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Creo que ella es una persona cabal. O, al menos, es lo que siempre me ha parecido hasta que su familia se entrometió. Si consiguieras convencerla de que lo que quiere no es seguro y que probablemente no funcionará… Tuvimos una buena relación como clienta y abogada la anterior vez. Sin embargo, esta no lo he logrado. Cuando eches un vistazo a todo el papeleo te darás cuenta de que antes todo fue complicado y, ahora, si se mantiene en sus trece, aún lo será más. El otro abogado es duro de pelar.
Nieves habla y habla. Se pasa al menos diez minutos parloteando ella sola, y sé que esto no es mera cháchara, que no es Begoña poniéndome al día de su último enamoramiento, sino que estoy ante otra profesional a la que le he pedido la venia. Debería poner toda mi atención y los cinco sentidos en lo que la mujer que está enfrente de mí me explica, pero no sé por qué, por más que lo intento, no lo consigo.
—¿Estás bien, Blanca?
Parpadeo ante su pregunta. Al parecer, se ha dado cuenta de que estoy en otro mundo y no aquí. No obstante, trato de disimular y asiento con la cabeza. Cojo los expedientes que me ha traído y abro uno al azar, como si estuviera muy concentrada. Dios, no puedo darle la impresión de que soy una pésima profesional porque quizá lo largaría en el despacho. Me digo a mí misma que ya está bien. Hace casi una semana que regresé del pueblo y ya va siendo hora de que retome mi vida, de que deje atrás lo que ocurrió allí.
—Me duele un poco la cabeza, pero sí, estoy bien. —Asiento, y dedico una sonrisa a la mujer de aspecto serio que me observa con inquietud.
—Imagino que todo te ha venido demasiado de sopetón —dice comprensiva. Tiene unos cuarenta años, mucha más experiencia que yo y, por lo tanto, sabe que nuestra profesión en muchas ocasiones resulta muy complicada.
—No te preocupes. Me gustan los casos así.
—¿Tienes muchos últimamente?
—Unos cuantos. No son complejos, aunque algunos están paralizados. —Suelto un suspiro, aún con la vista posada en las líneas del dossier que he abierto—. Es lo que menos me agrada de todo esto. Seguro que tú ya estás más acostumbrada, pero yo pensaba que podría dejar al margen mis sentimientos. —Alzo la vista para mirarla.
—Al contrario, Blanca. —Da un sorbo a su cortado y sonríe—. Es con el paso de los años que vas entendiendo cómo funciona la justicia.
—A veces vienen familias pidiéndome explicaciones o rogándome que todo vaya más rápido… Y me encantaría. Pero no siempre está en mi mano.
—Quédate con esto que voy a decirte: nosotras no tenemos la culpa. Lo hacemos lo mejor que sabemos y podemos.
—Lo sé.
Se me escapa un suspiro. Me termino el café y me rasco la barbilla, deseosa de fumarme el cigarrillo de después. Imposible, ya que Nieves ha preferido que lo tomásemos dentro de la cafetería para estar más tranquilas que con el jaleo de la terraza.
—Eres muy joven. Y buena. Eso lo sé también. —Me guiña un ojo de manera casi imperceptible—. Pero aún te queda mucho por delante y vas a encontrarte de todo. Desde casos muy sencillos que se resolverán fácilmente hasta otros que te llevarán por el camino de la amargura y con los que experimentarás todo tipo de sentimientos, desde frustración hasta deseos de apuñalar a alguien. —Se echa a reír. Nieves es una mujer de aspecto formal y serio, pero lo cierto es que resulta bastante divertida cuando se la conoce bien—. Recuerdo un caso que tuve hará unos seis años. Dios mío, jamás podré olvidarlo. Malos tratos, alcoholismo, drogadicción, mujer sumisa que denunciaba pero después daba la razón al marido… Todos sufrimos; los que más, los niños. Una pena. Eran pequeños, aunque con la suficiente edad para darse cuenta de lo que ocurría.
—Todavía no me he encontrado con algo así.
—Ahora sí. —Me señala todos los expedientes que hay esparcidos por la mesa—. Y vas a tener la oportunidad de demostrar a todos lo que vales.
—¿Sabes que de cría quería ser periodista? —le confieso con una sonrisa tímida.
—Seguro que habrías tenido menos dolores de cabeza. —Se ríe de manera abierta—. De todas formas, creo que la profesión que has elegido va contigo.
—Gracias. —Asiento con la cabeza. Viniendo de ella, me siento muy halagada.
Quince minutos más tarde nos despedimos en la puerta del café. Me dice que, si tengo algún problema, la llame, que no tiene ningún inconveniente en echarme una mano. Se lo agradezco enormemente, aunque lo más probable es que no la telefonee. Me gusta hacer las cosas por mí misma, aunque necesite ayuda.
