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PERDÓNEME. Perdone mi incoherencia, mi insensatez, mis reiteradas divagaciones. Al escribir este relato que Su Ilustrísima ha de tomar como la confesión general del último de sus párrocos, me he prometido no ocultarle nada y revelarle mis pensamientos por absurdos que parezcan.

Debo haber palidecido —sentía en efecto desvanecerme—, porque súbitamente dulcificó el tono de su voz y me habló con afecto:

—Siéntese. Está fatigado.

Me rehice un poco y traté de concentrarme:

—Comprendo sus escrúpulos, Monseñor. No es usual que un cura se vea comprometido en una historia de violencia y de sangre.

—Usted no hizo mucho por detener el mal. Es más, tengo razones para creer que usted en secreto lo fomentaba.

—Había llegado el día de la ira y yo fui barrido, con los otros, seguramente debido a mis pecados.

—Entendámonos, señor cura —respondió Su Ilustrísima dejando traslucir una leve irritación—. No me agrada que mis sacerdotes se erijan en profetas. Los tiempos han cambiado… Sus profecías rebasaron el ámbito del Antiguo Testamento para caer en la jurisdicción de la policía.

—El Señor es el mismo siempre —me atreví a decir casi de un modo imperceptible.

—Usted emplea un lenguaje con el cual no lograremos entendernos. No lo hago responsable de los hechos ocurridos en Tajimaroa. Lo acuso, sí, lo acuso de cierta complacencia, de un fatalismo inadmisible y ese es también el criterio de las autoridades. Estoy tratando de ayudarlo, de salvarlo en última instancia de la cárcel, y usted me sale con que había llegado el día de la ira y que fue barrido a causa de sus pecados.

—No me condene, Su Ilustrísima, antes de haberme escuchado. Hoy no estoy en condiciones de defenderme.

—Es poco lo que deseo añadir. Hay parroquias difíciles, de hombres rebeldes y apartados de la Iglesia, pero esa no es su parroquia. Dígame, ¿no son dóciles sus feligreses?

—Sí, son dóciles, Monseñor.

—¿No lo obedecen? ¿No respetan su investidura?

—Son obedientes y respetuosos en demasía.

—Una pregunta más. ¿No tiene usted poder sobre ellos?

—Mi poder es limitado, como todos los poderes.

—Bien. Ponga atención en lo que voy a decirle. He releído ayer, cuidadosamente, los informes que nos han dejado sus dos antecesores en el curato. Comprenden más de veinte años y los dos están de acuerdo con usted. Pero hay una diferencia. En esos veinte años no ocurrió un solo hecho lamentable, un solo caso de rebeldía que no hubieran logrado deshacer a tiempo. Los dos supieron mantener su dominio sobre los feligreses y cuando uno de ellos murió, usted debe saberlo, el pueblo entero sintió que había muerto su padre y su pastor y concurrió llorando a los funerales. El otro cura, elevado a la dignidad de Abad, hace tres años, todavía es recordado en Tajimaroa y la gente emprende largos viajes con tal de recibir sus consejos y sus bendiciones. En cuanto a usted…

Un familiar se acercó diciéndole al oído:

—Es la hora de las confirmaciones, Monseñor. La gente aguarda hace más de media hora.

—Se ha hecho tarde —afirmó Su Ilustrísima levantándose la manga de encaje del roquete y mirando el reloj—, pero termino en cinco minutos. Sólo cinco minutos. En cuanto a usted —siguió imperturbable la frase—, debo hacerle notar que no ha hecho honor al ejemplo de sus antecesores. El pueblo se queja de usted, como se quejan los familiares de las víctimas, y las autoridades, aunque por otras razones. Estas razones, si bien lo benefician de cierta manera, no alteran el hecho lamentable de que hay una unanimidad en su contra, de que todos se han convertido en sus enemigos. ¡Dígame, dígame pronto —exclamó golpeando el suelo con su sandalia bordada— lo que tenga que exponer en su descargo!

—Monseñor, la historia es larga y complicada y llevaría mucho tiempo…

—No más de cinco minutos.

—Es imposible, pero una cosa deseo rogarle nuevamente: no me juzgue sin haberme escuchado.

—¿Qué propone usted? ¿Una conversación prolongada?

—Permítame rendirle un informe pormenorizado de los sucesos. Un informe escrito.

Su rostro se suavizó y palmeándome el hombro, como lo hacía en el seminario, después de la reprimenda habitual, concluyó:

—Está bien. Regrese usted a Tajimaroa y escríbame pronto. Quiero la verdad, únicamente la verdad, y no olvide que de ese relato depende su absolución o su condenación.

Caí de rodillas y besé el anillo pastoral. Al levantarme y sacudir el polvo de mis pantalones ya había Su Ilustrísima desaparecido entre las cruces, los mantos de Santiago y del Santo Sepulcro, los uniformes y las plumas que flotaban marchitas en los tricornios de los ancianos caballeros.