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EL PADRE SUÁREZ, uno de mis vicarios, se presentó en el claustro a las 11.
—Señor cura —me dijo—, las cosas no marchan bien allá fuera. Corre el rumor de que el agua ha sido envenenada.
Cerré el breviario y procuré darle a mi respuesta una intención sarcástica:
—Padre, ¿cómo puede usted creer en semejante sandez? Se trata de una superchería tan vieja como el mundo.
—Sin embargo —insistió el padre mostrando desconcierto—, la gente está excitada.
—Es el calor el que provoca estos malos pensamientos. No se alarme por una nadería.
El padre regresó una media hora más tarde. Su alta y esbelta figura aguardaba junto a la puerta y al pasar a su lado, cerré de golpe el breviario y le disparé una nueva saeta:
—Segunda parte del folletón El agua envenenada, ¿no es así?
—Así es.
—Bien, ¿y qué pasa ahora?
—Tres gentes se han envenenado por beber agua y hay un motín frente al Ayuntamiento.
—¿Y qué podemos hacer nosotros? No somos las autoridades sanitarias.
—Es verdad —asintió el padre bajando su cabeza que mostraba ya algunas canas y disponiéndose a regresar.
—No se vaya —le dije tomándolo por un brazo—. ¿Sabe lo que pensaba cuando vino con esa historia? En el agua.
—¿El agua envenenada?
—No, no pensaba en esa agua, sino en el agua bendecida por nosotros el sábado, en esa agua devuelta a sus orígenes, que según parece el demonio ha ensuciado de nuevo.
—Yo tampoco creo en el agua envenenada.
—Tengamos calma. Vaya usted a la plaza, averigüe la naturaleza de ese rumor, y si nosotros podemos calmar los ánimos, comuníquemelo en el acto.
Un hombre apareció en lo alto de la escalera y exclamó sofocado:
—Señor cura, han comenzado los tiros.
—Toma aliento. ¿De qué tiros hablas?
—Don Ulises ha matado a dos hombres con su ametralladora y ha herido a tres o cuatro.
Sin oír más, entré a mi cuarto y tomando el maletín en el que guardo la estola, los santos óleos y un crucifijo, salí rápidamente.
—Vamos —le dije al padre Suárez— y que Dios nos bendiga.
Crucé el jardín del curato y en dos minutos llegué a la esquina en que estaban los hombres caídos. Reconocí a Manuel al primer golpe de vista. Sus ojos vidriosos y desmesuradamente abiertos estaban clavados en una visión horrenda. Alzando su hermosa cabeza juvenil, se los cerré con la mano abierta, y su rostro atormentado, de loco furioso, pareció alejarse y revestirse de serenidad.
¿Pregunta Su Ilustrísima cuáles eran mis sentimientos? Manuel era el hijo ideal, mi cómplice en el secreto deseo de aniquilar el cacicazgo, el que llevaba a la acción, con su pureza y su valentía, mis sueños de libertad y de justicia, de modo que durante un largo rato no logré reaccionar dominado por la cólera, la convicción de mi culpa y el dolor que en nosotros deja la paternidad amputada.
Debía reprimir mis lágrimas, dominar la tempestad que se desencadenaba en mi corazón y pensar en los otros. Haciendo un esfuerzo, lo ungí con los santos óleos, encomendé su alma al Señor y corrí hacia el indio. Estaba solo —era simplemente un desconocido—, tirado sobre la tierra y agonizante. Sus ojos no revelaban sorpresa, ni miedo, ni desesperación. Se habían vuelto al interior y observaban tranquilamente cómo la muerte se acercaba. La ráfaga de la ametralladora casi lo había partido en dos y se desangraba a chorros empapando la tierra reseca. Me apresuré a darle la absolución y un minuto después, se volvió de costado y murió de la misma manera que morían los hombres en Zinapécuaro o en Pénjamo.
Todo, Monseñor, ocurría como en los sueños. Los hombres, las calles, los árboles eran imágenes reales, pertenecían a nuestro mundo y flotaban deformados en una atmósfera caliginosa y ardiente, cobraban dimensiones fantásticas y los hombres y las mujeres desfilaban con los rostros descompuestos.
—¡Retírense! —les grité—. Váyanse a sus casas. No agraven más la situación.
Nadie me oía. El pueblo entero se movilizaba para tomar venganza y la sangre correría a torrentes. Era necesario evitar el drama que se avecinaba, intentar salvar a las víctimas y a los victimarios y sin pensarlo me dirigí a la casa de don Ulises.