31
Lloro durante todo el fin de semana. Begoña se queda conmigo a dormir. Me abraza, suelta lágrimas conmigo, me prepara crepes de chocolate y nata. Me confiesa que sigue a Adrián por Facebook y que él había puesto que asistiría a un evento en ese pub, por lo que convenció a Sebas para que fingiera que era idea de él llevarme allí. No puedo enfadarme con ella, sé que lo hizo para ayudarme. Trata de tranquilizarme y darme esperanzas, pero sé que ya no las hay. Porque, al fin y demasiado tarde y mal, he comprendido que tanto Adrián como yo hemos sufrido mucho, y que el amor no fue suficiente y quizá nunca lo será.
Juro a Begoña que estoy fatal porque lo echo de menos, y no por el despecho de que me rechazara. Mi amiga sonríe como una mami comprensiva y asiente con la cabeza.
¿Por qué, en aquello que concierne a nuestro corazón, muchas veces son los demás los que se dan cuenta de la verdad antes que nosotros?
Siempre tratando de engañarme, siempre viviendo mal… ¿Cómo voy a poder solucionar ahora todo eso, después de tantos años?
Begoña insiste en que debo escribir a Adrián, llamarlo o lo que sea, pero niego una y otra vez, me sueno la nariz y cambio de tema. En otros momentos me maldigo por haberme convertido en una ñoña sentimental y ella me reprocha con la mirada.
—Blanca, en cuestiones de amor hay que ser una mosca cojonera en ocasiones.
—No soy así —niego, sollozando por enésima vez.
—¿Es por eso o por tu orgullo?
—Es que no voy a arrastrarme.
—¿Y quién dice que hagas eso? Mira que eres dura de mollera… —Me da unos golpecitos en la cabeza—. ¿No entiendes que ellos se parecen más a nosotras de lo que creemos?
—Ni que tú supieras mucho de eso —le recuerdo, y chasca la lengua.
—Está claro que más que tú, porque si me hicieras caso ahora no estarías así, con tu cabeza en mis piernas, el pelo grasiento y la nariz escocida.
—¿Y cómo estaría, lista? —Me incorporo y me aparto, arreglándome la melena.
—En las sábanas de Adrián, Blanca. En esas sábanas que son las que te hacen feliz, y lo sabes.
Suelto un bufido frustrado y vuelvo a dejarme caer sobre sus piernas. Me echo a llorar como una niña. Bego me acaricia la barbilla y suspira. Seguro que también ella está hasta el toto de mí.
—Adrián recapacitará. Tiene miedo, eso es todo. Como tú. Está negándose lo evidente porque teme dañarte. A veces no hay que dejar pensar mucho a las personas, pues toman decisiones estúpidas. Apenas lo conozco, pero creo que es un hombre inteligente y que se dará cuenta de que en esta vida hay que arriesgar, y si las cosas salen mal, se aprende de ello y se empieza por otra parte.
—No lo sé. Es un cabezón como yo.
—¿Y lo de mañana qué?
Me tapo la cara con las manos y muevo la cabeza. Por Dios, otra cosa que no quiero recordar.
—Van a despedirme. —Lloriqueo.
—¿Solo a ti? ¡Como si Marcos no fuera culpable también!
—Me echarán la culpa solo a mí —insisto.
—Maja, que él también metió su cosita, ¿no? ¿O es que pasaba por allí, se cayó encima de ti y te la introdujo sin querer?
La muy perraca me hace reír aun con lo hecha mierda que estoy. Me levanto de nuevo y me acurruco entre sus brazos. Bego me da palmadas en la espalda como a un bebé.
—No quiero ser esa Blanca que estarán pensando que soy —susurro al cabo de un rato, con los ojos hinchadísimos.
—Sé la que tú quieras, cariño. Pero escúchame bien y hazme caso por una puñetera vez: pasa de lo que digan los demás. Tienes treinta años, eres una mujer lista, preciosa, divertida y trabajadora. Eres valiente. Eres única. Y haces lo que te da la gana en la vida. No permitas que nadie te quite eso, porque la libertad es lo único bonito que tenemos. Los prejuicios siempre estarán ahí y los demás siempre los tendrán. Sin embargo, solo habrá una persona que pueda quererte como nadie.
