27

ESTABA sentado en el escritorio, cerca de una ventana, bañado por la fuerte luz amarilla del mediodía. Su figura vigorosa parecía hecha de un macizo bloque de madera rudamente desvastado. El cuello corto y sanguíneo soportaba una cabeza redonda, de pelo grisáceo; sus pequeños ojos miraban de frente, con dureza, bajo las cejas espesas; el pecho levantaba la camisa de lana y se veía más ancho de lo que era en realidad a causa de la desproporción que existía entre la amplitud del hercúleo torso y la pequeñez de las piernas corvadas por la costumbre de montar a caballo.

A pesar de sus 63 años, la piel bien afeitada de la cara no mostraba excesivas arrugas. Se movía pesada y seguramente, como un jefe acostumbrado a mandar y a ser obedecido sin réplica, y hablaba de prisa —había nacido en Veracruz—, sin acento costeño, con una voz ronca y agradable que dulcificaba la dureza de sus ojos.

Al verme en la puerta, se levantó y me ofreció una silla.

—Siéntese, señor cura, y dígame en qué puedo servirlo.

—Don Ulises, me hace falta madera para techar la escuela de San Bartolo y pensé que usted podría hacerme ese regalo.

—Cuente usted con ella. Uno de mis camiones la llevará mañana a San Bartolo.

Sobre el escritorio descansaba una ametralladora, dos o tres cargadores, una aceitera y estopa —cuando yo entré se ocupaba en limpiarla—, y en la pared se alineaban rifles y escopetas de caza.

—Me sorprende usted con las manos en la masa —exclamó—. Estará usted pensando, el cacique prepara un nuevo asalto ¿no es así?

—Don Ulises, ¿para qué quiere usted las armas?

—No podría vivir sin ellas. Son mi «hobby» como dicen los americanos.

—Es un «hobby» mortal, don Ulises.

—Según se vea. Hace muchos años, por qué no decírselo, la pobreza me obligó a salir de Veracruz y a buscar mi vida en otra parte.

Se acercó a la ventana y miró largamente el paisaje:

—Pasé por aquí, y me gustaron esos montes, esos pinares verdes, esos claros donde pasta el ganado. ¿Es usted de Zinapécuaro? —agregó volviéndose.

—Soy de Zinapécuaro y comprendo muy bien su fascinación por esas montañas.

—¿Fascinación? —se preguntó a sí mismo—. Ésa es la palabra justa que buscaba. Me fascinaron los montes. Tenía una hacha comprada de segunda mano y me hice leñador. Mire usted mis brazos, señor cura —se arremangó la camisa de lana mostrándome sus brazos musculosos cruzados de venas salientes—, con ellos derribé millares de pinos. Trabajaba como un loco y ¿sabe usted para quién trabajaba? Para los que tenían ametralladoras y pistoleros y compraban los bosques a los indios por una miseria y pagaban a sus hacheros salarios de hambre. Aprendí pronto la lección, señor cura. Compré una ametralladora, me rebelé contra los bribones y entonces me respetaron. En México, a un hombre sin pistola se le desprecia —concluyó pensativo al mismo tiempo que extendía sus manos pecosas (en la izquierda abultaba el muñón del dedo índice mutilado desde su época de leñador) como si buscara la protección de la ametralladora.

—Aquéllos, don Ulises, y perdóneme que le hable con la misma franqueza, eran otros tiempos. Nadie sufre hoy el verse sometido por la fuerza y menos por la fuerza de las armas.

Dejó de reír y su cara se endureció:

—Explíquese claramente, señor cura; no sé si se trata de una indirecta o de un sermón.

—Con usted no valen los sermones ni las indirectas. Es una advertencia. El pueblo principia a cansarse de usted y de sus pistoleros.

—¿Qué pistoleros?

—El Presidente Municipal, el Secretario, el Comandante de Policía, los regidores…

—Me parece que usted sufre una confusión. Una cosa son las autoridades municipales y otra lo que llama usted mis pistoleros.

—Don Ulises, olvidemos este juego de ironías innecesarias. Como cura de Tajimaroa he venido a decirle que el pueblo lo odia y que este odio puede resultarle peligroso.

—¿Por qué me odia? Yo soy respetuoso con todos.

—Lo odia porque usted impone desde hace treinta años a las autoridades.

