9

A LOS pocos días de mi ordenación fui nombrado maestro de capilla. Aunque tenía, según lo creí entonces, una disposición innata para la música y soñaba con llegar a ser un buen organista, el Abad me encargó la formación de un coro infantil, y poco a poco, de manera insensible, abandoné el viejo órgano de voces asmáticas y quejumbrosas y le fui tomando gusto a mi nueva tarea.

Las casas de nuestros feligreses que yo visitaba en la mañana y en la tarde, me proporcionaron de inmediato un buen número de aspirantes a cantores que reforzaron más tarde los niños de nuestro catecismo parroquial. Muchos de ellos venían descalzos y vestidos de harapos y abundaban los que aprendían más aprisa las notas que las letras. Al principio, mostraban una gran timidez, un recelo heredado de antiguas vejaciones, pero a las dos o tres semanas, su desconfianza había desaparecido y se aplicaban al estudio con esa inteligencia lúcida y apasionada de los hijos del pueblo cuando se les ofrece una oportunidad creadora.

Seis meses después ya dábamos en la catedral nuestro primer concierto. Los treinta niños con sus hábitos rojos de anchos vuelos y sus roquetes almidonados, estaban frente a mí, los ojos puestos en los papeles y las gargantas temblorosas, como si los ángeles de la Cantoría hubieran cobrado vida en las suaves pieles oscuras y en los ojos rasgados de esos pequeños que la víspera andaban de vagabundos por las calles.

No hubo una nota falsa, una sola equivocación, una disonancia en las voces. Su metal sin aleaciones impuras, el ímpetu y la alegría de su vuelo, me afirmaron en la idea, tal vez excesivamente ambiciosa, que mi destino consistía en afinarlas, en acordar sus registros y variaciones y en hacer de ellas, de ese temblor incomparable donde se traslucía la inocencia, el instrumento ideal para ensalzar la gloria de Nuestro Redentor.

En los ratos libres que me dejaba el coro, exploraba el riquísimo archivo de la catedral. Sentado a la mesa de patas labradas con el águila austriaca de dos cabezas y rodeado de pergaminos, tenía la sensación de penetrar en un pasado virgen, en un mundo poblado de rumores y de signos que me fuera revelando sus secretos con sólo tomar un infolio de sus colmadas estanterías. Antes de que concluyera el año había descubierto algunos escritos políticos de su antecesor en la mitra el señor Abad y Queipo, los cuales establecían el clima intelectual que privaba en el obispado la víspera de la Independencia, una misa cantada y dos motetes compuestos por maestros mexicanos del XVIII.

Estos descubrimientos y el éxito que alcanzó el coro de niños me transformaron en una gloria local. Concedía audiencias a los enviados de los periódicos y recibía frecuentes invitaciones de los señores de la aristocracia y de las asociaciones piadosas que rechazaba invariablemente. Mi vocación por el arte musical y por la investigación histórica había hallado su camino y a medida que avanzaba, dificultades y realizaciones me embargaban de tal modo que vivía recluido en mi torre de marfil, yendo del coro a los pergaminos, sin tener la menor idea de lo que ocurría más allá de las rejas del atrio.

Estaba escrito, y no podía ser de otro modo, que había de ingresar en el sacerdocio activo: un día, sin previo aviso, sin ninguna preparación, cuando terminaba la clase y los niños se marchaban, apareció el Abad y me dijo:

—Padre, ha sido usted nombrado vicario en Pénjamo.

—Pero —alcancé a tartamudear.

—No hay pero que valga —añadió secamente el Abad—. Es una orden de Su Ilustrísima.

Me senté deshecho en un sillón del coro. Animal blando y expuesto a los peligros del mundo exterior, la catedral era mi concha, mi casa, mi protección y como ocurre en la hora de los adioses, nunca la vi más hermosa que ese mediodía. El sol, entrando por las ventanas de la cúpula caía a chorros sobre el coro, generalmente hundido en la penumbra, y hacía reverberar los candelabros, los hierros forjados en China, el dibujo oriental de la sillería taraceada. Me sonreían burlonas las quimeras pintadas en las bocas del órgano y las gruesas notas cuadradas de los libros puestos en el erguido facistol. Había que olvidar todo eso. ¿A qué protestar? ¿A qué rebelarse? ¿Tenía derecho a descubrir motetes y a dirigir la capilla cuando la persecución religiosa había exterminado a los sacerdotes y millares de seres morían privados de los auxilios espirituales?

Caí de rodillas en el coro desierto y clamé desde el fondo de mi corazón «Señor mío y Dios mío», sin saber que muchos años después, ya siendo un viejo, habría de pronunciar esas mismas palabras con el ánimo conturbado por otras crueles desazones.