Dejo mi maletín en el suelo y la bolsa que me ha traído. Pesa, la condenada. Me enciendo un cigarrillo mientras observo cómo se aleja. Madre mía, qué ganas tenía de dar estas maravillosas caladas. Aunque estoy pensando en dejar de fumar. Dicen que engordas, pero… ¿Y lo que ganaré en salud? Al menos saldré a correr sin ahogarme. Y me ahorraré dinero que podré gastar en bolsos, zapatos, ropa…
Una vez que he terminado el pitillo cojo el maletín y la bolsa y me encamino al coche. La leche, no recordaba que lo he aparcado a unos diez minutos de aquí. ¿Veis? Otro motivo por el que debo dejar de fumar: solo he dado unos cuantos pasos y ya voy resoplando.
Estoy esperando en un semáforo cuando, con el rabillo del ojo, advierto que alguien me mira. Al volver la cabeza me topo con un chico, más o menos de mi edad, bastante atractivo. De sus orejas cuelgan unos auriculares, e incluso desde aquí aprecio la escandalosa música. Me dedica una bonita sonrisa. Tiene los dos dientes delanteros un poquito grandes. Se me seca la garganta, pero obligo a mi mente a no asociar esa imagen con otra que no es buena para mí.
El chico se saca un auricular y señala mis enseres sin borrar la sonrisa.
—Vas un poco cargada, ¿no? —También posee una bonita voz.
—Ya ves —confirmo con una risa.
—¿Adónde vas?
—Pues mi propósito es llegar al coche. Si lo consigo, me doy con un canto en los dientes.
Se echa a reír y se muerde el labio inferior de una forma exquisita. El pulso se me acelera en las muñecas. «Ay, Blanca, esa cabeza tuya tan loca y pervertida…»
El semáforo me salva, aunque no por mucho tiempo. Él se acerca y hace amago de cogerme la bolsa. Por un instante me siento tentada de rechazar su ayuda, pero como no quiero parecer una maleducada, me callo.
—¿Dónde está tu coche?
—Dos manzanas más allá. Cerca de la estación de tren.
—Pues vamos en la misma dirección, así que asunto arreglado.
Se adelanta a mí y empieza a cruzar el semáforo. Me quedo observando su culo, enfundado en unos vaqueros cortos. Está muy en forma, para qué mentir. Lleva una camiseta de color azul oscuro que le marca todos los músculos. Justo en ese momento se da la vuelta para comprobar que lo sigo y me pilla con los ojos en la masa. Trato de disimular, aunque imagino que se ha dado cuenta porque su sonrisa se ensancha. Una vez que hemos cruzado, me pregunta:
—¿Puede saberse qué es todo esto que llevas aquí?
—Papeleo del trabajo.
—¿A qué te dedicas?
—Soy abogada.
—Ya me imaginaba que sería algo de eso.
—¿Por qué? —Me muestro divertida.
—La ropa, el pelo, tu manera de andar y de ir tan recta…
—¿En serio? ¿Así es como piensas que somos las abogadas?
—Al menos, tú sí.
Ambos nos reímos. Cinco minutos después llegamos a mi coche. Gracias a él, no se me ha roto la bolsa o se me han quebrado los brazos. Me ayuda a descargar todo en el maletero. Cuando lo cierro, está observándome con las manos en los bolsillos.
—Bueno, pues muchas gracias —digo simplemente.
—¿Solo eso? —Finge estar triste. Me fijo en que tiene un hoyuelo en la barbilla y unos ojos del color de la miel muy expresivos. Es de lo más atractivo, el cabrón—. Después de todo el esfuerzo que he hecho me merezco algo más, ¿no?
—¿Como qué?
—Tu nombre.
—¡Ah! Blanca.
Alargo la mano para estrechar la suya, pero se inclina, me agarra de la cintura con fuerza (por Dios, qué dedos) y me planta un beso en cada mejilla. También huele bien. Si no me equivoco, es Bambú de Adolfo Domínguez. Reconozco que soy una fanática de los perfumes masculinos.
—Yo soy Sebas —me dice tras separarse.
—Encantada, Sebas.
Sonrío y, a continuación, saco la llave del bolso con la intención de meterme en el coche. No obstante, me reclama de nuevo.
—¿Y no me merezco algo más?
—¿Qué? —pregunto fingiendo impaciencia, aunque he de reconocer que la situación me resulta divertida. Lo que a mí me gusta coquetear con un tío. Temía que, después de mi visita al pueblo, esa Blanca hubiera desaparecido.
—Pues no sé. Algo como una invitación a una cerveza… —deja caer, alegre.
—Ya has podido comprobar que estoy muy ocupada. —Señalo el maletero. No es una excusa, es la verdad. Esta tarde he de empezar a ponerme al día. Y a tope.
