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UN RUMOR sólo puede ser visto como obra del demonio. Es una boca que dice unas palabras vagas e inquietantes, unas palabras oscuras y amenazadoras que otra boca redondea y carga de sentido, y pasa a otras bocas, a cien, a mil, a diez mil bocas y en el tránsito se adornan, se deforman, se cargan de peculiaridades verosímiles y el aire de las palabras iniciales se transforma en viento y el viento a su vez en un huracán que termina por arrasarlo todo.

La exclamación lanzada cuando Avelino fue echado a la fuente, esa exclamación que al principio sólo era la imagen del agua contaminada moralmente por la carroña del pistolero, no impidió a nadie disfrutar las alegrías del Domingo de Resurrección, ni conciliar el sueño, pero el lunes de pascua, el rumor olvidado se levantó con los vecinos.

Pedro Martínez, uno de los comerciantes de la plaza, me dijo:

—No sé quién inició el rumor. El talabartero de La Sorpresa llamó muy temprano a mi puerta y aconsejó alarmado: «Que nadie beba agua en tu casa. Ha sido envenenada.»

El barbero Crisóstomo, el hombre mejor informado de Tajimaroa, al preguntarle su opinión sobre el origen del rumor, se concretó a mover la cabeza y a exclamar:

—Andaba en el aire. Era como un demonio o como un ángel.

Ninguno de mis quince mil feligreses, Monseñor, sabe exactamente cómo ocurrieron las cosas. Gasté cuatro o cinco días visitando los barrios y el mercado, hablé con docenas de personas muy diversas tratando de vencer su miedo y su desconfianza y sólo pude recoger algunas palabras aisladas —siempre las mismas— que no logran reconstruir el mecanismo de la ira.

—Cierre bien las llaves —era la eterna consigna—: el cacique ha emponzoñado los manantiales.

Se recordaron las amenazas de Avelino —«morirán envenenados el lunes de Pascua»—, se hablaba de puertas descerrajadas en los manantiales, de acarreos nocturnos de cianuro y de arsénico, y los niños, devueltos de las escuelas por sus profesores, afirmaban seriamente haber visto con sus ojos a varios compañeros suyos caer envenenados en los salones de clase pataleando y arrojando espuma por la boca.

La importancia del rumor sólo igualaba a su ambigüedad absoluta. Para esta gente, Monseñor, el agua es preciosa. Todavía hace dos años debían ir por ella a la fuente pública de la misma manera que yo lo hacía en Zinapécuaro. La guardan, empleando cuidados exquisitos, en los sitios más frescos de sus casas y cuando beben, cierran los ojos, echan la cabeza hacia atrás, y la paladean gota a gota, porque relacionan el placer de calmar la sed al dolor del hombro dejado por el palo con que la acarrearon de la fuente. De sus abuelos, de sus padres, les viene el celo por mantenerla preservada de impurezas, su avaricia para no malgastar un tesoro acumulado a fuerza de trabajos y privaciones, de modo que el rumor hería uno de sus centros vitales, quizá el más sensible, y la sola sospecha de que el agua, su agua, estuviera envenenada, los sacaba de quicio y los sumía en una demencia furibunda.

A las 7:30 de la mañana que el rumor alcanzó el mercado, el alud estaba en marcha y nadie podía detenerlo. Se creía en el agua emponzoñada como se cree en el agua bendita, y se aceptaba su nueva naturaleza sin preguntas y sin vacilaciones. Carniceros, vendedores de cabezas y barbacoa, jarcieros, curtidores, zapateros, yerberas, reboceras y verduleras, dejaban sus ollas humeantes o sus pájaros disecados, y hablaban de escolares moribundos, de raticidas, de cerdos y de perros que morían despanzurrados y los rumores entraban a las tiendas, a los talleres de los artesanos y la gente se santiguaba exclamando:

—El agua ha sido envenenada. Es la venganza del cacique.

Estábamos al final de la seca. Durante seis meses el cielo había permanecido azul y en los bosques estallaban frecuentes incendios. No corría un hilo de agua por el cauce pedregoso de los arroyos y en los últimos días se respiraba una atmósfera de polvo y de humo que irritaba los nervios.

El día, a pesar de lo temprano de la hora, se anunciaba excepcionalmente bochornoso. Pequeñas nubes, como sucios vellones de ovejas cubrían el cielo, y una calina espesa ocultaba los montes y tendía un velo tembloroso en el horizonte.

La gente, presintiendo un peligro no claramente definido, comenzó a cerrar sus puertas y a moverse hacia el Ayuntamiento, sin saber qué hacer con exactitud. Eran las 8 de la mañana.