17

 

 

 

 

De repente deja de tocar. Y como si se hubiera percatado de mi presencia, se da la vuelta y me descubre. Su cara es todo un poema. Parece que no le ha gustado mucho que lo haya descubierto con la guitarra en las manos. Es como si para él eso significara conocer a otro Adrián, uno más sensible y menos borde, uno capaz de romper el corazón de una chica y componerlo con cada una de las notas que saca a las cuerdas.

Carraspea, se incorpora y deja el instrumento en su funda.

—Pensaba que tardarías más en ducharte —se limita a decir.

—Ya. En mi casa sí puedo tirarme una hora —contesto sin mala intención.

—Imagino que mi ducha no tiene las mismas comodidades que la tuya.

Más ataques. A ver, ahora que estoy siendo todo lo simpática que puedo, ¿por qué se muestra tan borde? Me paso la lengua por los labios, que se me han quedado secos, y murmuro:

—Era una canción bonita.

—Gracias. Al menos eso me confirma que aún tienes sentimientos.

Me quedo patidifusa. Como lo que quiera es pelear, vamos a tenerla, que mi boca solo es capaz de quedarse callada un rato. Consigo sobreponerme y no caer en su provocación.

—¿Puedes traerme algo de ropa? Me gustaría vestirme.

Sin decir nada pasa por mi lado, y reparo en que hace todo lo posible por no rozarme ni un milímetro. No sé muy bien por qué, pero ese gesto me molesta. Me quedo aquí plantada, esperando a que vuelva. Mi vena cotilla despierta de nuevo y me acerco al lugar en el que estaba tocando. Descubro unos cuantos papeles repletos de acordes. Recuerdo que un par de veces intentó enseñarme a tocar, pero era una negada. El instrumento sonaba conmigo como un gato al que le hubieran pillado un testículo con una puerta.

Acaricio las hojas, ensimismada, y de repente noto una respiración en mi nuca y me doy la vuelta sobresaltada. Adrián me observa con la mandíbula tensa y un brillo extraño en los ojos. Me tiende lo que me ha traído, un pantalón corto y una camiseta. Mi cabeza vuela a la que a él le encantaba de pequeño, la de los Ramones, que una vez cubrió mi cuerpo y lo impregnó de su esencia.

Hay algo raro aquí, un ambiente tenso y cargado de reproches que todavía no se han materializado. También de atracción. De deseo. De una química peligrosa. Su aroma me llega, ese tan suyo que jamás logré desprender de mi piel. Se me tensan todos los músculos y la respiración se me acelera. La mirada se me va hacia sus labios carnosos y sugerentes, esos que creí que estaban hechos para mí. Pienso en los besos que nos dimos hace unas noches y en sus manos recorriéndome entera. Un agradable cosquilleo se me instala en el bajo vientre. No sé si podrá oír mi corazón, pero lo cierto es que me retumba en cada rincón de mi cuerpo. Tenerlo a unos centímetros con el pecho desnudo, y yo cubierta con tan solo una toalla, me descoloca por completo. Como no ocurra algo, se me va a ir la cabeza otra vez. Y es que al final Begoña tendrá razón en lo que insinuó la otra noche: Adrián continúa formando parte de mi piel, de mis lunares, de mis recovecos más ocultos. Sigue despertando en mí lo que ningún hombre: un deseo incontrolable y desgarrador de lanzarme a sus brazos para comérmelo a besos y permitir que él se beba cada uno de mis jadeos.

Abro la boca de manera inconsciente. Justo entonces Adrián se inclina hacia delante, salvando la mísera distancia que había entre nosotros. Se me escapa un leve gemido, que imagino que habrá oído. Va a besarme. Y lo recibiré con todas mis ganas. Sin embargo, lo que hace es murmurar:

—¿Qué pasa, Blanca? ¿Por qué estás tan exaltada? ¿Es que lo único que quieres es subirte a mi polla o qué?

Su tono es tan cruel que me deja paralizada. Me echo hacia atrás, boquiabierta. Lo miro de hito en hito, sin entender lo que ha sucedido. Estaba segura de que sus labios se unirían a los míos y, en cambio, me ha lanzado un ataque de lo más gratuito. Me coge una mano, y el simple roce de sus dedos sería capaz de hacerme volar.

—Espero que esto te valga, alteza, porque no tengo ropita de Louis Vuitton.

Le arranco las prendas con toda mi mala leche.

