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LE CONFIESO a Su Ilustrísima que no sentía miedo. Era otra cosa peor: la certidumbre de que el Señor me había arrebatado el poder y que el milagro operado hacía pocos minutos no volvería a repetirse. «Va a llegar la lucha —me decía—, la lucha física, los golpes, las caídas, la profanación, el envilecimiento.» Avanzaban. Avanzaban con los rostros espectrales cubiertos de polvo y los ojos relampagueantes. Un rollizo artesano de pelo crespo me tomó del hombro:

—Apártese, señor cura.

—No pasarás —le grité rechazándolo—. Estos hombres son sagrados. ¿Lo oyes? Son sagrados.

Diez manos se apoderaron de mi sotana arrastrándome lejos de la puerta. Inesperadamente, el padre Suárez se interpuso, y empleando una energía de la que yo no le hubiera creído capaz, hizo retroceder a los atacantes.

Lo miré con gratitud:

—Padre —le dije—, ha venido usted en un momento oportuno.

Su mano; sin vendar, sangraba todavía. Los cabellos rizados se le pegaban a la frente y una fuerza extraña se desprendía de su correoso y delgado cuerpo.

Los hombres habían retrocedido hasta la barda. Un joven gritó:

—Don Ulises nos acusaba de ser un pueblo de gallinas. Ha llegado la hora de demostrar lo contrario, de terminar con ese nido de víboras.

—Ven si te atreves —estalló el padre Suárez dirigiéndose al joven—, pero tú solo.

—Quítate la sotana —respondió el joven dando un paso adelante— y pelea como los hombres.

El padre se quitó la sotana y, antes que yo pudiera impedírselo, derribó al joven de un seco golpe en la quijada.

Sus ideas acerca de los sacerdotes deben haberse modificado. El padre Suárez, en lugar de ofrecer ambas mejillas, ponía a su enemigo fuera de combate con un golpe que hubiera enorgullecido a su maestro de gimnasia en el seminario y ante mi sorpresa, el empleo de la violencia, los apaciguó, lejos de enardecerlos.