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EN EL Ayuntamiento las cosas no andaban mejor. De sus doce policías bisoños, seis habían sido enviados a la casa de don Ulises, y los otros seis, encargados de vigilar la azotea, se creían en la obligación de disparar al aire de tarde en tarde como una respuesta a los tiros que partiendo de lugares desconocidos hacían blanco en la fachada del ruinoso edificio.
El Alcalde estaba prisionero en su oficina. La multitud espiaba sus menores movimientos desde las ventanas y circulaba por los corredores ansiosa de contemplar el cadáver de su enemigo.
Debido a una extraña coincidencia que anulaba la victoria de Manuel y la derrota del cacique, los dos cuerpos yacían en camillas contiguas mientras el cadáver del indio se hallaba apartado en un extremo del corredor y nadie le hacía caso.
Aquellos restos, lejos de apaciguar a los que no habían tomado parte en el asalto de la casa, los enardecían. Ellos también exigían sus propias víctimas, deseaban contribuir a la destrucción del cacicazgo y su rabia, hasta entonces sin empleo, se dirigió a la cárcel situada en un rincón del patio, donde Avelino permanecía encerrado.
La cárcel no era fácil de tomar. Una reja de gruesos barrotes protegía adecuadamente a los presos, y en la alcaldía se encontraban, además del alcaide, el comandante de policía, dos soldados armados con rifles y el padre Miranda, uno de los vicarios que yo había apostado en la Cruz Roja.
A las tres de la tarde, quinientas personas —mujeres en su mayoría— se encontraban frente a la cárcel pidiendo que Avelino les fuera entregado. El Alcaide, un hombrecillo nervioso, de melena rizada, ojos ardientes y saliente nuez a quien devoraba la llama de la oratoria cívica, creyó fácil dominar al enfurecido gentío. Salió a la puerta, levantó la mano flaca y temblorosa, y no terminaba de abrir la boca, cuando la multitud lo arrastró hacia el interior y se escuchaba su voz impostada exclamar «Queridos conciudadanos», «Queridos conciudadanos», entre las injurias y los clamores de las mujeres que gritaban:
—Échenlo fuera; es un asesino.
—Danos la llave. Queremos la llave y no tus estúpidos discursos.
El padre Miranda intervino protegiendo al asustado alcaide:
—Retírense, retírense. Él no tiene la llave.
Las mujeres eran las más exaltadas. Allí estaban reunidas las viejas del pueblo, las furias, las gorgonas de que yo le hablaba a Su Ilustrísima. Habían pasado gran parte de su vida sentadas en la acera o en el suelo del mercado, vendiendo semillas tostadas o alguna pobre mercancía, y desde abajo, desde ese nivel en el que transitan los mendigos o los perros hambrientos, habían contemplado al gordo comandante que les tomaba sus frutas y pasaba a su lado acariciando a las muchachas y burlándose de los hombres.
Paz, la vieja analfabeta a quien uno de sus nietos le había descrito la forma en que dos compañeros habían caído envenenados junto al pizarrón de la escuela, capitaneaba el gentío.
—Arranquemos toda la mata —aullaba—. No dejemos a uno solo con vida.
El padre Miranda, hombre en la plenitud de su vigor, ayudado del comandante y de los soldados logró despejar la alcaidía y el tumulto pareció dominado.
Diez minutos después, centenares de hombres y mujeres se precipitaban nuevamente a la oficina, barrieron con los defensores —el padre Miranda perdió momentáneamente el sentido a consecuencia de un golpe— y la reja fue desprendida de su marco, doblados los gruesos barrotes y Avelino arrastrado al patio.
Al pasar junto al cadáver de don Ulises, el grupo se detuvo y un hombre dijo:
—Mira, ahí está tu padre. Así vas a morir.
Avelino haciendo un esfuerzo desesperado se tiró al suelo y logró zafarse. El hombre musculoso, de gorda cabeza, sólo era un instinto que luchaba por defender su vida. Se les escapaba de las manos tendidas, rodaba por el suelo y se agitaba rechazando frenéticamente a sus aprehensores.
Una mujer le dio un palo en la cabeza y Avelino cayó. Otra furia saltó entonces sobre él y, arrojándole en la cara una gran piedra, gritó:
—Ésta va por el hijo que me asesinaste.
—Nunca —comentó el padre Miranda— he presenciado nada igual. Avelino me recordaba un insecto, uno de esos insectos mutilados por nosotros cuando somos niños y ejercitamos nuestra crueldad incipiente, un insecto cuya mutilación le otorgara un carácter sagrado, una fuerza más allá de lo orgánico que despierta nuestra piedad y nuestra furia homicida, nuestra repugnancia y nuestra ansiedad por terminar la agonía, el sufrimiento monstruoso de esa mosca sin patas y sin alas, de ese gusano sin cabeza, de ese saltamontes privado de sus ojos y de sus antenas, de ese Avelino en fin, ciego y loco sin otra reacción que la elemental de ponerse a salvo.
Lanzó un alarido:
—No, no quiero morir.
El padre Miranda se abrió paso y llegó hasta el hombre linchado. Era tarde. Avelino yacía en el suelo, muerto ya, pero su cuerpo, obediente a la apelación de la vida, a su último llamado, seguía moviéndose convulsivamente.