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HABLABA Su Ilustrísima de la docilidad de mis feligreses. Cierto, son dóciles, incluso excesivamente dóciles. Aceptan trabajos y dolores con un desdén pasivo y casi estoico que los hace invulnerables. Sin embargo, detrás de esa corteza, de esa resignación con que aceptan su destino, de esos ojos cargados de enigmas, se esconde una sensibilidad enfermiza, un sentimiento mágico de la vida y un fondo de rebeldía capaz de estallar en un segundo con violencia inaudita.
Creen ciegamente en la eficacia de los amuletos, en las profecías, en los tesoros ocultos, en los milagros y en las apariciones sobrenaturales y yo me pregunto a menudo con angustia si no recae en nosotros la responsabilidad de fomentar estas supersticiones. Sin ir más lejos, el pasado mes, nuestra hoja misional publicó la profecía de la hermana Lucía acerca de las tinieblas que en 1960 descenderán inexorablemente sobre el mundo. Yo no le di ninguna importancia. La destrucción que amenaza a los hombres desde 1945 ha desatado una ola de místicos y visionarios que viven anunciando catástrofes universales y si bien la profecía de esta ingenua sobreviviente del grupo de Fátima tenía el respaldo moral de los obispos portugueses y el propio nuestro, me imaginé que el anuncio pasaría inadvertido.
Dos días después, el anuncio de la profecía hizo su efecto y millares de feligreses invadieron la iglesia llevando manojos de velas olorosas a miel, fósforos y haces de ocote para que fueran bendecidos. Mandé abrir las puertas del bautisterio y en compañía de mis vicarios, permanecía varias horas agitando el hisopo, virtiendo raudales de agua bendita sobre aquellos frágiles objetos, invistiéndolos de los poderes sobrenaturales con los cuales han logrado los devotos, durante siglos, conjurar pestes, inundaciones y tempestades.
A medida que el dinero colmaba las bandejas y los cepos, el tiempo retrocedía y sólo quedaba el terror animal, el miedo de las épocas feudales, las concepciones mágicas del Universo donde los fenómenos pueden ser modificados y torcidos y las leyes eternas sustituidas por la profecía delirante de una pobre enferma. Veía los rostros serios de mis feligreses, sus rostros humillados a los que se añadía una nueva preocupación, y me sentía tentado de subir al púlpito y decirles:
—La hermana Lucía está loca, están locos los obispos portugueses y los impresores de la hoja parroquial. No temáis. El sol, nuestro sol, es una estrella, ni demasiado chica ni demasiado grande, pero es una buena y razonable estrella que hace diez mil millones de años conserva un maravilloso equilibrio entre la fuerza de su gravedad y la fuerza elástica de sus gases.
—Todo lo que se refiere al sol es portentoso. Sus dimensiones, su edad, el secreto de su energía estarían fuera de nuestra edad humana, de nuestras medidas, de nuestra concepción de la realidad, si no recurriéramos a las fórmulas matemáticas. Sólo ellas podrían hablarnos con su lenguaje cifrado y exacto de los extraños fenómenos que se operan en el sol; de un calor y de una densidad que crecen de afuera hacia dentro hasta alcanzar temperaturas, presiones y densidades que a su vez originan complejas reacciones termonucleares. Allí, en el interior de la estrella, los átomos han perdido sus electrones y no son otra cosa que núcleos, pesados núcleos sobre los cuales golpean los veloces protones haciéndolos estallar, arrancándoles una nueva energía, un fotón, un rayo gamma de longitud de onda muy corta y este fotón en su viaje a través de las capas solares va chocando con otros núcleos y aumentando su longitud de onda y transformándose en el tren de ondas, en la corriente electromagnética que el hombre, desde hace milenios, llama luz y calor en diversas lenguas.
—El rayo gamma, el fotón, amados hermanos míos en nuestro Señor Jesucristo, no explica totalmente el secreto de la energía solar. Al mismo tiempo que los protones desintegran los núcleos, se opera otra conversión, la del hidrógeno en helio, el ciclo omnipresente del carbono que permite al sol alimentarse y crear en los activos laboratorios de sus entrañas, energías bastantes para asegurarle otros diez mil millones de años sin menoscabo de su brillo, sin decadencia, sin merma de su prodigiosa vitalidad, porque es una lámpara abastecida de precioso combustible, una fuerza cósmica excesiva para las espaldas de Atlas o el carapacho de la tortuga hindú, una estrella que Dios ha creado con el fin de que permanezca encendida y encendida permanecerá miles de siglos después de que sus nietos y los nietos de sus nietos hayan desaparecido.
—Ésta es mi profecía. Entre ella y la de la hermana Lucía sólo hay una diferencia de tiempo. Lo que anunció para 1960, yo lo anuncio para otra fecha, cercana o lejana, según la midamos con nuestras medidas o con las medidas siderales. De modo que se pueden marchar tranquilos a sus casas y llevarse las velas, los fósforos y las resinas en previsión de que nuestra vetusta planta de luz sufra una de sus habituales descomposturas, y desciendan las tinieblas nocturnas sobre Tajimaroa. Deo gratias.
Las frases del sermón se ordenaban en mi cerebro mientras observaba sus rostros serios y preocupados reflejarse en el vasto cuenco de la pila bautismal. Era inútil tratar de decirles la verdad.
Sus ojos veían las llamas cegadoras del sol mexicano y no veían su piel granulosa, sus manchas, sus fáculas, sus tempestades. Era inútil hablarles del ciclo del carbono, del rayo gamma, de la vejez del sol transformado en una gigante roja y de su destino final, como una enana blanca perdida en la intensa vida de la galaxia.