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MANUEL ESPINO, hijo único del viejecillo —antiguo empleado de Hacienda jubilado—, estudiaba en Morelia la carrera de médico ayudándose con pequeños trabajos y una beca de 50 pesos mensuales que le otorgaba el Colegio de San Nicolás.
Se distinguía por su temperamento apasionado. Una vehemencia, un fuego interior que lo trascendía comunicándose a los demás, iluminaba sus ojos pardos. Si una idea lo asaltaba, hablaba de prisa, atropellándose, su fina nariz se contraía palideciendo, cerraba los puños y una onda de pelo le caía sobre la frente. Nacido en 1936, año en que el cacicazgo estaba ya establecido, odiaba ese género de imposición y empleaba gran parte de su tiempo leyendo y ejercitándose en lo que él llamaba, no sin adoptar un aire de misterio, «el golpe de estado».
Durante las vacaciones y en algunos fines de semana, venía a Tajimaroa con el propósito de visitar a la novia, una muchacha de su misma edad, llamada Elena Zúñiga. El padre de Elena, hombrecillo apocado y cargado de hijos, se sostenía precariamente llevando la contabilidad de cuatro a cinco tiendas y boticas y arreglando asuntos de impuestos y de testamentarías. La madre, una mujer que había envejecido antes de tiempo debido a los partos y a las privaciones, era de carácter irascible y sus amargos desahogos, expresados a gritos, se oían muchas veces en la calle.
Elena, para decirlo con una expresión consagrada, «guardaba las apariencias». Amiga íntima de María, la hija mayor de don Ulises y de la media docena de muchachas sobre las cuales descansa la responsabilidad de que el prestigio femenino de la aristocracia local se mantenga sin visibles deterioros, no se diferenciaba mucho de ellas. Usaba los mismos peinados y los mismos vestidos, pero las miradas rencorosas y ejercitadas de las jóvenes excluidas del cerrado círculo no tardaban en descubrir —y en divulgar— que los vestidos, los zapatos y los abrigos, no obstante los obligados cambios, habían pertenecido el año anterior a sus pudientes amigas.
Para el viejo don Ulises ocupado en sus asuntos o en sus amoríos ocasionales, Elena era una de las muchas jóvenes que a diario visitaban su casa, hasta que un día las cosas cambiaron, y detrás de la amiga de su hija, apareció la mujer. Sus ojos verdes, sombreados de espesas cejas negras, su piel blanca y delicada y su magnífico pelo castaño principiaron a destacarse y a cobrar una seducción y un encanto que fueron apoderándose del cacique.
Don Ulises emprendió la nueva conquista a su modo, nombrando al padre ayudante del tesorero municipal y contador de un aserradero de su propiedad que funcionaba en la parte trasera de su casa. Con él no hubo problemas. Era un empleado meticuloso y eficaz, uno de esos servidores que dan siempre más de lo que reciben, sin lograr a causa de su insignificancia y de sus gestos implorantes, el reconocimiento de nadie. El cacique le exigía otra cosa diferente a su trabajo y cuando el viejo entendió al fin de lo que se trataba, su figura se hizo más pequeña y se acentuó en él la mirada abyecta de sus ojos miopes y cansados.
Elena, cercada, le habló con franqueza a Manuel:
—No deseo ocultarte nada —le dijo—. Don Ulises me asedia. Ha comprado a mi padre dándole dos empleos, y mi madre, que está enferma y ha llevado una vida miserable, me persigue con sus lamentaciones. Hazle caso —me ruega—. Es un hombre rico, el dueño del pueblo, y te hará feliz. Mírate en mi espejo —interrumpe mis razones con su voz chillona—, mírate en mi espejo. Me casé a tu edad con el infeliz de tu padre y a los 40 años parezco una vieja de 60. He vivido recluida en la cocina, como esclava de todos ustedes, sin un vestido, sin una alegría y ahora, he perdido la vida, comprendes, la he perdido y ya es tarde para todo.
—Eso dice tu madre. ¿Y tú qué dices? —preguntó Manuel.
—Yo te quiero a ti, eso bien lo sabes, pero en mi caso el amor es un lujo, algo por completo fuera de nuestras posibilidades.