—¿Quién? —Abro los ojos, sorprendida ante su discurso.
—Tú. Y entonces, cuando hayas aprendido a quererte, el hombre al que elijas te querrá igual.
Asiento conmocionada. Begoña me achucha con todas sus fuerzas.
—Así que mañana, por favor, no te achiques ante ese gilipollas. El que la ha jodido es él, no tú. Puede que tú cometieras un error, pero él también. Que lo asuma, que se dé cuenta de que no debe tratar así a las mujeres. Y espero que tu jefe también sea consciente de ello.
El resto de la tarde del domingo lo pasamos viendo series en Netflix. Begoña está enganchada a House of Cards, que trata de corrupción política y demás. Yo no pillo una mierda. Pienso en lo que va a suceder mañana, en cómo será mi vida a partir de entonces y, entre una rallada y otra, los ojos de Adrián se asoman a mi mente y me provocan un dolor insoportable en el pecho.
Bego se queda a dormir conmigo. Doy vueltas en la cama y tan solo a las cinco de la mañana, dos horas antes de que suene el despertador, caigo en un sueño intranquilo y lleno de pesadillas relacionadas con mi adolescencia. Al abrir los ojos me duele todo el cuerpo. Y más. Algo en el interior, algo que va más allá de los músculos, me atenaza.
Begoña ha insistido en preparar café, aunque no sé a ciencia cierta si me sentará bien. Mientras tanto, me doy una ducha larga y caliente. Y recuerdo a Adrián. Sus palabras se clavan en mi piel y me entran ganas de llorar. Logro contenerme. En poco tiempo tendré que mostrarme segura ante el hombre que decidirá mi situación laboral.
Begoña se empeña también en llevarme al despacho. Dice que esta mañana no estoy en condiciones de conducir. Le sonrío con una tostada a medio comer en la mano. Echo vistazos al móvil y ella mueve la cabeza, como regañándome. Sigue creyendo que debería llamar a Adrián y quedar con él para hablar. No estoy segura de que me lo cogiera.
En el Focus de mi amiga empiezan a temblarme las piernas. Ella charla de tonterías para que me olvide de todo durante unos minutos. No lo logra. Al mirarme en el espejo retrovisor descubro lo pálida que estoy. Ni siquiera el maquillaje me ha ayudado.
—Estaré trabajando, pero llámame con lo que sea —me dice cuando llegamos al edificio del bufete.
Asiento con la cabeza y la abrazo. Bego me frota la espalda y me susurra que todo irá bien.
Mis tacones resuenan en el suelo y me provocan una ligera jaqueca. Me mareo nada más cruzar la puerta. Cierro los ojos, cojo aire, aprieto el maletín. Me estiro la falda. Me he vestido mucho más sobria de lo normal, como si eso fuera a solucionar algo.
Los compañeros me saludan cuando paso por la sala del café. Les hago un gesto con la cabeza y prosigo mi camino. La reunión es a primera hora de la mañana, y tengo claro que nuestro jefe ya estará esperándonos tras su escritorio. Descubro la figura de Marcos, esperando delante de la puerta. Las piernas aún me tiemblan más. Sin embargo, me obligo a caminar lo más serena posible. Al plantarme a su lado, Marcos carraspea.
—Buenos días.
No contesto, aunque mantengo la cabeza bien alta. Begoña me dijo que no me achantara y es lo que voy a hacer.
—Blanca, yo…
Alzo una mano y la agito para darle a entender que no es momento de hablar. Además, si abro la boca ahora me saldrá una arcada porque me encuentro fatal. Con el rabillo del ojo veo a un Marcos inquieto que taconea en el suelo.
Tras unos minutos que se me antojan eternos, la puerta se abre y nuestro jefe aparece con cara de pocos amigos. Nos indica con el brazo que pasemos. Primero yo, después Marcos. Las manos me sudan tanto que el maletín casi se me escurre. Tomo asiento, rígida y muy seria. Necesito un vaso de agua, pero no es plan de ponerme a pedir.
Saúl ocupa su silla frente a nosotros y nos mira con las manos cruzadas. En sus ojos advierto que no está contento, y nunca había sido así, siempre me había tratado con simpatía.
—Supongo que sabéis por qué estamos aquí los tres —dice.