—Señor cura —estalló dando un manotazo en el escritorio—, no meta usted las narices en la política como yo no las meto en su parroquia. A usted le calientan la cabeza los despechados.

—No es mi actividad la política. Sólo vengo a advertirle la existencia de un peligro real, de un descontento creciente que no debe desdeñarse.

Su cólera desapareció adoptando un tono conciliador.

—Sin ambages, dígame usted, señor cura, ¿qué es lo que quiere la gente?

—Quiere libertad… Es decir, algo que nunca ha tenido.

—Ya salió la palabra que esperaba oír desde el principio. La ¡libertad! No, señor cura, perdóneme que se lo diga, usted no conoce a sus feligreses. Son demasiado estúpidos, demasiado serviles para comprender lo que significa la libertad y para saber aprovecharla. Los mexicanos le tenemos miedo a la libertad.

Hablaba con firmeza y daba la impresión de que el tema le fuera familiar. Sus palabras me llenaban de asombro. Aquel hombre apoyado en la ametralladora, hablaba como el Gran Inquisidor de Sevilla, tal vez sin haber leído el poema de Dimitri Karamazov.

—¿Qué harían sus feligreses si yo abandonara Tajimaroa, si estuvieran en libertad de nombrar a sus propias autoridades? —preguntó exaltándose a medida que hablaba—. Escogerían al peor explotador, al más ambicioso, al más reaccionario y terminarían por desear mi vuelta y por atribuirme cualidades de que carezco. ¿Lo duda usted? Le pondré un ejemplo. Tuvimos a un déspota, a un tirano que gobernó el país durante treinta años con mano de hierro: se llamaba Porfirio Díaz. En su dictadura no había libertad de prensa, ni libertad política, ni libertad personal. Los campesinos eran siervos de los señores feudales; el ejército reprimía a tiros las huelgas de los obreros hambrientos. Los periodistas que luchaban contra la dictadura estaban en la cárcel. Un día llegó un hombrecito rico, un hombrecito idealista, mencionó la palabra libertad, esa palabra que a usted le gusta tanto, y con sólo mencionarla derrocó al tirano. Meses después, ese hombrecito que le dio a México su anhelada libertad, principió a ser odiado y escarnecido. Los periodistas, sin el estorbo de la mordaza y sin el peligro de morir asesinados en la cárcel, se burlaban de él cubriéndolo de ridículo; los ambiciosos, ya despojados de sus cadenas, organizaron rebeliones para adueñarse del mando; los campesinos y los obreros se levantaron contra su libertador porque querían pan y no libertad y el hombrecito terminó asesinado. Dos, tres, cinco años después de muerto, el pueblo no se acordaba de su libertador, de su apóstol, y en cambio sentía nostalgia de su verdugo, de aquel viejo infame que sostenía campos de concentración y hacía que se pudrieran en vida los enemigos de su dictadura. Ha pasado medio siglo y siempre que en los cines se proyecta la figura de Porfirio Díaz cubierta de chatarra, la gente se estremece de orgullo y aplaude entusiasmada, porque no desea libertad sino autoridad, no desea democracia sino hombres fuertes a quienes obedecer y reverenciar como lo ha hecho desde los tiempos del Emperador Moctezuma. Entre nosotros la libertad es un sueño o es una pesadilla, pero nunca una realidad.

—Usted se equivoca, don Ulises. México no es una excepción. A semejanza de todos los países, ha luchado heroicamente por la libertad, sólo que nunca ha logrado conquistarla. En la hora del triunfo, sus libertadores se han convertido en sus nuevos opresores y lo han defraudado, de modo que nuestro pueblo es un pueblo que no ha disfrutado una hora de libertad, que se ha sacrificado por ella y se la han escamoteado, se la han robado en una forma o en otra, lo cual no ha hecho sino aumentar su deseo y su hambre de poseerla. Otros pueblos civilizados se han mostrado tan ansiosos de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron de combatir por ella, pero éste no es nuestro caso. Privados de lo que se juzga un bien supremo, la libertad, a los ojos de los que padecen opresión y despotismo, conserva todo su prestigio intacto, toda su magia y toda su esperanza.