—Haz lo que te convenga —respondió Manuel—. Puedes elegir libremente entre ser la querida de un viejo cacique o la esposa de un estudiante pobre. Yo no renuncio a ti. Dirán que le tuve miedo a don Ulises.
—Comprendo ahora, señor cura —me decía Manuel—, que mi conducta no fue buena ni inteligente. Elena, como todos nosotros, era una víctima de la miseria y de la desesperación. Recuerdo muy bien a su madre, los dientes que le faltaban, sus vestidos sucios, su eterna amargura. Anhelaba para su hija otro destino y yo hacía más difícil la situación con mi terquedad de frecuentar diariamente la calle y fingir que la aguardaba en la ventana como si nuestras relaciones no hubieran sufrido una ruptura irremediable.
Después de esperar dos o tres horas, Elena, vencida por su resolución, entornaba al fin la ventana:
—Vete —suplicaba—. Te ruego que te vayas. No me hagas más desdichada de lo que ya soy.
—De aquí no me muevo —respondía Manuel.
—Te matarán estúpidamente. Con don Ulises no se juega.
—El viejo es un cobarde y mandará a sus pistoleros. Puedes decirle que no Ies tengo miedo.
Una de tantas noches, se presentó en efecto Avelino, comandante de policía y ejecutor de los planes de don Ulises, seguido de tres pistoleros.
—¿Qué haces en esta casa? —preguntó Avelino.
—¿Y a usted qué le importa? —dijo Manuel desafiante.
—¿Qué me importa dices? ¿No sabes que soy el comandante de policía?
—¿No sabes tú —dijo Manuel cargando el acento en el tuteo— que no es ningún delito esperar a la novia frente a la ventana de su casa?
—Me tuteas, ¿eh?
—Tú me has tuteado antes.
Avelino no supo qué responder. Aquella inesperada rebeldía lo turbaba y su pequeño cerebro trataba en vano de buscar la respuesta adecuada.
—¿Has perdido la lengua en la cantina?
—Tú vas a perder hasta el modo de andar si no te largas ahora mismo —estalló Avelino ciego de rabia.
—Que venga a decírmelo el viejo cornudo de tu patrón, si le queda un resto de vergüenza.
Avelino, ante aquella blasfemia, retrocedió como si hubiera recibido un golpe. Manuel apoyado en la reja lo observaba fríamente. Los pistoleros estaban sólo a unos pasos con las armas en la mano.
Manuel comprendía que abandonar la reja significaba exponerse a una muerte segura y permaneció inmóvil, esperando que Elena abriera la ventana y su presencia ahuyentara a los pistoleros.
Avelino avanzó cauteloso. Don Ulises, ablandado por los ruegos de Elena, le había prohibido usar la pistola y Manuel estaba lejos de ser uno de los vecinos acobardados o de los borrachines que lograba todavía dominar no obstante su gordura y sus cincuenta años bien corridos.
Manuel, apenas lo tuvo a su alcance, le asestó un puñetazo arriba del vientre tirándolo al suelo y trató de huir. Los pistoleros lo acorralaron y se inició una lucha desigual que terminó cuando la cabeza de Manuel, a consecuencia de un golpe, chocó contra los hierros de la ventana y perdió el conocimiento. Al recobrarlo, los guardaespaldas lo tenían sujeto de los brazos y Avelino aguardaba:
—Vas a ver quién soy —advirtió—. Tú lo has querido.
Con las dos manos unidas por los dedos entrelazados lo golpeó en la cara repetidas veces y ya tirado, los pistoleros lo patearon sin misericordia.
Los tejados, las estrellas, el mundo entero, se desplomaban sobre Manuel. No sentía las patadas. Sólo aquel desplome, aquellos fragmentos del mundo que lo oprimían con su terrible peso. A punto de morir lanzó un grito y vio la cara de Elena circundada por su cabello en desorden. Los hombres se alejaron y el mundo, por un extraño fenómeno, recobró su antigua posición y lo rodeaba indiferente.
Sabía ya lo que debía saber acerca de don Ulises. No corrí a enfrentármele. No defendí a las ovejas acosadas que Su Ilustrísima me había confiado al nombrarme cura de Tajimaroa. Yo también, como Elena, «guardaba las apariencias». No podía ir más allá de ese límite, ninguna razón política me forzaba a sostener relaciones amistosas con el verdugo de mis feligreses.