Tanto Marcos como yo asentimos con la cabeza. Él se frota las manos, y pienso que quizá ha comprendido su error. Aun así, estoy segura de que quien saldrá malparada aquí…
—Dado que he tenido que ausentarme durante estas semanas, no he podido sacar nada en claro. Sin embargo, he estado meditando sobre lo que posiblemente ha ocurrido y quisiera recordaros las normas del bufete.
—No es necesario, señor —interviene Marcos.
Saúl ladea el rostro.
—Sabéis que las relaciones personales no están permitidas.
—Fue un malentendido —dice mi compañero.
Saúl y yo lo miramos con sorpresa. Me apresuro a cambiar el gesto para que el jefe no se dé cuenta.
—¿Qué quieres decir, Marcos?
—La señorita Balaguer y yo no hemos tenido nada.
Casi se me cae la barbilla al suelo. Pero ¿qué…? De verdad que no entiendo nada.
—Entonces… ¿qué ocurrió la noche de la cena?
—Como le digo, un error. Fui yo quien insistió a Blanca para salir juntos y… algo más. Ella en ningún momento dio su brazo a torcer, ni siquiera para tomar una copa. Como usted dijo, es una profesional. Me comporté como un hombre despechado.
Saúl vuelve el rostro hacia mí y se me queda mirando fijamente, como para advertir alguna señal en mi semblante. Me mantengo seria.
—¿Es eso cierto, Blanca?
Estoy a punto de decir que, en realidad, la cosa no fue así, porque, aunque Marcos se comportó como un cabrón, los dos tuvimos parte de culpa al ir en contra de las normas del despacho. No voy a dejarle a él con todo el marrón. No me lo perdonaría. Sin embargo, Saúl se adelanta, asiente y carraspea.
—Sois dos de mis mejores abogados, y no me gustaría tener que hacer algo que nos perjudicase a todos. —Se frota la barbilla, pensativo—. No es propio de un hombre adulto y de un buen compañero lo que hiciste, Marcos, de modo que espero que te disculpes ante Blanca. —Marcos va a abrir la boca, pero Saúl no le deja—. No ahora. Tengo una reunión importante con unos clientes. Además, eso es algo que debéis hablar vosotros. Lo único que no quiero es que haya malentendidos en el trabajo. El espíritu de equipo en nuestro bufete es muy importante y deseo que siga así.
—Por supuesto, señor —coincide Marcos.
—¿Tienes algo que decir, Blanca? —me pregunta Saúl esbozando una sonrisa.
Dejo escapar todo el aire que estaba reteniendo. Creo que hasta me dolían los pulmones.
—¿Habrá represalias contra Marcos? —murmuro.
No sé por qué, pero me siento mal. No quiero que lo despidan ni nada por el estilo si me protege. Si es así, confesaré. Prefiero cargar yo también con las culpas.
—Claro que no. A no ser que estés muy enfadada con él —bromea Saúl. Dibujo una sonrisa nerviosa—. Pero como os he dicho, me gustaría que solucionarais vuestros problemas. Y, sobre todo, que no vuelva a ocurrir algo como lo de la cena, por favor.
Nos deshacemos en halagos. Le rogamos que nos disculpe, le repetimos un montón de veces que muchas gracias y, al fin, casi nos echa del despacho porque tiene prisa. Nada más cerrar la puerta suelto un suspiro aliviado. Miro a Marcos un poco avergonzada, pero me corresponde simplemente con una sonrisa apretada y se marcha a su despacho sin permitirme hablar.
A lo largo de la mañana pienso en cuáles habrán sido sus motivos para hacer algo así. Al final resulta que no es tan mala persona como creía. Me siento en deuda con él, de modo que le envío un correo electrónico de agradecimiento. No recibo ninguna respuesta.
A mediodía Begoña me escribe para preguntarme qué tal ha ido. Aprovecho la pausa de la comida para ir al bar más cercano y charlar por teléfono con tranquilidad. Cuando le cuento lo que ha pasado flipa en colores, aunque menos que yo, claro.
—Definitivamente, esto me ha devuelto la fe en los hombres —exclama.
—¿Tanto como para…?
—¡Eh, no te pases, cariño! —exclama, y se echa a reír, contagiándome.
