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A LAS 11 de la noche, las caras serias e incluso un poco innobles de dos policías secretos asomaron en el curato anunciando que tenían órdenes de llevarme ante el Procurador del Estado.
—No, señor cura —dijo con vehemencia el padre Suárez—, usted no debe ir solo. Ha llegado la hora de las represalias y no sería remoto que lo acusaran de haber incitado a los feligreses. He oído algunos rumores en ese sentido.
—Iremos todos juntos —propuso el padre Villaverde.
—Yo iré solo y ustedes se van a la cama. La presencia del curato en masa daría la impresión de que se ha enjuiciado al poder eclesiástico y eso es inadmisible.
—De cualquier modo pensarán lo mismo —insistió el padre Villaverde.
—Yo soy el cura, el responsable de la feligresía y debo ir solo, tanto más que en cierto modo me siento responsable de lo ocurrido en Tajimaroa.
—Se trata de un escrúpulo excesivo. Usted ha salvado la vida de los familiares y de los pistoleros de don Ulises.
Salí al claustro, donde aguardaban los policías:
—Vamos —les dije poniéndome el sombrero—. Estoy a sus órdenes.
Frente al palacio quedaba alguna gente. Los bomberos, venidos de México y de Morelia, apagaban los restos del incendio y las llamas trazaban arabescos de oro en el agua derramada con profusión. Soldados armados con bayonetas y policías secretos, conducían a los vecinos —abundaron como era de esperarse los delatores— y la gente lanzaba exclamaciones indignadas.
En la oficina del alcalde estaba el Procurador tomando declaraciones a los detenidos. Hombre no mayor de cuarenta años, alto y grueso, su rostro insulso carecería de rasgos definidos si la seguridad que demostraba no se hubiera acentuado en él dándole un aire de ridícula suficiencia. Se veía con un gesto maquinal las manos grasas de uñas bien manicuradas y de tarde en tarde una de sus secretarias le ofrecía un cigarrillo americano. Lo fumaba complacido arrojando pequeños círculos de humo que se deshacían lentamente en la cargada atmósfera de la oficina.
La historia del Procurador —que yo me permito sintetizar para Su Ilustrísima— no difería de la historia de esas docenas de abogados carentes de bufete y de negocios, cuya vida profesional se inicia intrigando en los cafés de Morelia con la esperanza de hacer una carrera política.
Durante su juventud, como el gobierno en turno era revolucionario y aun socialista, se creyó en el deber de estudiar marxismo y hablaba sin cesar de la lucha de clases y del triunfo del proletariado que juzgaba inminente. Más tarde, debido a la circunstancia fatal de que los gobiernos se inclinaran ostensiblemente a la derecha, nuestro joven no sólo quemó los libros nefandos en el patio de su casa rodeado del mayor de los sigilos, sino que se transformó en un partidario del orden, del principio de autoridad y de los métodos policiacos.
No abrazó, debemos decirlo en su honor, la nueva doctrina de una manera superficial. Ahora creía, y lo afirmaba enérgicamente, que el gobierno seguía siendo un gobierno revolucionario, un gobierno democrático que basaba sus menores actos en la Constitución, y para respaldar estas afirmaciones, sacrificaba parte de su tiempo en estudiar las leyes electorales con el objeto de justificar, guardando las apariencias de legalidad, la imposición de los candidatos oficiales, o de hallar en la Constitución y en los códigos artículos capaces de reprimir las huelgas o de encarcelar a los rebeldes sin entrar en conflicto con sus convicciones revolucionarias.
Al entrar en la alcaldía, el Procurador interrogaba a uno de mis feligreses y fingió no advertir mi presencia. Las preguntas de rigor registraban unos hechos que no bastaban a fijar la vigorosa personalidad de aquel hombre: 45 años de edad, mujer, cinco hijos. No fumaba mariguana —«Me ofende esa pregunta, señor Procurador»—, ni bebía alcohol —«Bueno, alcohol no bebo, sólo tequila o cerveza y eso de tarde en tarde»—, ganaba seis pesos diarios y se decía comerciante, un título honorable con el que disfrazaba su condición de vendedor de sandías o para ser más exacto, de vendedor de rebanadas de sandía en la plaza de Tajimaroa.