—Muchas gracias —digo con sarcasmo—. Está claro que nunca podrás ser una persona amable y buena.

—Debo de haberlo aprendido de la mejor —contraataca.

—¿Qué coño te pasa ahora?

—¡Me pasa que desde que llegaste al pueblo te has comportado como un robot sin emociones! —exclama furioso, algo que me sorprende—. Ni por un momento has tratado de solucionar algo.

—¿Acaso sabes cómo me siento?

—¡Por una vez en tu puñetera vida podrías explicármelo para que pudiera entenderte!

Le rodeo y me dirijo a la puerta. Atravieso el pasillo en dirección al baño, dispuesta a vestirme y marcharme de aquí. No tendría que haber venido. Adrián y yo somos dos personas que arden en su propio deseo y que no saben cómo evitarse el daño.

—¡Así me gusta, Blanca! ¡Huye como siempre! ¡Escapa de los problemas, y de tus sentimientos, y…! —Me aturulla siguiéndome por el pasillo.

Cojo el pomo de la puerta con furia y estoy a punto de cerrarla cuando algo la detiene. Por supuesto es Adrián. Forcejeamos: una intentando cerrar, el otro tratando de impedirlo. Al final gana él y empuja la puerta con tanta fuerza y cabreo que choca contra la pared. Doy un brinco.

—Sal del baño —le ruego, aunque sin elevar el tono de voz—. Quiero irme. —Me aprieto los bordes de la toalla—. No deseo discutir más, Adrián. Estoy harta de todo eso.

—¡¿Y crees que es lo que yo quiero?!

—¡Visto lo visto, sí! —exclamo señalándolo con la mano abierta.

—Contigo únicamente tengo dos opciones, Blanca. O discuto o…

—¿O qué?

—¡Joder! O me abalanzo sobre ti, Blanca. Me lanzaría a besarte, a comerte entera. No puedo evitar sentir esto. Cada vez que te veo, me consume el deseo. Me muero por descubrir si el sabor de tu cuerpo es el mismo de hace diez años. Y me enfado, mucho, porque esto no tiene sentido. Tú deberías odiarme por lo que hice. ¡Me siento culpable, hostia! Siento que, de alguna forma, has querido borrar lo que ocurrió. Y no puedo entenderlo. —Guarda silencio durante unos segundos. Su pecho sube y baja, y lo miro boquiabierta, procesando sus palabras. Se arrima un poco más a mí, pero retrocedo hasta que mi trasero choca con el lavamanos—. Grítame de una puta vez a la cara que me detestas, que desearnos no es lo correcto, que todo lo que hemos hecho desde que nos reencontramos ha sido un maldito error. Así podremos quedarnos en paz.

Soy incapaz de hablar. Tan solo puedo mirarlo con la cabeza ladeada, notando que me falta la respiración. Todo me da vueltas y ese sabor amargo que me acudía a la garganta cuando pronunciaba su nombre parece extenderse por todo mi paladar. Y es que sus palabras son como un reflejo de lo que me sucede. Es eso, ¿no? Es lo que dice él. Para nosotros solo hay dos opciones: consumirnos en el deseo o destrozarnos.

Y de repente, lo tengo sobre mí. Alzo un brazo y apoyo la mano en su pecho. Su corazón se desboca bajo mi palma. Y el mío, como sucedió ya alguna vez y siempre en presencia de él, quiere explotar. Estoy tan confundida que no caigo en la cuenta de que va a besarme hasta que sus labios se posan en los míos. Me los reclama con ímpetu, con rabia, con una urgencia que me impresiona. Me revuelvo un poco, aún con la mano en su pecho, contagiándome del palpitar de su corazón. Niego con la cabeza y, al fin, se aparta.

—Dímelo con palabras, Blanca. Escúpeme a la cara que no quieres que te bese —repite con una fiera mirada.

Aparto la mano y me la llevo a los labios, donde aún noto la presión de los suyos. Y algo en mí se derrumba. Es ese muro enorme que había construido, el que pensaba que era tan sólido. Me he topado de bruces con la verdad, y duele. Porque la verdad es que deseo tanto a Adrián que me escuece en la piel. Él divisa en mi rostro alguna señal porque, sin previo aviso, me atrapa de la cintura y me empuja contra el lavamanos con tanta fuerza que impacta en la pared. Me quejo levemente, pero no me da tiempo a nada más porque, de nuevo, sus labios me someten a un dulce tormento.