Engullo un menú del día compuesto por ensalada mediterránea de primero, sartén de huevos con patatas a lo pobre de segundo y flan con nata de postre. Dios, qué poco había comido este fin de semana. Tenía el estómago vacío.
El resto de la tarde la paso trabajando en un par de casos que no entrañan ninguna complicación. La verdad es que el último fue demasiado estresante, pero no lo cambiaría por nada y ahora echo de menos no tener uno que suponga para mí un desafío. Cinco minutos después de las ocho apago el ordenador y me preparo para regresar a casa. Todavía estoy en una nube. No acabo de creerme lo que ha sucedido. Con lo que he sufrido estas semanas… Al salir al pasillo descubro la figura de Marcos ante el ascensor. Me apresuro a cerrar con llave mi despacho para alcanzarlo y darle las gracias, pero las puertas se cierran antes de que pueda. Decido bajar por la escalera porque si espero no lo pillaré. Además, me servirá como ejercicio. La carrera que me echo es inhumana. Llego abajo sudando y sin apenas poder respirar, y eso que ya no fumo. Pero por suerte Marcos está en la puerta charlando con otro compañero. Espero a que se despida y lo sigo calle abajo. Imagino que irá a por su coche. Una vez que hemos doblado la esquina lo llamo. Se da la vuelta y me mira con expresión inquieta.
—¡Marcos! —Me acerco corriendo y tengo que inclinarme hacia delante para recuperar el aliento. Cuando me incorporo está mirándome asustado—. No sé si has leído el correo que te he enviado…
—Sí, lo he hecho. —Esboza algo que se asemeja a una sonrisa—. Gracias.
—No… —Me quedo callada unos segundos. Joder, ¿qué debería decirle?—. Soy yo quien te da las gracias. Te has expuesto por mí. Has dado la cara. —Me aparto el flequillo de un bufido—. De verdad, te lo agradezco mucho. No era necesario. Podrían haberte despedido o qué sé yo.
—Es lo menos que podía hacer —murmura alterado—. Estuve reflexionando estas semanas pasadas y al final comprendí que mi forma de actuar no había sido la apropiada. Con lo que dije di una imagen de ti que no es la correcta.
—¿De verdad lo crees? —pregunto con los ojos muy abiertos—. ¿No piensas que soy…?
—No pienso nada de ti, Blanca. Al menos, nada malo —suelta con una risa nerviosa.
—Pues… vale. —Aprieto el maletín con los dedos—. Cualquier cosa que necesites de mí…
—Gracias a ti también por no haber mencionado lo de aquel día, en tu despacho.
Asiento con la cabeza. Se despide con una sonrisa y se aleja calle abajo. Me quedo plantada con la cabeza dando vueltas y una sensación de tranquilidad infinita. Y con la certeza de que, a partir de ahora, la Blanca que quiero ser actuará de manera correcta. Reflexionará antes de tomar decisiones. No tendrá más miedo. Será una Blanca real.
Y eso también incluye decidir qué es lo que debo hacer con Adrián. ¿Luchar? ¿Sincerarme por completo? ¿Desnudarme?
La vida está dándome oportunidades, y tengo que aprovecharlas.
—¡Blanqui! —exclama mi hermano con su habitual alegría.
—Pásame a mamá, por favor —le pido.
—Joder, tía, ¡ya ni quieres hablar conmigo! —se queja.
—No es eso. Pero dile que se ponga —insisto.
Después de reflexionar durante toda la semana, hoy, viernes noche, estoy en el sofá de casa con una tila en la mano para calmar los nervios de mi estómago. Si hay alguien que puede aconsejarme con toda su sabiduría y experiencia, esa es mi madre. Una madre siempre trata de hacer lo mejor para sus hijos y es como si, en su interior, tuvieran la frase adecuada para cada sentimiento y situación. Ni Begoña, ni Sebas, ni siquiera Emma… Solo mi madre, la que me llevó en su vientre nueve meses, la que tanto me cuidó de pequeña, la que dormía conmigo cuando tenía pesadillas, la que siempre estuvo ahí e hice a un lado. Y la necesito. Al final me he dado cuenta.
—¿Blanca? ¿Pasa algo? —inquiere con voz asustada.
—Mamá… —empiezo, un poco insegura. No habla, consciente de que lo que voy a decirle es importante—. ¿Alguna vez tuviste miedo al amor? —De inmediato soy consciente de que la pregunta no es la más adecuada.