—La autoridad necesita la fuerza para existir y consolidarse y todos engañamos a la gente. Usted mismo, señor cura, es mi cómplice a pesar suyo. Usted vive del milagro falso, del misterio, y usted fomenta las supersticiones para mantener al pueblo engañado. ¿Acaso no aceptó la profecía de las tinieblas? ¿Acaso su papel, el papel de la Iglesia mexicana, no ha consistido en aliarse a los poderosos y en predicarles a los oprimidos resignación, ofreciéndoles a cambio de sus miserias terrenales, los goces del paraíso celestial? ¿Por qué usted no predica resignación a sus feligreses para sufrir mi tiranía? ¿Por qué soy un revolucionario? Desde luego no somos perfectos, yo lo reconozco, pero hemos dado la tierra a los campesinos y hemos libertado a los obreros. Mantenemos la paz un poco a la fuerza porque si esta fuerza se quebrantara, téngalo bien presente, nos hundiríamos en el caos y en la más terrible de las anarquías.

—Yo no engaño a nadie ni le pongo a nadie la pistola en el pecho para que cumpla sus deberes de cristiano, don Ulises. Soy un cura de aldea, un cura que ha nacido y que ha compartido la vida de los oprimidos. Estoy en contra de los poderosos, llámense reaccionarios o revolucionarios; creo en los dogmas de mi religión y trato de hacer menos dura la existencia de los pobres y de los que sufren injusticias y vejaciones. Todos somos culpables y todos somos pecadores, yo lo reconozco también humildemente. La gente me busca porque encuentra en la religión un consuelo, porque ella significa una fuerza espiritual, un escape a la injusticia y a la miseria en que siempre ha vivido.

—Antes vivían peor, debe usted confesarlo.

—No pasa medio siglo inútilmente. Al obrero ya no lo explota despiadadamente el patrón, pero lo explota y lo mantiene sujeto el líder revolucionario; al campesino se le ha libertado de su antiguo señor feudal, pero sigue siendo esclavo de su miseria, de su aislamiento y de su ignorancia. Usted, don Ulises, no puede ignorar todo eso, como no puede ignorar las condiciones reales en que vive el pueblo de Tajimaroa.

—Yo le di el agua y la luz eléctrica.

—No soy su enemigo, ni su cómplice, ni su aliado. Soy el cura de Tajimaroa, un sacerdote que penetra, muchas veces con repugnancia, en el secreto de los corazones y por eso he venido a decirle: Don Ulises, corre usted un grave peligro y aún está a tiempo de evitarlo. Despida a sus hombres, renuncie a la ametralladora, convoque a elecciones libres, gánese el cariño y el respeto del pueblo.

—Gracias por su consejo —contestó riéndose forzadamente—. Oye usted a la gente más reaccionaria, a la más despechada y no oye a mis campesinos ni a mis obreros. Si quisiera, en dos horas, tendría aquí a dos mil hombres armados y dispuestos a defenderme. No, señor cura, nuestros métodos son distintos. Yo no creo en los suyos y tampoco trato de modificarlos, usted no cree en los míos y se empeña en darme lecciones de gobierno.

—Siento haberlo molestado —me excusé dando por concluida la entrevista.

—¡Dígales a sus feligreses que Ulises Roca no se irá de Tajimaroa, ni despedirá a sus hombres, ni renunciará a su ametralladora! —gritó encolerizándose nuevamente—. Dígales que no me importa su odio, ni sus habladurías. Hace treinta años me detestan pero vienen a sentarse en esta oficina y a pedirme favores y empleos, y a rogarme que sea el padrino de sus bodas o de sus bautizos y a hablar mal los unos de los otros y a contarme sus historias y sus vergüenzas y a inclinarse delante del cacique al que llaman asesino y ladrón.

Me detuve en la puerta.

—¿Es que nunca llegaremos a entendernos?

—Resulta difícil. Su reino, en todo caso, no es de este mundo. El mío está aquí, en este pueblo, y sé la manera de gobernarlo.

—Nada tengo que añadir.

—Vaya usted con Dios, señor cura. Mañana tendrá sin falta su madera en San Bartolo.

No volví a la casa de don Ulises. Poco después de mi entrevista se inició la lucha que habría de arrebatarle el poder y esta coincidencia vista como una prueba de complicidad, determinó que abandonara la lista de los tibios y pasara a figurar en el índice de los rebeldes y de los descontentos.