información que supuestamente no debo revelar. A esa edad su testosterona debería haber bajado a un nivel en que sus impulsos sexuales se viesen reducidos de forma significativa. Tengo la teoría de que la elevada atención que dedica al sexo es consecuencia de un hábito mental, pero la psicología humana es muy variada y quizá él sea una excepción.

A la inversa, creo que Gene opina que tengo una libido anormalmente baja. No es verdad; lo que ocurre es que no estoy tan dotado como él para expresarla de un modo socialmente adecuado. Mis intentos ocasionales de imitarlo han provocado fracasos estrepitosos.

Encontramos un banco donde sentarnos y Gene empezó su explicación.

—Es alguien que conozco —dijo.

—¿Sin cuestionario?

—Sin cuestionario.

Eso explicaba lo de fumar. En realidad, lo explicaba todo. Gene había vuelto a la ineficaz práctica de recomendarme a conocidas suyas para las citas. Mi expresión debió de traslucir la irritación que sentía.

—Pierdes el tiempo con el cuestionario. Sería mejor que les midieras los lóbulos de las orejas.

La atracción sexual es la especialidad de Gene.

—¿Hay una correlación? —pregunté.

—Las personas con lóbulos largos tienden a elegir parejas de lóbulos largos. Es mejor indicador que el cociente intelectual.

Era increíble, pero muchas conductas desarrolladas en nuestro hábitat ancestral parecen increíbles observadas en el contexto del mundo moderno. La evolución no ha seguido el ritmo de los tiempos. Pero… ¡los lóbulos! ¿Podía haber una base más irracional para una relación? No me extraña que los matrimonios fracasen.

—Y dime, ¿te lo pasaste bien? —preguntó Gene.

Respondí que su pregunta era irrelevante: mi objetivo consistía en encontrar pareja y Rosie resultaba del todo inadecuada. Por su culpa había desperdiciado una noche.

—Pero ¿te lo pasaste bien? —repitió.

¿Esperaba una respuesta diferente a la misma pregunta? La verdad es que no le había dado una respuesta propiamente dicha, pero tenía una buena razón: no había tenido tiempo de reflexionar sobre la velada y decidir la réplica adecuada. «Pasarlo bien» me parecía simplificar en exceso una experiencia muy compleja.

Presenté a Gene un resumen de los hechos. Cuando estaba narrando la parte de la cena en el balcón, me interrumpió.

—Si vuelves a verla…

—No hay ninguna razón para volver a verla.

—Si vuelves a verla —insistió—, es mejor que no menciones el Proyecto Esposa, ya que ella no da la talla.

Pasando por alto el supuesto erróneo de que vería a Rosie de nuevo, me pareció un buen consejo.

Precisamente entonces la conversación dio un giro radical y no pude averiguar de qué conocía a Rosie. La razón del cambio fue el sándwich de Gene. Dio un mordisco, aulló y me arrebató la botella de agua.

—¡Mierda, mierda y mierda! Claudia me ha metido guindillas en el sándwich.

Era difícil imaginar a Claudia cometiendo semejante error, pero ahora lo prioritario era apagar el incendio. Las guindillas son insolubles en agua, por lo que beber de mi botella no resultaba eficaz. Le recomendé que buscase aceite. Nos encaminamos al bar japonés y no pudimos seguir hablando de Rosie. Sin embargo, ya contaba con la información básica que necesitaba: Gene había seleccionado a una mujer ajena al cuestionario. Verla de nuevo entraba en absoluta contradicción con la lógica del Proyecto Esposa.

Mientras pedaleaba de vuelta a casa, lo reconsideré. Se me ocurrían tres razones que justificaban volver a verla:

  1. Un buen diseño experimental requiere el empleo de un grupo de control. Sería interesante usar a Rosie como referencia y compararla con mujeres seleccionadas por el cuestionario.
  2. Hasta el momento, el cuestionario no había producido resultado favorable alguno. Entretanto podía interactuar con Rosie.
  3. Como genetista con acceso a análisis de ADN y conocimientos para interpretarlos, era capaz de ayudar a Rosie a encontrar a su padre biológico.

Las razones 1 y 2 eran inválidas. Estaba claro que Rosie no era adecuada como compañera de por vida y carecía de sentido interactuar con alguien tan claramente inadecuado. Sin embargo, la razón 3 merecía cierta consideración. Utilizar mis conocimientos para ayudarla en su búsqueda de datos importantes encajaba con mi meta vital. Podía ayudarla durante el tiempo reservado al Proyecto Esposa hasta que apareciese una candidata adecuada.

Para seguir adelante tenía que restablecer el contacto con Rosie. No quería decirle a Gene que planeaba volver a verla tras haber asegurado que las probabilidades de que lo hiciera eran cero. Afortunadamente, recordaba el nombre del bar donde trabajaba: Marquess of Queensbury.

Sólo había un bar con ese nombre, situado en el callejón de un barrio cercano de las afueras. Ya había modificado la programación del día cancelando la compra en el mercado para recuperar el sueño perdido; adquiriría comida preparada. A veces se me acusa de inflexible, pero creo que esto demuestra mi capacidad de adaptación incluso a las más extrañas circunstancias.