—¿Qué quieres decir, hija?
—¿Alguna vez tuviste miedo a que papá te hiciera daño? —reformulo.
—¡Ay, Blanca! Si tú supieras, cariño… Tu padre, ahí donde lo ves, era de armas tomar. Se llevaba a las chicas de calle con sus cuellos subidos a lo John Travolta, su pelazo y sus aires de seductor —cuenta divertida—. Tenía fama de ligón. Así que imagina, ¡claro que me daba reparos!
—Entonces ¿qué te hizo seguir adelante?
—Pues… No sé, muchas cosas. Cómo me miraba, lo que me decía… Bueno, a veces pensaba que seguramente se lo habría dicho también a otras, y cuando se le acercaban en los guateques imaginaba que en cualquier momento me dejaría y se iría con otra mejor. —Se echa a reír—. Pero mira tú que, después de todo me pidió que fuéramos novios… y le respondí que sí. No me lo pensé ni un minuto. Quería estar con él, me daba igual lo demás.
—¿Incluso que te rompiera el corazón? —insisto.
—¿Por qué me preguntas esas cosas, hija?
—Contesta, por favor.
—Pues claro que sí, Blanca. Incluso que me rompiera el corazón. Si no hubiera estado con él se me habría roto igual porque no habría vivido muchas cosas. Cariño, siempre he pensado que es mejor arrepentirte de lo que has hecho que llegar a vieja y caer en la cuenta de que has tenido una vida pobre, en la que has tomado caminos equivocados por inseguridades o por miedos. Hay que luchar por lo que se quiere.
Se calla de repente. Oigo a mi hermano gritando algo y a mi madre respondiéndole también a berridos. Me tapo la boca para no reír. Segundos después, regresa al teléfono.
—El bobo de tu hermano, que dice que parezco Paulo Coelho. ¿Quién es ese?
—Tus palabras son maravillosas, mamá —la animo.
—Lo sé —se jacta, orgullosa—. Pues eso, mi amor, si uno se cae, se levanta otra vez y punto. Y es mejor caerse y aprender. Es la forma perfecta de hacerlo. —Otro silencio y, a continuación, me pregunta—: ¿Es que hay algún chico que…?
—Mamá, solo otra cosa. ¿Has sabido últimamente de Adrián?
—Fíjate tú, qué casualidad, que vino el jueves por la mañana al pueblo. Ya terminó la obra y está contentísimo porque ha sido un éxito. No sé si todavía andará por aquí, como no he ido a casa de su madre…
—¡Gracias! —exclamo, y le mando unos cuantos besos.
—Pero ¿qué pasa? —quiere saber, aturdida, pero cuelgo sin darle tiempo a añadir nada más.
He de salir ya, porque lo que más deseo es poner en práctica los consejos de mi madre, que sabía que iban a darme el empujón necesario. Me levanto del sofá de un salto y corro a la puerta. Ni me pongo chaqueta. Cojo las llaves del coche y nada más. Ni siquiera el móvil. En el ascensor doy vueltas, me miro en el espejo, inspiro y suelto el aire. «Ya está, Blanca. Es ahora o nunca. Es la última oportunidad de hacer las cosas bien.»
Me meto en el coche y arranco a lo bestia. Conduzco como una loca. El GPS me avisa varias veces de que estoy sobrepasando el límite de velocidad. No pienso en las multas. Me falta tiempo. Me sobran ganas. Unos ojos se dibujan en mi cabeza. Unos tatuajes. Unos labios que ansío besar.
Llego al pueblo diez minutos antes de lo planeado al haber volado en la carretera. Menos mal que apenas había tráfico. Me dirijo al piso de Adrián y aparco en un vado. No encuentro más huecos y ahora mismo me importa un pimiento que una grúa se lleve mi preciado coche. Hay otra cosa que me interesa muchísimo más: soltar todo lo que llevo dentro y conseguir que Adrián cambie de opinión.
Alzo la cabeza y veo que hay luz en su ventana. ¡Sí, sí, está en casa! Me pongo nerviosa. Un retortijón me retuerce el estómago. No hay marcha atrás. Por favor, si hay alguien ahí arriba, ¡que me ayude en esto!
