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SANTIAGUITO, donde don Ulises tenía a su joven amante y a sus dos pequeños hijos, era de hecho un lugar prohibido. Allí pasaba las noches custodiado por Adalberto o algún otro pistolero de toda su confianza, pero fuera de ellos, nadie tenía acceso a la finca. Sus invitados eran recibidos oficialmente en su casa de la carretera o en los baños sulfurosos de la montaña, y si alguna vez los llevaba a Santiaguito, lo hacía sin entrar a la casa, limitándose a mostrarles los campos y los establos de prisa, un poco en contra de su voluntad y más bien arrastrado por el orgullo del propietario, tan poderoso en él como el deseo de mantener en secreto sus relaciones con Elena.

¿Este amor por las cosas terrenales no es acaso, Monseñor, el rasgo característico de un estilo de feudalismo americano, es decir, el rasgo propio de los que lograron encumbrarse en la política y enriquecerse a su sombra después de haber sufrido incontables privaciones?

Don Ulises mostraba quizá mayor apego a los bienes de este mundo que los antiguos hacendados, ya familiarizados, desde su nacimiento, con extensas y ricas propiedades. Entornaba los ojos de una manera especial cuando trataba de abarcar una de sus parcelas sembradas de trigo; su mano, inconscientemente, adquiría una sensualidad codiciosa al acariciar una pera o una manzana, y cuando paseaba por el campo con alguno de sus invitados de la ciudad, no era difícil que llevado de su entusiasmo, se apeara del caballo, y tomando un puñado de tierra exclamara:

—Todo esto lo hice palmo a palmo, terrón a terrón, como se hacen las cosas grandes —miraba el polvo deslizarse entre sus dedos y su voz ronca, entrecortada, descubría una emoción que no le era habitual—. Yo fui toda mi vida un leñador. Sólo tenía ojos para los bosques de pinos y no me importaban las tierras baldías llenas de troncones que iban quedando a mis espaldas. Un día, al cruzar esas tierras yermas, pensé que había llegado el tiempo de cambiar el hacha por el arado y comencé a comprarlos. Los viejos del pueblo se reían maliciosamente. «Ulises Roca —decían llevándose el dedo a la sien— ha perdido la cabeza. Esas tierras empinadas, llenas de pedruscos y de troncones, no sirven para nada.» Con tractores y yuntas de bueyes limpié las tierras, construí terrazas para evitar los deslaves y las sembré. Primero, fue el maíz y el frijol, porque la gente necesitaba comer lo esencial; luego, contra la opinión de los entendidos, sembré trigo, y al último, planté frutales. «No es tierra de frutales», sentenciaban los agricultores, y en efecto, no lo era. Todos mis arbolitos parecían haber enloquecido. Los ciruelos floreaban en julio, los perales en agosto; las higueras se cargaban de higos que nunca maduraban, los manzanos, aquellos manzanos californianos adquiridos a precio de oro, daban frutos del tamaño de una cereza, y todo eso sin contar las plagas, los hongos y los insectos que les caían encima devorándoles hasta la última hoja. «Soy terco, señor, terco como una mula, y me pasé años enteros regándolos con polvos y sustancias químicas, podándolos, gastándome una fortuna en fertilizantes y en injertos, y ahora vea usted mis manzanas, pruebe mis ciruelas y mis higos que son tan dulces como los de Normandía o los de Smirna según afirman los que saben de estas cosas. Pero todo eso, maíz, trigo, frutales, son cosas del pasado. El tiempo reclama siempre lo suyo y otro día advertí con sorpresa que la ciudad de México se había dado un estirón formidable. ¿Qué podía darle a esa ciudad de cinco millones de habitantes, o mejor dicho, qué podían darle mis tierras situadas a 150 kilómetros por una buena carretera? Decidí averiguarlo yo mismo y me pasé dos semanas recorriendo las calles, las plazas, los jardines, metiendo las narices en las casas y en las tiendas, husmeando por todos los rincones.

»Una curiosa tendencia a considerar a los seres humanos como animales, y que la edad ha convertido en una manía, me hizo descubrir muchas cosas interesantes. No, no se trata de hallarles semejanzas con sapos o caballos o pájaros, sino de observarlos como son en realidad, esto es, como animales que a pesar de su civilización, de sus libros, de su religión, de sus inventos, no logran ocultar ni disimular su verdadera condición de animales. Los miraba andar por las calles, entrar a los edificios, a las tiendas, a los mercados y aquella actividad me recordaba la actividad de los hormigueros. Todos iban a trabajar para comer —también hay sus zánganos— y todos acarreaban cestos o paquetes con alimentos o comían de pie en las aceras o sentados en los restaurantes y en las fondas, pero siempre estaban echándose algo a la barriga, siempre estaban moviendo las quijadas y cuando no devoraban algo, veían a las mujeres, se excitaban viendo a las mujeres pintadas en los anuncios, en las carteleras de los cines, en los escaparates de los almacenes, las aguardaban en las esquinas y en las puertas y se iban juntos del brazo a los teatros y a los cines, a los bailes, a los restaurantes, a los hoteles y a casas especiales o a sus propias casas. Me asombraba de cuántas maneras se excita, se disfraza y se disimula el deseo de la carne en las ciudades. Nosotros los provincianos —lo diré de paso—, somos más directos en todo y no nos andamos con tantos circunloquios y remilgos para satisfacer nuestra hambre animal de pan y de mujeres.

