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ENTRETANTO llegaron las vacaciones. Los jóvenes que estudian en Morelia y en México habían regresado a sus casas y las muchachas se prometían sus dos meses acostumbrados de paseos y de pláticas en la ventana, sin que los tristes adioses y las amargas lágrimas derramadas con abundancia en la hora de la partida —epílogo fatal a todo período de vacaciones— lograran enfriar sus iniciales entusiasmos.
Pronto se advirtió que ese año los estudiantes habían cambiado mucho. En vez de rondar las ventanas o de organizar serenatas —en invierno no escaseaban las músicas callejeras—, sostenían misteriosas reuniones a puerta cerrada.
Abundaron, como Su Ilustrísima supondrá, los comentarios y las habladurías. Algunos vecinos hablaban de oscuras maniobras anarquistas o bolcheviques —eran los dos términos que más se escuchaban—, otros juraron que se trataba de fabricar máquinas infernales y no faltaron piadosas versiones en el sentido de que las juntas eran sólo un pretexto para encubrir partidas de juego o en el mejor de los casos, sesiones de magia y de espiritismo.
El misterio se aclaró a medias una semana más tarde. Los jóvenes alquilaron un viejo salón abandonado, llevaron mesas y bancos y sobre la puerta colocaron un rótulo que decía: Asociación Estudiantil de Tajimaroa. Lo extraño de todo era que a las juntas de la Asociación no concurrían precisamente estudiantes, sino obreros, comerciantes de la plaza, choferes y artesanos que noche a noche llenaban el salón y se estaban hasta la madrugada pronunciando discursos exaltados o discutiendo problemas políticos con una franqueza desconcertante.
Me preguntará Su Ilustrísima en qué consistían esas reuniones estudiantiles. Al principio yo lo ignoraba todo. Un farmacéutico de la plaza hizo la siguiente e inesperada alusión:
—Señor cura, estoy asombrado y confuso ante la determinación de los estudiantes. Figúrese usted. Se han propuesto acabar con el cacicazgo.
Mis sentimientos eran más o menos los del farmacéutico. La vida me había enseñado a sobrellevar resignadamente la brutalidad de los poderosos y juzgaba peligrosa y estéril la determinación de los estudiantes. ¿Qué pueden hacer ellos —me preguntaba— en contra de las argucias y de las influencias de don Ulises? Detrás de él, como en un juego chino, está un cacique mayor y detrás de este cacique uno de mayor estatura que dispone de la policía, del ejército, de los jueces y de las leyes. Su audacia era un desahogo juvenil, un torpe sueño de libertad que se ahogaría ridículamente en un charco de sangre como se han ahogado otros sueños a lo largo de nuestra historia.
Los jóvenes, afortunadamente, no veían las cosas con ese pesimismo. Manuel Espino estaba al frente de los rebeldes y quince días después de haber organizado la Asociación me mandó una carta, mejor dicho un papel con dos líneas que decía:
«Señor cura: No lo visito para no comprometerlo. Esté usted tranquilo. Las cosas marchan bien y el cacique será derrotado antes de lo que usted imagina. Espere mis noticias y deme su bendición. Manuel Espino.»
Manuel, en efecto, me tuvo informado de todo lo que ocurría en las juntas a través de diversas personas, y más tarde, cuando ganó la lucha, me hizo un relato pormenorizado de lo que sucedía en las reuniones.
(Cito casi literalmente un fragmento de discusión capaz de darle a Su Ilustrísima una idea del espíritu que distinguía a esas juntas.)
Afirmaba Manuel:
—Exigimos libertad para nombrar a nuestras autoridades.
Los obreros y los campesinos se rascaban la cabeza y abrían la boca sorprendidos.
—Sí —respondían—, eso es lo que deseamos hace treinta años, sólo que no es fácil.
Manuel lanzaba una carcajada:
—¿Diez hombres pueden dominarnos? ¿A nosotros? ¿A un pueblo de quince mil habitantes?
Se sentían mal dentro de sus chaquetas de pieles raídas. Movían los pies y se agitaban en las sillas.
—¿Qué hacer? ¿Qué hacer? —preguntaban.
—Ante todo, perder el miedo.
Un obrero se levantó. Sus manos se aferraban al respaldo de la silla delantera con tanta fuerza que la madera crujía. Hablaba mirando al suelo, concentrado y resuelto:
—Manuel —comenzó—, escucha lo que voy a decirte. Yo soy un obrero. Gano 12 pesos diarios y con ese dinero sostengo a mi mujer y a mis dos hijos. No tengo miedo a ser golpeado, no tengo miedo a perder el empleo, no le tengo miedo a don Ulises, pero eso no basta. Con el valor únicamente no se va a ningún lado. Contesta la pregunta de todos: ¿Qué has pensado hacer realmente? ¿Cómo derrotarás a don Ulises?
—Tienes razón —dijo Manuel cuando el obrero terminó de hablar—, el valor no basta. Es necesario, además de ser valientes, estar organizados. ¿Preguntas lo que haré para derrocar al cacique? Haré que el pueblo se una como un solo hombre y reclame justicia.
—Nunca he visto la justicia en Tajimaroa —gritó un viejo comerciante—. No sé con qué se coma eso que llamas justicia.
—Justicia es estar gobernados por hombres decentes; justicia es saber cómo se gasta el dinero del pueblo: justicia es vivir en paz y sin temores. Justicia es tener una biblioteca, un gimnasio, un jardín para los niños, pavimentos…
—Las calles están hechas un asco —dijeron varios—, corremos el peligro de rompernos una pierna en la noche.
—Necesitamos carros de basura —sugirió un vendedor del mercado.
—Eso, eso, carros de basura. Son muy importantes los carros de basura —coreaban los asistentes animados.
—Todo lo que no hemos tenido en 35 años y que podríamos comprar con nuestro dinero.
Su Ilustrísima juzgará, por este fragmento, que los estudiantes no pedían la luna, sino cosas muy simples, cosas tan vulgares como un carro de basura o tan indispensables como liberarse de las humillaciones, de las burlas y de los saqueos del cacicazgo. Pedían respirar un poco de aire limpio, más servicios y menos pistolas, libros en vez de borracheras y un gimnasio en lugar de tabernas o de camionetas charoladas.