Me acerco a los timbres y pulso el de su apartamento. Espero unos minutos sin recibir respuesta. ¿Y si se ha asomado y ha visto mi coche? Llamo a otro piso y una chica contesta. Le pido, por favor, que me abra, que la persona a la que vengo a ver está en su casa, pero no debe de escuchar el timbre. Lo consigo. Entro en el portal a trompicones y corro a la escalera. Pasando del ascensor. Me falta tiempo. Me sobran besos para regalar a Adrián.
Alcanzo su rellano y me detengo unos segundos para tomar aire. Después me acerco y llamo a la puerta con los nudillos. No es que sea muy tarde, pero quizá se ha quedado dormido… Qué sé yo. Tras unos intentos más, mis esperanzas empiezan a decaer. Y cuando estoy a punto de darme por vencida (¿por qué cojones no habré traído el móvil?), oigo unos pasos tras la puerta. Sé que está oteando por la mirilla. Alzo la mirada.
—Por favor, Adrián, ábreme. Te lo suplico… He venido para hablar contigo, para poner las cartas sobre la mesa. No voy a mentirte. Voy a ser la Blanca auténtica. Te lo juro —lo suelto todo de carrerilla.
Un suspiro al otro lado de la puerta. Apoyo la frente en ella y murmuro unos cuantos «por favor». Y al fin… me abre.
Adrián me observa con los labios apretados. En sus ojos advierto confusión, tristeza y algo de enfado. De nuevo me he quedado sin palabras.
—¿Qué haces aquí? —pregunta con tono seco.
—Déjame hablar, te lo ruego. Permíteme decirte todo lo que siento. Todo lo que puse en esa carta hace diez años, y mucho más. —Le suplico con la mirada y, al ver que parece dispuesto a escuchar, prosigo—: Tenía miedo, y sigo teniéndolo. Soy la persona más cobarde del mundo, probablemente. Reconozco que pensaba que no eras el adecuado para mí, que me harías mucho daño. Ya estaba harta de sufrir. No creía en nada ni en nadie. Y, joder, aparte estaba mi orgullo. Y no sé amar. No he mantenido una relación seria con nadie en todos estos años. No he podido.
—Blanca, Blanca… Espera, hablas demasiado rápido. Me confundes —dice levantando una mano.
—No quería abrirme a nadie porque pensaba que todo el mundo era cruel. Pero me he dado cuenta de que no, de que hay personas buenas y tú eres una de ellas, y, a decir verdad, has intentado solucionarlo todo. Y yo he dado pasos hacia atrás en lugar de hacia delante.
—Continúas hablando como un robot —murmura nervioso. Eso me insufla esperanzas porque quizá esté derribando sus barreras.
—Lo siento. Adrián, lo siento. Siento todo. Siento si fui una niña cobarde y si lo soy aún. Siento no ser capaz de expresar mejor lo que tengo aquí dentro. —Trago saliva, con el corazón golpeándome en el pecho—. Temes dañarme otra vez. —Me quedo callada unos segundos—. Pues da igual, Adrián. Porque puedo hacerme más fuerte contigo, porque en realidad lo único que quiero es que podamos intentarlo, que dejemos los miedos atrás sin pensar más en el pasado.
—Blanca, en serio, creo que no es el mejor momento para hablar de esto.
Su gesto serio me inquieta, pero no pienso desistir. Begoña me dijo que fuera una mosca cojonera.
—Contigo me siento libre. Me siento yo. Espero no haberme dado cuenta demasiado tarde. —Me atrevo a adelantar un brazo y cogerle una mano. Se muestra tenso, aunque no la aparta—. ¿Te gusta quién eres cuando estás conmigo?
—Joder, sabes que sí. Siempre me ha encantado estar a tu lado porque me sentía bien —dice, y se muerde el labio inferior—. Pero no estoy seguro de saber quererte como tú necesitas.
—Solo porque no nos quieran como nosotros deseamos, no significa que no nos quieran más que a nadie.
Ni yo misma sé de dónde he sacado esa frase, pero me ha quedado de puta madre y la siento totalmente sincera. Adrián abre la boca, sorprendido. Mueve la cabeza. Sus dedos me aprietan… Y… Me juego la última carta. Me lanzo a besarlo, consciente de que, si ahora no me acepta, no lo hará nunca.