»Comer, reproducirse, divertirse, curarse para seguir comiendo y reproduciéndose y al final morir, morir en su casa o en la calle de mala manera, o morir en un gran hospital o en un pequeño sanatorio para ser arrastrado, velado, saludado y llorado dentro de un cuarto alquilado a una empresa funeraria donde los muertos se hallan extendidos en elegantes pisos, en ocho o diez pisos que tienen cafetería y servicios sanitarios, y luego salir de allí en hombros, y ser arrastrado de nuevo a las orillas de la ciudad, a los cementerios urbanos, donde se quedará varios años bajo un monumento de piedra artificial —en México donde sólo hay piedras naturales—, eran las etapas principales seguidas por los habitantes de la ciudad, etapas que yo reconstruí paso a paso mientras me atracaba en los restaurantes o marchaba en los cortejos fúnebres detrás de la caja de un difunto desconocido.

»Concluidas las dos semanas, regresé a mi pueblo y tomé una decisión que tal vez le parezca rara: vendería flores. No serían rosas, ni claveles, ni crisantemos, sino otro género de flores que se vendieran a carretadas, unas flores grandes, hermosas, decorativas, que lo mismo sirvieran para una fiesta que para un velorio, unas flores sin tabú, como las gardenias que “huelen a muerto”, sin espinas como las rosas, sin la fragilidad de los claveles y los crisantemos, unas flores muy caras y muy buscadas que yo hiciera llover sobre la ciudad a precios irrisorios. Una lluvia de flores… Cuando era niño, en Veracruz, el martes de carnaval, las máscaras y los paseantes se arrojaban flores; por espacio de tres o cuatro horas, el aire se llenaba de pétalos y a eso le llamaban “lluvia de flores”».

Hablaba don Ulises hundido hasta la cintura en el océano de gladiolos holandeses que circunda Santiaguito. A lo largo de la carretera, ya invadida por la sombra de las montañas, se extendían los suntuosos tapices rosados, blancos y carmesíes de los bancales, y esas pinceladas brillantes eran no sólo una novedad en el viejo paisaje sino el contraste que reclamaban los tonos oscuros y densos de los pinares y los azules metálicos de las remotas serranías.

Docenas de campesinos cortaban las varas cargadas de flores recién abiertas y las apilaban al borde de la carretera para que los camiones de don Ulises las llevaran a México.

—Una lluvia de flores… mañana caerá sobre México y adornará las mesas de los banquetes, las bodas celebradas en las iglesias, las casas de los pobres y de los ricos, el ataúd de los muertos, las tumbas de los cementerios… Me dicen cacique. ¿No ha oído usted que me dicen cacique? ¿Por qué no llamarme gladiolero? Yo establecí ese oficio, a mí se me ocurrió la idea de importar millones de bulbos holandeses y sembrarlos en estas tierras donde antes se cultivaba maíz con un arado egipcio, yo he sido el creador de esta riqueza, pero mis enemigos hablan de que me enriquezco robando al ayuntamiento de Tajimaroa. ¡Pobres! ¿Sabe usted cuánto me dejan cada año mis gladiolos? Trescientos mil pesos, y los años buenos, medio millón. Ésta es mi riqueza. Sí, de los bosques, de los aserraderos, del trigo y de los frutales saco algo, pero todo se me va en comprar sementales y en construir los edificios del balneario porque pienso en el mañana y en los turistas que vendrán a gozar la bendición de esos manantiales de agua sulfurosa a los que nadie les prestaba la menor atención.

»Mi lema es sencillo: Más vale tener imaginación que buenos estudios. Yo no fui a la escuela, no pude ir a la escuela y no me arrepiento de ello. Inicié mi carrera con una ametralladora en la mano combatiendo a los reaccionarios y la gente se imagina que debo todavía defenderme con la ametralladora, sin saber que es una flor la que en realidad me defiende.»

Había tomado una vara de flores en botón y la sostenía delicadamente entre sus manos. Sobre los gladiolos revoloteaba un enjambre de mariposas y la gruesa figura del cacique con su cinturón cargado de balas, su pistola y sus ojos grises ávidos y penetrantes, se destacaba penosamente como la de un forajido que tratara de engañar a sus víctimas disfrazándose con los símbolos de los castos y de los bienaventurados.

Aquella vara cándida no podía disimular la brutalidad silenciosa y elocuente de la pistola ni aquellos bancales donde volaban las mariposas, la verdad que se ocultaba bajo su manto florido. Algunas tierras, en efecto, las había comprado al principio de su cacicazgo empleando la fuerza, el cohecho o la persuasión de las armas, y las tierras de Santiaguito vecinas a la carretera y sembradas de gladiolos, como no podía comprarlas ya que eran tierras ejidales, se las alquilaba a los indios por una miseria.

Nadie podía decir cuántas tierras poseía don Ulises, ni de qué maniobras se valía para hacerse de ellas, pues todo lo que se sabía de este hombre contradictorio, se sabía indirectamente, debido a ciertas indiscreciones o a ciertos hechos extraños, dudosos o escandalosamente melodramáticos. De tarde en tarde corrían rumores sobre propietarios de tierras que se negaban a venderlas y eran apaleados; no era raro tampoco que un indio borracho se refiriera amargamente a su condición de peón mal pagado mientras don Ulises se enriquecía con el cultivo de sus tierras, y en ocasiones, el pueblo llegaba a enterarse de un atropello, sólo porque la víctima desaparecía o porque los pistoleros del cacique, en el diario desfile, por un exceso de orgullo profesional tenían a bien acentuar su arrogante insolencia.

No puntualizo hechos. Registro más bien rumores, sucesos turbios y poco consistentes que dan una idea del clima de terror en que vivíamos. Había tanta distancia entre el fingido revolucionario-civilizador-padre de familia-anfitrión-generoso-protector de los indios y el rapaz-lujurioso-tiranuelo-explotador, como la distancia metafísica que existía entre su ametralladora y la vara de flores blancas sostenida piadosa, delicadamente como un cetro de patriarcal gobierno y de égloga sempiterna.