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A LOS cinco minutos de haberse retirado de la sacristía, uno de los familiares me tocó el brazo diciéndome:

—Monseñor lo aguarda en la sala capitular.

Al fondo de esta venerable y bien conocida sala donde cuelgan los retratos de los arzobispos difuntos estaba Su Ilustrísima sentándose a la mesa en la que se había dispuesto el desayuno.

—Y bien —dijo con su áspera voz en la que vibraba la vieja nota de una jovialidad irónica— ¿qué me dice este sacerdote conspirador?

Su recibimiento —he de serle cabalmente sincero— lo sentí como un golpe.

—Su Ilustrísima —respondí turbado—: yo no soy un conspirador —y de una manera irreflexiva añadí—: Mis enemigos…

Me interrumpió con viveza:

—¡Usted mismo no sabe cuántos son sus enemigos!

Mis ojos se detuvieron en la mesa y sin poder evitarlo, la saliva me afluyó a la boca. Sobre la bandeja de plata repujada, descansaba un vaso con jugo de naranja, una taza de chocolate y una cestilla colmada de hojaldres que asomaban entre los picos artísticamente doblados de la servilleta.

Su Ilustrísima no deseó pasar inadvertida esta debilidad de mi carácter —nunca he podido dominarla a pesar de mis esfuerzos— y preguntó acentuando su burlona jovialidad:

—¿Acaso no se ha desayunado?

—Oh sí, Monseñor —me apresuré a contestar tragándome la saliva.

Su Ilustrísima terminó de beber el jugo y dando pruebas de su privilegiada memoria, retomó el hilo de la inquisición:

—Voy a decirle cuántos son sus enemigos, ya que usted los ha mencionado. En primer lugar tiene a los parientes de las víctimas, o para hablar con mayor claridad, de los asesinados.

—No lo entiendo, Monseñor. Yo hice lo indecible por salvarles la vida.

—Hablan de que usted azuzó al pueblo en contra suya.

—Ésa es una calumnia.

—En todo caso, no pudo o no quiso protegerlos adecuadamente, como era su deber.

—Estaba solo frente a diez mil hombres enloquecidos.

Titubeó un momento, con la taza de chocolate en la mano, y dijo antes de llevársela a los labios:

—Quiero recordarle, padre, que esos diez mil hombres enloquecidos son sus feligreses. Una parte del rebaño que yo le he confiado.

No hallé la respuesta adecuada y guardé silencio. Su Ilustrísima se volvió en el sillón y miró de reojo, intensa y temerosamente, el hueco de pared desnuda que se abre al lado del último arzobispo. Quizá miró casualmente ese hueco y yo imaginé que lo hacía atraído por el pequeño abismo donde según las reglas deberán colgar su retrato después de muerto. El hueco en cuestión era el único de la gran sala, y entre los retratos de los cuarenta prelados antecesores suyos que se extendían a lo largo de los muros, se destacaba ostensiblemente, como el espacio vacío que deja un diente en una hermosa boca, y este hueco llamaba más la atención que los óleos restantes donde los viejos arzobispos, ataviados suntuosamente y con la mano apoyada en la mesa invadida por sus mitras, formaban una cadena de sombras a la que faltaba un eslabón, y ese eslabón era usted mismo, el único vivo —lo veía mover los músculos bajo la piel de las afeitadas mejillas—, el que parecía centrar la vida ausente de los otros, si bien Su Ilustrísima fuera un emplazado, un condenado a muerte por ese hueco de pared que tan imperiosa, tan ávidamente exigía su presencia.