Al llegar a las 19.04, descubrí que el local no abría hasta las 21.00. ¡Increíble! No me extraña que la gente cometa errores en el trabajo. ¿Estaría el bar lleno de cirujanos y controladores aéreos que bebían hasta pasada la medianoche y al día siguiente iban a trabajar?

Cené en un restaurante indio cercano. Para cuando acabé con el banquete y volví al bar eran las 21.27. Había un guardia de seguridad en la puerta y me preparé para una repetición de la noche anterior. El guardia me observó detenidamente y luego preguntó:

—¿Sabes qué clase de sitio es éste?

Estoy bastante familiarizado con los bares, quizá más que la mayoría de la gente. Cuando viajo para impartir conferencias suelo buscar un bar agradable cerca del hotel y comer y beber allí todas las noches. Le respondí afirmativamente y entré.

Me pregunté si estaba en el lugar correcto. La característica más evidente de Rosie es que era mujer y todos los clientes del Marquess of Queensbury eran, sin excepción, hombres. Muchos vestían ropa inusitada y tardé unos minutos en analizar toda la variedad. Dos hombres repararon en que los miraba; uno me dirigió una amplia sonrisa y me saludó con un gesto. Yo también le sonreí. Parecía un establecimiento de lo más cordial.

Pero estaba allí para encontrar a Rosie. Me dirigí a la barra. Los dos hombres me siguieron y se me sentaron cada uno a un lado. El que iba bien afeitado llevaba una camiseta con las mangas cortadas y era evidente que pasaba mucho tiempo en el gimnasio, aunque los esteroides también ayudaban. El del bigote vestía de cuero y llevaba una gorra negra.

—Nunca te había visto por aquí —dijo Gorra Negra.

La explicación era sencilla:

—Es que nunca había estado aquí.

—¿Puedo invitarte a una copa?

—¿Quieres invitarme a una copa? —No era una propuesta habitual en un desconocido y supuse que esperaba que le correspondiese de un modo u otro.

—Creo que eso he dicho. ¿Qué te apetece tomar?

Le dije que el sabor no importaba, siempre que tuviese alcohol. Como en casi todas las situaciones sociales, ya estaba nervioso.

Entonces Rosie apareció por el otro extremo de la barra, vestida convencionalmente para su papel con una camisa negra. Sentí un gran alivio. No me había equivocado de sitio y ella trabajaba esa noche. Gorra Negra le hizo una seña. Pidió tres Budweisers. Luego Rosie me vio.

—Hola, Don.

—Saludos cordiales.

—¿Estáis juntos? —preguntó Rosie, mirándonos.

—Dame unos minutos —aseguró el Hombre Esteroide.

—Me parece que Don ha venido a verme a mí —repuso ella.

—Correcto.

—Bueno, perdona que hayamos interrumpido tu vida social pidiendo unas copas —dijo Gorra Negra a Rosie.

—Puedes utilizar el ADN —dije entonces.

Rosie no me entendió, debido a la falta de contexto.

—¿Qué?

—Para identificar a tu padre. El ADN es el método obvio.

—Claro. Obvio. «Por favor, envíeme su ADN para que pueda ver si es usted mi padre». Déjalo, sólo hablaba por hablar.

—Puedes tomar una muestra. —No sabía cómo respondería Rosie a la siguiente parte de mi sugerencia—: Sin que se dé cuenta.

Guardó silencio. Al menos estaba considerando la idea. O quizá se preguntaba si debía denunciarme. Su respuesta apoyó la primera posibilidad.

—¿Y quién lo analizará?

—Soy genetista.

—¿Estás diciendo que si consigo una muestra la analizarás para mí?

—¿Cuántas muestras habrá que analizar?

—Seguramente sólo una. Intuyo quién es. Un amigo de la familia.

El Hombre Esteroide tosió sonoramente y Rosie sacó dos cervezas de la nevera. Gorra Negra dejó un billete de veinte dólares en la barra, pero ella se lo devolvió y les indicó que se fueran.

Probé con el truco de la tos. Esta vez Rosie tardó un poco en interpretar el mensaje, pero luego me sirvió una cerveza.

—¿Qué necesitas para analizar el ADN?

Expliqué que en circustancias normales usaría un frotis del interior de la mejilla, pero no era muy práctico llevarlo a cabo sin el consentimiento del sujeto.

—La sangre es excelente, pero también una muestra de piel, moco, orina…

—Paso.

—Materia fecal, semen…

—La cosa mejora. Puedo tirarme a un sesentón amigo de la familia con la esperanza de que resulte ser mi padre.

Aquello me conmocionó.

—¿Tendrías relaciones sexuales…?

Rosie explicó que bromeaba. ¡Con un asunto tan serio! El bar estaba llenándose y las toses se multiplicaban. Un método de lo más eficaz para propagar enfermedades. Rosie anotó un número de teléfono en un papel.

—Llámame.