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LOS QUINCE años de seminario —toda la juventud y el principio de la madurez— coincidieron con los años más duros de la persecución religiosa. Un día de octubre, estando en clase, la campana, o mejor dicho, ese lamento de un hierro agrietado y mal fundido, nos llamó bruscamente al claustro del seminario. Allí estaban los maestros arrinconados en un extremo, y la cara pálida del rector surgía un poco fantasmal, entre las bayonetas desnudas, como la cara de un condenado a muerte.
No entendíamos lo que pasaba. El Rector avanzó unos pasos, dejando atrás las bayonetas y cruzando los brazos sobre el pecho nos dijo con una voz tranquila:
—El general —sólo entonces advertí a un hombre de uniforme que permanecía a su lado escarbándose los dientes con un palillo— me comunica que debemos abandonar nuestra casa. Es una injusticia —al oír la palabra injusticia el general se quitó el palillo de la boca y dijo algo que nadie entendió, pero el Rector, extendiendo el brazo autoritariamente, repitió—: Es una injusticia contra la cual no podemos rebelarnos. Vayan a los dormitorios, hagan sus maletas y regresen al patio para que todos salgamos juntos. —Después, volviéndose al general, añadió—: Su alarde de fuerza, general, es innecesario y ridículo. Podía haber venido solo y ahorrarle ese bochorno a sus soldados. Para nosotros no es ésta la primera injusticia ni será la última.
Hablaba nuestro Rector proféticamente. A partir de ese momento anduvimos dispersos, sin tonsura ni sotana, ni casa ni breviario. Muchos seminaristas, acobardados, desertaron; otros buscaron refugio en los seminarios extranjeros y aunque también a mí se me ofreció la oportunidad de estudiar en San Antonio, Texas, la rehusé tenazmente, sintiendo que un mismo destino debía unir al niño que avanzaba con sus botes agujerados por la plaza de Zinapécuaro con el joven que saltaba las bardas para huir de los soldados y los sabuesos del gobierno.
Ah, Monseñor, cuántas veces, desde lo alto de la serranía, vimos esperanzados la aldea que habría de ser nuestro refugio, extenderse en el valle. El humo que se escapaba de los tejados cenicientos olía a encino —aquellos gruesos y firmes troncos que cambiaba por tortas de garbanzo— y la cercanía del nuevo hogar me llenaba de lágrimas los ojos. En la acera de piedras gastadas estaban los vecinos aguardándonos y al pasar frente a la puerta cerrada de la iglesia me hacía la promesa de que sería yo el primero en abrirla, entre ramos y hosannas, y serían mis manos consagradas las que reinstalarían al Señor en el ara vacía.
¡Y las sorpresas de la instalación! La capilla en la sala, el aula en el comedor, las celdas en los graneros. Durante los recreos cantábamos sembrando coles y lechugas; estudiábamos con energía, rodeados por los zenzontles y los geranios del corredor. La vida recomenzaba; el Evangelio y Virgilio, San Agustín y Cicerón, nos descubrían el sentido de la caridad y la belleza; se anunciaban los exámenes, y una tarde cualquiera, cuando más confiados estábamos, aparecía fuera de sí el dueño de la casa:
—¡Vienen los federales! —gritaba—. Alguien nos ha delatado.
Había que huir. Ganaba el campo y me escondía en un árbol, entre la paja de las hacinas, en el seco lecho de un arroyo. Era hermoso tenderse en la yerba, contemplar la intensa vida del cielo y pensar en la superioridad de la Iglesia, en su destino invulnerable.
El viento del odio nos arrastraba y nos hacía girar locamente. No importaba nada. Esa etapa, como la de mi niñez, con sus dolores, sus privaciones y sus amarguras, posee tal seducción, resplandece tan vivamente en mi memoria, que soy una estatua de sal vuelta hacia sus poderosas llamas, un hombre subyugado y absorto ante ese fragmento de mi pasado que era la misa clandestina, la comunión llevada en secreto al enfermo, los cantos de navidad resonando gozosos en la cárcel de los villorrios apartados.