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NO VIVÍA en carne viva esta dolorosa realidad sino defendido por una coraza de sueños, de problemas internos y de lecturas. Como las aves de los pantanos, mi plumaje, ungido de aceites eruditos, me permitía hundir en las aguas estancadas sin mancharme o volar muy alto y contemplar las cosas desde arriba, a una gran distancia, porque la distancia —y lo digo como montañés— es la única posibilidad de hacer tolerable nuestro paisaje, de transformar su hosquedad pesada, su realidad de piedra, de cactos y de opuncias, sus formas inmóviles y trágicas en una música donde los acordes del azul cantan la redención y la transmutación de nuestro desierto.

Al principio de mi vicariato, sólo leía el breviario o soñaba mientras desfilaban las montañas del Bajío. Más tarde, cuando aprendí a montar, soltaba las riendas del caballo y protegido con un paraguas, pude entregarme al vicio de la lectura sin ninguna limitación. No era estarse sentado en una biblioteca, apaciblemente, leyendo a ratos, a ratos meditando y tomando notas, sino la satisfacción de un hábito, de una necesidad morbosa, a tal grado, que algunas veces el caballo se detenía por sí solo en la placita de un pueblo o en medio de las cabañas de una ranchería y yo permanecía absorbido en la lectura y con la cabeza llena de historias sin darme cuenta de la gente que me rodeaba asombrada.

En veinte años devoré una cantidad asombrosa de libros y de partituras, aprendí a conocer los estratos de las rocas, las costumbres de los animales y los procesos orgánicos de las plantas. Durante las noches claras, el trazo lechoso de la Vía Láctea cortado por oscuras grietas, el suave tejido de la nebulosa de Orión, el brillo límpido de Júpiter, el resplandor de las estrellas azules y de las estrellas rojas, de las estrellas que parpadean y nos hacen guiños y señales, el centro palpitante de la galaxia, el espectáculo en fin del viejo cielo siempre nuevo —¿quién advierte la muerte de una estrella cuando millones nacen y millones viven quemándose y transformando en luz la inerte materia del espacio?— me atraía con la fascinación de un abismo.

Adivinaba en ese trozo de universo la parte de un gran todo, la clave de un secreto turbador que yo no podía descifrar temiendo que mi fe se destruyera y el único apoyo de mi existencia se precipitara en la nada.