Sus manos abandonan mi cintura y suben hasta mi rostro. Me sujeta por las mejillas y me las acaricia con las mismas ganas con las que me besa. La presión me hace daño, y un sinfín de hormiguitas me recorren de la cabeza a los pies. Sus dedos se deslizan hasta mi nuca. Me la masajea, me la aprieta, me tira del pelo.

Abro los ojos y descubro que está observándome. Como entonces. Como cuando me besaba o me hacía el amor no solo con sus labios y con su sexo, sino también con sus ojos. Me inquieta reflejarme en su mirada y, al mismo tiempo, me libera, como si mi alma se descargara de un terrible peso.

No quiero hacer nada más, únicamente sentirlo. Sentir sus manos perdiéndose en mi piel. Notar sus labios reconquistando los míos. Apreciar el calor que emana de todo su cuerpo. Ahora mismo ya no soy esa Blanca que lo maldijo muchas noches, sino esa otra que se reía con él, que lo ayudaba a resolver problemas matemáticos y que le pidió que le echara una mano para ser una nueva persona. Me toma en brazos y, de inmediato, abrazo con mis largas piernas su cintura y me aprieto contra él, para recordar lo que era la vida, la familiaridad, la paz. Se me escapa un profundo suspiro y Adrián sonríe en mis labios. Le dibujo la sonrisa con la lengua.

Me saca del cuarto de baño y me lleva por el pasillo sin apenas esfuerzo, a pesar de que no soy una mujer muy liviana. Todo esto sin parar de apremiarme con sus besos, que poco a poco van dejando de ser rabiosos para convertirse en unos más suaves, lentos, con mucho más sabor a tranquilidad.

Deduzco que me ha traído a su dormitorio, pero antes de que pueda hacer nada me separo de él. Apenas unos milímetros, los suficientes para poder hablar.

—¿De verdad piensas que esto no tiene sentido, que está mal?

—No, Blanca —niega, con la respiración agitada. Apoya su frente en la mía, y no puedo controlar un temblor, que mitiga con un abrazo—. Esto es bonito. Es lo que nunca debió quedar atrás.

Sus palabras me encogen el corazón. Tiene que luchar para continuar latiendo. ¿Lleva razón? ¿Qué habría sido de nosotros si no nos hubiéramos dejado guiar por el orgullo y hubiéramos hecho caso a lo que el alma y el cuerpo nos pedían? ¿Cómo habrían sido nuestras vidas si Adrián no hubiera actuado como lo hizo y yo hubiera sido capaz de esperar una respuesta o una disculpa por su parte? Estas y más preguntas cruzan mi mente, ocasionando un torbellino que no me permite pensar con claridad.

Segundos después estoy recostada en la cama con el cuerpo de Adrián sobre el mío, que lo exige. No voy a luchar. No quiero hacerlo durante un rato que deseo que sea el mejor de mi vida, el que me permita ser feliz, aunque solo dure quince minutos y después tenga que volver a ser la Blanca fría y calculadora.

Adrián me aparta las manos con suavidad para abrir la toalla. Mi piel desnuda se muestra ante él. La veo reflejada en sus ojos llenos de deseo, la noto desperezarse con cada uno de sus parpadeos. Para mi sorpresa, se arrodilla a los pies de la cama inclinado sobre mí. Apoya una de sus grandes manos en mi cuello y, poco a poco, va guiándola hacia abajo. Uno de sus dedos roza mi pezón derecho y se me escapa un jadeo. Después me acaricia hasta llegar a mi vientre, hasta mi pubis. Su ternura me pone nerviosa, así que estiro los brazos y lo atraigo hacia mí, atrapando sus labios. Le muerdo el inferior con suavidad, y se sirve de la lengua para penetrar en mi boca y rebuscar en ella. Más jadeos que no logro controlar.

—Adrián… —murmuro.

Sus labios todavía reposan sobre los míos, pero ya no se mueven. Abro los ojos, confundida, y me topo con los suyos. Caigo en ellos, en un dulce infierno envuelto de recuerdos amargos y, al mismo tiempo, brillantes. Se separa y me observa un buen rato. Sus pupilas recorren cada rincón de mi cuerpo sin perderse detalle. Me revuelvo sin comprender lo que sucede.

—No puedo, Blanca.

—¿Qué? —Por un momento pienso que tiene novia o está casado, aunque no he visto que lleve una alianza.

