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LA MATANZA inminente se difería. Al parecer el cacique y sus pistoleros ya no disparaban. Las llamas se alzaban del aserradero y el humo principiaba a salir por los vidrios rotos de las ventanas.
No se dejaba de pensar en don Ulises. Podía estar maquinando un golpe de los suyos, una de sus sorpresas temerarias y dar tiempo a que llegaran los soldados de Zitácuaro —estaba sólo a media hora de distancia por la carretera— o de la ciudad de Morelia.
El incendio aumentaba el bochorno del mediodía. Los árboles distantes se fundían en manchas viscosas y una calina espesa cubría los montes y se derramaba por los tejados cenicientos. No sé de dónde habían surgido millones de moscas. Revoloteaban en pequeños remolinos pegándose a las pieles grasosas y bañadas en sudor de un modo intolerable, y había que agitar los brazos continuamente para ahuyentarlas.
La multitud era inmensa. No sólo estaba amontonada en las esquinas, en las azoteas y en los balcones, sino en las calles vecinas. Centenares de sombreros de palma y de cabezas tocadas con rebozos se desplazaban rápidamente o se agrupaban en masas compactas y uniformes.
La gente seguía cercándome y las mujeres, histéricas, se aferraban a mi sotana.
—Por el amor de Dios, por el amor de Dios —suplicaba con el cerebro vacío recurriendo a una fórmula carente de significado en aquellos momentos.
Los tiros sonaban por todas partes. Sordas detonaciones abrían un hueco en medio del vibrante vocerío, un agujero de silencio que llenaba después el tableteo lejano de las ametralladoras y el aullido de la sirena.