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DON ULISES no le dio importancia a las reuniones. En su fuero interno se sentía un gigante, un hombre excepcional rodeado de pigmeos a quienes le bastaba enseñar su ametralladora para hacerlos huir acobardados. Creyó que la rebelión juvenil le permitía abrir una necesaria válvula de escape —la caldera política había estado en ebullición demasiado tiempo—, y que a cambio de tolerar unos cuantos gritos y de escuchar unos tediosos lugares comunes sobre democracia y municipio libre, podría hacerse de una lista que comprendiera, sin faltar uno, a los más peligrosos enemigos de su régimen.

Si el cacique hubiera leído a Fausto habría exclamado frotándose las manos: «… Os lo perdono, buenos niños. Tenedlo presente. El diablo es viejo: envejeced pues para comprenderlo».

Sólo que don Ulises se había llenado de grasa y su impotencia le vedaba asestar los bonitos golpes armados que tanta fama le habían dado en los inicios de su carrera. Mientras continuaba entregado a las partidas de dominó y a la placentera frecuentación de su segunda familia, Manuel se ganaba la voluntad del pueblo. Él y sus compañeros visitaban casas, tiendas, sindicatos, arrastraban a los tímidos, exaltaban a los convencidos, seducían a los vendedores del mercado y el salón de sesiones resultaba estrecho para contener el número creciente de sus partidarios. El pueblo cobraba conciencia de su fuerza. Sabía que sus enemigos habían podido explotarlo porque estaban desunidos y esta sencilla verdad hacía que estuvieran dispuestos a no desertar y a morir con tal de aniquilar el cacicazgo.

Yo veía crecer el incendio y no hacía nada por extinguirlo. Me mantenía agazapado detrás de mi línea divisoria, pero sería engañar a Su Ilustrísima decir que presenciaba la lucha imparcialmente. Deseaba la victoria de los jóvenes y no sólo oraba por esa victoria sino que llegué a recomendarles fortaleza y a considerar la tentación —sólo fue una tentación— de unirme a los conspiradores.