—Ya te lo he dicho. Esta vez quiero hacerlo bien. Sucumbir al deseo no nos ayuda. No me quitará del pecho esta culpabilidad que siento. ¿Lo entiendes? —Me dedica una mirada tan cargada de tristeza que no sé qué responder—. Dime que lo entiendes.

—Si quieres que me vaya…

—No es eso, Blanca. Es solo que no me gustaría que el sexo fuera la única forma de confesarnos nuestros pecados. Necesito más, y con más me refiero a tenerte aquí ahora, a mi lado, simplemente hablando. Me preocupa que no seamos capaces de comunicarnos.

—El sexo es una forma de comunicación.

Me dedica una mirada sarcástica. Niega con la cabeza y, con una sonrisa apenada, dice:

—¿Va a empezar todo otra vez?

—¿A qué te refieres?

—Mírate, eres toda una mujer, y yo, un hombre. Ya no llevo ropas negras y botas con tachuelas. Tú te has cortado el pelo y te has quitado las gafas. Somos diferentes. Sin embargo, seguimos siendo incapaces de decirnos con palabras lo que sentimos. Si continuamos utilizando el sexo para ello, no solucionaremos nada.

Adrián y yo llevamos demasiado peso en la espalda, una mochila con numerosas piedras que nos impedirían avanzar. Y estoy cansada de luchar contra el miedo, las dudas, la incomprensión, la rabia.

—Hablemos.

—¿Qué? —Adrián parpadea sorprendido.

—Es lo que quieres, ¿no? Entonces, vale. Sé que piensas que soy fría y que no me apetece arreglar las cosas, pero no es eso. Lo que ocurre es que me cuesta hablar sobre aquello que duele, como a todo el mundo, joder. Expresarme no es lo mío, tú lo sabes. El sexo me resulta mucho más fácil.

Me quedo callada al darme cuenta de que no es cierto, no al menos con Adrián. El sexo es mucho más complicado con él, embadurnado de sentimientos y emociones que nunca he vivido con ningún otro hombre.

—Charlemos, vamos.

—Solo pretendo saber si tú has estado bien.

—¿Que si lo he pasado bien? Sí, dentro de lo que cabe. Eso no quita que también haya tenido malos momentos. Pero tú deberías saberlo sin tener que mencionarlo. Si de verdad te sientes culpable, tal como me has confesado, entonces entenderás lo incómodo y doloroso que es para mí recordar aquello.

Adrián estudia mi rostro en silencio. Su mano derecha cae en mi vientre y todos mis músculos se tensan con ese contacto. Arqueo la espalda cuando me acaricia en dirección ascendente hasta llegar a mis pechos. Sus dedos rozan mis pezones erectos y, a continuación, suben hasta mi cuello y se quedan ahí.

—No estoy tratando de ignorar lo que sucedió. Solo lucho por mí. Quizá sea egoísta, pero ¿qué haces cuando sobrevivir es lo único que te queda? —Esbozo una sonrisa melancólica al recibir sus dedos en mi barbilla y en mis labios—. ¿Lo comprendes?

Temo que conteste que no, pero al final asiente y noto un enorme alivio en mi interior. El silencio reina en el dormitorio durante unos instantes en los que nos dedicamos a estudiarnos, a buscar en nuestros rostros adultos algo de los adolescentes que fuimos, cuando aún nos sentíamos libres.

—¿No te incomoda estar así ante mí? —me pregunta de repente.

—Acabas de verme desnuda. Y no es que sea la primera vez. —Me encojo de hombros, restándole importancia. Si supiera la cantidad de hombres que me han visto sin ropa—. Si a ti te molesta, puedo vestirme. O me cubro con la sábana. —Estiro el brazo sin esperar su respuesta, pero me detiene.

—No hace falta. Me gusta mirar tu cuerpo.

Adrián fue el primer chico que me vio desnuda y el único ante el que me sentí pequeña y tímida. Cuando era una cría me daba vergüenza que descubriera mis michelines o que me encontrara alguna imperfección. Pero supo cómo hacerme sentir deseada. Igual que ahora. Me agrada ver mi piel reflejada en sus ojos.

—Lo siento —dice al cabo de un momento.

—¿Qué?

—Haberte gritado hace un rato y haberte dicho cosas que no estaban bien. No era mi intención. Lo que más deseo es que veas que soy diferente. No sé… Yo… —Se muerde el labio inferior, dubitativo—. Es lo que ya te he comentado. Me enfurecía cómo estabas comportándote. Había imaginado que, si volvíamos a encontrarnos, sería distinto.

