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ASÍ LAS COSAS, una tarde de mediados de noviembre, estalló un incendio en la montaña. A las 7, desde mi claustro, pude ver el círculo de fuego que avanzaba en las faldas lejanas y la humareda remontarse e invadir el cielo estrellado.

Una hora más tarde, los ingenieros y capataces de la compañía maderera andaban en el pueblo reclutando voluntarios para extinguir el incendio. Sin que nadie me lo pidiera mandé tocar a rebato, alquilé diversos camiones y en el jeep de la parroquia me trasladé a la montaña. Cuando llegué ardían dos kilómetros de bosque, los pinares contiguos se estremecían presintiendo la amenaza, y el pasto seco, ese pasto cargado de espigas que en el verano mezcla su dulce aroma al de la yerbabuena y el tomillo, se quemaba crepitando y retorciéndose.

Los feligreses —no menos de quinientos— derribaban a hachazos los pinos o armados de gruesas ramas de encino luchaban contra las llamas sin importarles las quemaduras, ni los troncos que de tarde en tarde caían envueltos en humo y en torbellinos de chispas.

A medianoche se había logrado dominar el incendio. Los hombres tenían un aspecto extraño. Sus dientes brillaban en las caras negras, empapadas de sudor, y a pesar del cansancio y de que sus pobres ropas —tal vez las únicas— estaban desgarradas, cantaban alegremente.

Una semana después El Diario de Morelia publicó una noticia inesperada: La compañía maderera, deseosa de manifestar su gratitud «a los espontáneos salvadores de nuestra riqueza forestal» —según decía el anuncio—, había decidido recompensarlos depositando la suma de veinte mil pesos en el Ayuntamiento para que fuera «este respetable cuerpo», el encargado de su distribución.

Los vecinos, sorprendidos —habían trabajado desinteresadamente y sin aguardar ninguna recompensa—, creyendo tener el dinero en su bolsa, nombraron una comisión encargada de cobrarlo, pero los días transcurrían, la comisión perdía el tiempo en hacer antesalas, y el Alcalde retenía la suma alegando diversos y fútiles pretextos que sólo aumentaban la irritación del pueblo.

El diez de diciembre, casi un mes después de sofocado el incendio, se anunció oficialmente que los veinte mil pesos se habían destinado a saldar la vieja deuda contraída por el Ayuntamiento con motivo de las obras del agua potable, y este nuevo fraude —las obras en cuestión se habían pagado mediante excepcionales contribuciones y sin que nunca se le rindieran cuentas al vecindario— se unió a la cadena de los pasados fraudes y la tensión se hizo insoportable.

Se hablaba del cacique abiertamente, sin que a la gente le importaran las consecuencias, dispuesta a «que saltara todo de una vez», y como era de temerse, don Ulises respondió encarcelando y apaleando a los rebeldes, pues no estaba dispuesto a dejarse faltar al respeto, ni a que un «pueblo de gallinas» pisoteara —fueron sus mismas palabras— el principio de autoridad.

Iniciábase una época de venganzas y represalias sin término visible, y pensé que mi deber consistía en hablar con don Ulises. Quizá no me quedaba otra salida. Alentaba la esperanza de ser escuchado, de intentar una conciliación y una mañana, no sin hacerme violencia, me presenté en su oficina del aserradero.