—No digo ahora, ni hoy o mañana… —Se rasca la barbilla decorada por una fina barba rubia—. Te doy mi número y me llamas cuando te apetezca desconectar de todo ese trabajo.
—Suena bien —acepto—. Vale, apúntamelo. —Extraigo el móvil del bolso, entro en la agenda y se lo preparo—. Toma.
Un par de segundos después lo tengo guardado. Él se queda mirándome mientras guardo el teléfono.
—¿Qué? —pregunto sonriendo.
—¿Y no me das el tuyo?
—No, Sebas, no. Yo no soy de las que esperan a que las llamen. Si me apetece, lo haré yo. —Arqueo una ceja con mi mejor cara de femme fatale.
Se ríe, asintiendo con la cabeza, y sé que mi reacción aún le ha gustado más. Este tío me ha estado tirando los trastos desde que nos hemos encontrado en el semáforo. Le pido con un gesto que se aparte y me subo al coche de la manera más provocativa posible. La falda se me sube hasta la mitad del muslo y tengo claro que está mirándome, aunque no puedo verlo.
Enciendo el motor y, antes de que arranque, Sebas rodea el coche y se inclina en la ventanilla. Le dedico una mirada inquisitiva.
—Estaré esperando su llamada, señorita abogada.
Su forma de decirlo me causa unas agradables cosquillas en la entrepierna. Aprieto los muslos. No le doy una respuesta para que se quede con más ganas de saber de mí.
Unos segundos después estoy conduciendo por el centro de Valencia con una enorme sonrisa en el rostro, más contenta que unas pascuas. Cómo adoro la capital y a la Blanca que aparece aquí. En realidad no sé si lo llamaré, pero que me sienta fenomenal tener el poder, eso no me lo quita nadie.
Una vez en mi adorable piso, tan cuco y fantástico, decorado al completo por mí, me pongo cómoda y preparo una tetera para pasar el resto de la tarde leyendo informes y estudiando el caso. La próxima semana tengo una cita con la clienta y quiero demostrarle que no se ha equivocado conmigo y que estoy perfectamente capacitada para conseguir lo mejor. También debo verme con el otro abogado y eso me asusta un poco. Tres horas y cinco tés con vainilla después la cabeza me da vueltas y me duele horrores. Hago una pequeña pausa para ir al baño por enésima vez. Me preparo más té. Me tomo un ibuprofeno y reanudo la tarea.
A las diez de la noche hago un descanso para cenar algo. Una ensalada y un bocadillo con pan de centeno y pavo. Mientras me lo como, me doy cuenta de que extraño las comidas de mi madre. Podría pasarme por casa algún fin de semana a zamparme una de esas paellas tan ricas. O arroz al horno. Dentro de poco volveré a comer mal en el despacho y, al fin y al cabo, Adrián ya no estará en el pueblo. Me dijo que se marcharía para el estreno de la nueva obra que estaban preparando.
Tras la cena me recuesto en el sofá con otro informe entre las manos y con un poco de música. He elegido el disco de Ed Sheeran que me regaló Begoña. La muy cabrona lo hizo a propósito: al principio me negaba a escuchar sus canciones porque pensaba que eran muy moñas. A mí todo eso del romanticismo no me va. Por eso, mi amiga decidió comprármelo y, al final, caí en la magia de las letras de Sheeran. Desde entonces me relaja cuando trabajo. Y Begoña está de lo más contenta por el hecho de que Blanca la Iceberg cante en el coche a pleno pulmón esas canciones tan románticas.
Lo cierto es que este caso es más complicado de lo que me esperaba. Y ya es mucho decir. El anterior proceso judicial, de hace unos años, fue duro. Divorcio contencioso, desatención del núcleo familiar, drogadicción notoria con pruebas testificales y documentales que el padre aportó. Nieves trató de minimizar cuanto pudo el hecho con la intención de demostrar que no afectaba a la vida de los niños, pero no fue posible. De modo que la sentencia final fue favorable para el padre, quien, además, pidió que no hubiera régimen de visitas para la madre. Sin embargo, el juez decidió que los abuelos maternos sí lo tuvieran. Tras esto, mi actual clienta ingresó en una clínica de rehabilitación. Años después, tras su salida, quiere recuperar la custodia. Los hijos aún son menores, pero supuestamente ella ya no es tan drogodependiente. Y digo «tan» y «supuestamente» porque Nieves solicitó, con tal de aportar pruebas, un examen clínico que dio positivo. Mal vamos. ¿Cómo quiere recuperar esta mujer a sus hijos si continúa así?
