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SALÍAN de la iglesia y miraban al sol temerosamente. A su lado, nuestro sacristán, un viejo cojo, saltaba obsequioso en demanda de nuevas limosnas. Él había sido el propagador más ferviente de la profecía, y el ambiente de temor y misterio creado por el anuncio de las tinieblas lo transformaba en un hombre exaltado y dichoso ya que su lamentable cojera era el testimonio de un milagro ocurrido hacía cuarenta años en Tajimaroa y disfrutaba la oportunidad de contarlo y de mostrar a todo el mundo el exvoto colgado a una pared de la sacristía donde un pintor anónimo había dejado memoria de ese increíble suceso.
El año de 1920, el futuro sacristán era un joven artesano que empleaba su dinero, y a menudo el ajeno, en embriagarse diariamente. Tenía mal vino. Podía vérsele en las cantinas, con un vaso en la mano, el vestido sucio, la cabellera revuelta y los ojos echando lumbre. Lo rodeaba, como su atmósfera propia, un aire denso, casi líquido, donde flotaban no sólo gran número de cuchillos, navajas y chavetas, sino también, aunque invisibles, los sapos, culebras y pequeños monstruos diabólicos que le salían continuamente de la boca sin que él lo advirtiera.
La madre, viejecita piadosa, en vano se arrastraba a los pies del hijo suplicándole por todos los santos que cambiara de vida. El futuro sacristán no entendía de ruegos ni de oraciones. Se le midió con el listón morado de San Benito para que muriera o fuera redimido; se trató de expulsar a los demonios por medio de exorcismos, se hicieron rogativas y novenarios sin ningún resultado. El joven, en lugar de enmendarse, extremó su mala conducta —si esto era posible—, y una noche, perdida la razón, golpeó a su madre, acudieron los vecinos y los gendarmes lo llevaron a la cárcel.
A las dos de la mañana, los presos que dormían en sus galeras, fueron despertados bruscamente por los gritos del joven.
—¡Socorro —exclamaba fuera de sí—, socorro! ¡Me lleva Luzbel! ¡Me lleva el infierno!
La escena que se les ofreció a los presos justificaba el temor del futuro sacristán. En el patio, débilmente iluminado, un pájaro gigantesco se lo llevaba entre sus garras y ya lo había levantado cuatro o cinco metros, cuando los presos, repuestos de su asombro, principiaron a cantar el Alabado.
En ese momento, el diablo, herido de muerte, soltó a su presa, el joven se vino al suelo rompiéndose la pierna y el pájaro, graznando esta vez lúgubremente, desapareció entre las sombras de la noche.
La cojera de mi sacristán, esa prueba fehaciente de una anticipada justicia divina, se insertaba de modo natural en nuestro mundo, tenía la coherencia de los signos que regían su vida, era parte de un gran todo indivisible que yo no podía combatir a riesgo de hacernos pedazos. Desterrar el misterio de sus almas, curarlos de su miedo equivalía a perderlos, a cambiarlos, a matar en ellos una fe que no lograría sustituir con ningún otro consuelo y guardé silencio.
Sólo quedaban las fórmulas. La fórmula latina, medieval, la vieja fórmula que no sufría desgaste a pesar de los siglos transcurridos: Ne despicias omnipotens Deus, populum tuum in afflictione clamantem: sed propter gloriam nominis tui, tribulatis sucurre placatus y la fórmula escrita en un lenguaje cifrado, la ley de la materia establecida por un hombre del Antiguo Testamento: energía igual a masa por el cuadrado de la velocidad de la luz.
Sí, Monseñor, sólo quedaban esas dos fórmulas. La antigua, la que regía nuestro mundo —quiero decir, el mundo pequeño de Tajimaroa—, la llave que abría las puertas de la esperanza con su poder sacrosanto y la ley de la materia física, el secreto revelado del universo que el demonio ha convertido en profecía de tinieblas y de muerte, contra la cual no valen exorcismos, ni resinas, ni fósforos, ni cirios bendecidos.