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LOS AYUDANTES de la Cruz Roja hicieron al fin su aparición. La gente se mantenía apartada del cadáver y guardó silencio mientras subían a la camilla el cuerpo de don Ulises. Le doblé los brazos en cruz sobre el pecho y como el padre Villaverde hubiera regresado sin el micrófono, le dije:
—Padre, vaya con el cadáver al Ayuntamiento y usted me responde de que en el trayecto no ocurrirá nada desagradable.
El cuerpo, debo decirlo en descargo de mis feligreses, no fue arrastrado ni objeto de profanaciones según informaron los periódicos al día siguiente. De acuerdo con el relato del padre Villaverde, la gente, al ver oscilar la cabeza de don Ulises, debido al movimiento de la camilla, comentaba incrédula: «Está vivo. No ha muerto como se nos ha hecho creer», pero esto se debía a la idea que el pueblo se había formado del poder invencible del cacique. Muchos estaban persuadidos de que usaba chaleco de malla, y los más incrédulos pensaban que se fingía muerto y que todo aquello era sólo una trampa. Don Ulises representaba la fuerza todopoderosa contra la que ellos habían luchado treinta años, y su inesperada muerte, su destrucción ocurrida en el momento mismo de iniciarse la batalla, era un hecho que los sumía en el mayor de los desconciertos.
La cabeza, con el balanceo de la camilla, seguía moviéndose y la gente corría detrás y exclamaba temerosa:
—Está vivo. Está vivo. El señor cura nos ha engañado.
El padre Villaverde, mandó hacer un alto y volviéndose a la multitud:
—Véanlo ustedes —encareció—. Véanlo bien. Está muerto.