La clienta requirió una demanda de modificación de medidas familiares. Nieves puso objeciones, y supongo que aquí es cuando empezaron los problemas porque, al parecer, la clienta alega que recibió malos tratos por parte de su marido cuando estaban casados y que, además, estos también iban dirigidos a los niños y afirma que sigue haciéndolo. También asegura que el padre desatiende a los hijos a causa del trabajo y que ellos han pedido a sus abuelos en infinidad de ocasiones vivir con su madre. No obstante, en el anterior proceso no se mencionó que el padre fuera un maltratador y encima el abogado de este manifiesta que en realidad los niños a quien no desean ver es a la madre. La clienta quiere que se le retire la custodia al padre y tenerla ella al completo. Imagino que Nieves intentó dejarle claro que los jueces no suelen tomar decisiones drásticas, por lo que dicha custodia no va a pasar del uno al otro al cien por cien. Incluso si el padre fuera un maltratador real, el juez podría llegar a entregárselos al Estado, o al menos buscaría otro familiar. Visto así, lo más seguro es que detrás de todo esto estén los padres de mi clienta.
Y es a partir de ahora cuando yo entro en acción. Con la vista cerca, sin que la clienta esté convencida de la situación, con los padres de por medio… Además de los otros casos que llevo, que, por suerte, son más fáciles y estamos en espera de fechas para vistas y sentencias. Si esto sale bien pienso celebrarlo a lo grande. Por otra parte, me avergüenza que Nieves ya haya hecho casi todo el trabajo y que, cuando supuestamente está llegando al final, pase a mí.
Media hora después apago el equipo de música, dejo los expedientes sobre la mesa y me voy al baño. Me doy una ducha con el agua muy caliente, me lavo con mi gel favorito de Rituals, que hace que mi piel huela de maravilla, me aplico el exfoliante a conciencia y, tras veinte minutos, salgo mucho más relajada.
Al regresar al salón descubro que tengo una llamada perdida de mi casa. Imagino que será mi madre para preguntarme qué tal el regreso.
—¡Hola, Blanca! —me saluda tras cuatro tonos.
—Dime, mamá.
—Vaya, ¿te pillo en uno de esos momentos tuyos de mala leche?
—¡Qué va! Si acabo de darme una ducha que me ha dejado como nueva. Es que es un poco tarde. ¿Qué haces despierta aún?
—He estado mirando álbumes de fotos de cuando eras pequeña —dice con melancolía.
—Ah, ¡qué divertido! —me burlo.
—No seas así. Sabes que te echo de menos.
—Pues ya deberías estar acostumbrada. Hace tropecientos años que me fui —le recuerdo.
—Una madre nunca se acostumbra a estar lejos de su hija.
—¿Lejos? Mamá, que no vivo en China. Estamos a media hora en coche. —Pongo los ojos en blanco.
—¿Sabes qué? Adrián ya se ha ido a Madrid. Esa obra va a ser muy importante para él.
—Genial —respondo de forma seca, aunque noto un sobresalto en el estómago. Qué inoportuna es ella.
—Vino a despedirse de nosotros antes de marcharse. Lo noté un poco tristón —dice con esa voz suya con la que pretende sonsacarme—. ¿Tú sabes algo?
—¿Yo, mamá? ¿A santo de qué tendría que saber yo?
—La noche en la que cenamos juntos…
—¿Qué?
—Me asomé al balcón y os vi hablando en la calle.
—¡Vaya por Dios! —exclamo. Suelto un gruñido.
—¿Os estabais despidiendo también?
—Justo eso.
Se hace un silencio al otro lado de la línea. Quiere que le dé más información, pero es evidente que voy a guardármela a buen recaudo. En una caja fuerte, con cuatro cerrojos y una cuerda que la anude de tal forma que no pueda salir.
—¿Ya has empezado a trabajar? —me pregunta, una vez que comprende que mi boca está sellada.
—Qué remedio… —Suspiro.
—Bueno, Blanca, no te entretengo más. Acuéstate, que es tarde y seguro que mañana tienes que madrugar.
—Saldré a correr. Y luego trabajaré más.
—No tanto, hija… Que duermas bien.
—Y vosotros, mamá.
Tarda en colgar al menos un minuto más porque se entretiene con unos cuantos «hasta mañana», «adiós», «buenas noches». Yo soy más de las que se limitan a finalizar la llamada sin apenas despedidas.
Cinco minutos después estoy acostada en mi cama de sábanas frescas. Cómo la he echado de menos… La de casa de mis padres es enana. Doy unas cuantas vueltas, tratando de encontrar la postura más cómoda. No hay manera. Me digo que el problema es que estoy preocupada por el caso que tengo entre manos. Sin embargo, casi una hora más tarde, cuando ya se me cierran los ojos, me doy cuenta de que lo que sucede es que la cama me resulta fría, enorme, vacía. Y antes de caer dormida, un nombre tintinea en mi cabeza.
Adrián.