Había terminado de vender sus rebanadas y ya se disponía a marcharse cuando un hombre desconocido se le acercó diciéndole: «¿Qué haces aquí? ¿No sabes que tu tío ha sido muerto por los pistoleros de don Ulises?»
—Ah, señor Procurador, le juro a usted que lo vi todo rojo y tomando mi cuchillo salí corriendo a la casa del cacique.
—Le ruego —dijo el procurador interrumpiendo su relato— que no se exprese de esa manera de don Ulises Roca.
—Tan era cacique, como usted es Procurador y hay Dios en los cielos.
—Bien, ahórrese comentarios y prosiga su declaración —añadió el Procurador sumiéndose en la contemplación de sus uñas.
—Ya en la casa el señor cura me quitó el cuchillo. ¿No es verdad señor cura que usted me arrebató el cuchillo?
—Es verdad —contesté.
—Adentro, las balas rebotaban como granizo y me entró miedo.
—Ah —exclamó el procurador—, tuvo usted miedo.
—No por mí, sino por mis hijos que podían quedarse huérfanos.
Se enjugó el sudor con el dorso de la mano y continuó:
—Salí arrastrándome y me fui a la casa de mi tío. Estaba muy grave, casi agonizando, y allí estuve, sin despegarme de la cabecera, hasta las ocho de la noche que me dirigí al ayuntamiento para rezar un rosario por el alma de don Ulises.
Sólo entonces el procurador pareció darse cuenta de mi presencia. Abandonó la mesa y alzando las manos para acentuar su aire escandalizado se dirigió a mí:
—Es asombroso, señor cura, lo más asombroso que he oído nunca. Primero quería matar a don Ulises y después le reza un rosario a su cadáver. No cabe duda que se trata de un hombre piadoso.
—¿Puedo retirarme? —preguntó el vendedor de sandías.
—De ningún modo, amigo mío, usted permanecerá detenido.
Hizo una pausa mientras los soldados se llevaban al abatido comerciante y se sentó a mi lado.
—Perdone que lo haya molestado haciéndolo venir, pero deseaba conocer su opinión sobre este drama.
—Mi opinión es que el pueblo entero se amotinó dando muerte a don Ulises.
—En realidad —se rectificó haciendo un gesto de desagrado—, más que su opinión, lo que solicito es su ayuda. ¿Podría darnos una pista, un indicio que nos permitiera descubrir al autor del asesinato? Usted se hallaba entre los que disparaban contra la casa.
—Estaba allí todo el pueblo.
—Este pueblo, señor cura, o estos feligreses suyos, son temibles, temibles y peligrosos.
—No son peores o mejores que otros feligreses de la diócesis, señor procurador.
—Sí, éstos son peores. El hecho de pertenecer a una región volcánica los hace explosivos y crueles. Hay antecedentes de su crueldad, de su furia homicida.
—Es imposible condenar a un pueblo en su conjunto.
—No es ésta mi intención. Las prisiones de Michoacán resultarían insuficientes para encarcelar a todos sus feligreses.
—En ese caso, debe usted perdonarlos a todos. También hay antecedentes de reyes y de príncipes que se han inclinado ante la justicia de sus pueblos.
—La ley no tiene nada que ver con la literatura. Usted olvida, señor cura, que soy el representante de la sociedad en general y en este caso particular de una sociedad agraviada. Mi deber consiste en velar porque se respete el principio de autoridad, porque se haga justicia y en la imposibilidad de encarcelar al pueblo entero he de limitarme a establecer la existencia de delitos suficientemente probados. Sobre los culpables caerá todo el peso de la ley.
—Ellos, como ese pobre vendedor de sandías, resultan los menos culpables.
—Cierto, le concedo la razón. Se trata de un castigo meramente simbólico y ejemplar, porque si no los castigamos ahora mañana tomarían a sangre y fuego el palacio del gobernador.
—Es tarde —le dije deseoso de poner fin a la entrevista— y debo retirarme.
—Nadie lo detiene a usted —se apresuró a decir con un tono en el que se advertía un ligero despecho—. Más adelante, si nos hace falta una declaración formal, yo lo mandaré citar judicialmente. Mientras tanto, queda usted libre a condición de no salir del Estado.
—Buenas noches, señor procurador.
—Buenas noches, señor cura —dijo levantándose y volviendo a su mesa sin tenderme la mano.