—¿En serio? ¿En qué sentido?

—No sé… No me hagas caso. —Hace un gesto con una mano para restarle importancia.

—¿Esperabas un reencuentro de película romanticona? —bromeo.

Adrián mueve la cabeza con una sonrisa ladeada. Caigo en la cuenta de que echaba de menos esa imagen.

—Habrás cambiado en muchas cosas, pero en otras no.

—¿Ya empezamos? —continúo con un tono divertido, aunque preocupada de que reanudemos las discusiones.

—Solo iba a decir que sigues teniendo respuestas ingeniosas para todo. —Carraspea y, de nuevo, su mirada se desliza por mi cuerpo desnudo—. Cuéntame. Dime qué tal te va en la vida. Aunque, bueno, parece que muy bien.

Arquea una ceja, pone morros y me mira con sus preciosos ojos. El corazón se ha vuelto a despertar en mi pecho y retumba en él.

—No puedo quejarme. Estoy haciendo lo que quiero, a pesar de que sé que te sorprende que sea abogada. También yo me sorprendí al saber de lo tuyo, pues siempre pensé que estarías tocando en algún grupo o algo así.

—¿Con eso quieres decir que alguna vez has pensado en mí? —me pregunta, y su tono me parece ansioso.

—Bueno, no es tan raro, ¿no? Compartimos muchas cosas. También me acuerdo de otras personas con las que no tuve una relación tan estrecha.

Observo con el rabillo del ojo su reacción. Está mirando la pared de enfrente, como si en ella hubiera algo muy interesante.

—Lo del grupo habría estado bien, lo reconozco. Pero al poco tiempo de entrar en el conservatorio me di cuenta de que esto me gustaba muchísimo más. Y la fama me quedaría grande. No sería capaz de llevarla bien. Eso no significa que no toque. No solo compongo para los demás, también lo hago para mí.

—¿Como la canción de antes? —lo interrogo con curiosidad—. Es tuya, ¿verdad?

—Sí, sí lo es.

—Así… ¿componiendo te ganas bien la vida? —continúo.

—Sí. A ver, quizá es más difícil encontrar oportunidades que en otros trabajos… Pero si eres bueno poco a poco vas abriéndote camino. Eso no quiere decir que me haya resultado fácil. Al principio me costó que confiaran en mí. Quizá fuera por mis tatuajes y por la pinta que tenía. —Sonríe, y se lleva una mano a los labios y se estira el inferior de manera descuidada.

Vuelvo a excitarme con ese gesto. Y con su cercanía. Con su torso totalmente desnudo a mi lado. Su piel me llama de una manera muy distinta a la de todos los otros hombres.

—Y a ti te va genial, ¿a que sí? Toda esa ropita de marca, los bolsos, tu manera de actuar. Tienes un aspecto muy sofisticado. —Me observa con una sonrisa que es triste otra vez, y no entiendo por qué—. Háblame de tu profesión. Debe de ser muy interesante.

—No está mal, pero si estás pensando en los abogados de las pelis americanas, para nada resulta así.

—¿Por qué cambiaste de opinión respecto a lo de estudiar periodismo?

—Pensé que con esta profesión podía ser la Blanca que buscaba.

—Bueno, parece que lo has conseguido, ¿no?

Se me queda mirando con intensidad. Me gusta trabajar como abogada, tomar decisiones con la cabeza fría como siempre había deseado, pero lo cierto es que alguna vez no lo he logrado y eso es algo que me frustra.

—¿Vives sola en Valencia? —Adrián prosigue con su interrogatorio.

—Claro. ¿Con quién si no? Ya no soy una jovenzuela que tenga que compartir piso con otras personas. —Lo miro como si estuviera loco.

—No sé, podrías vivir con…

—No estoy con ningún hombre, si eso es lo que quieres decir. ¿Cómo iba a acostarme contigo si no? ¿Qué concepto tienes de mí, Adrián? —le suelto medio en broma medio en serio.

Deja escapar una risa y niega con la cabeza. Acto seguido se pone muy serio y, durante unos segundos, una sombra se cierne sobre mí, me aturullo y las palabras me salen a borbotones.

—No me digas que tú… ¡Joder! —exclamo incorporándome en la cama—. Me prometí a mí misma que no volvería a acostarme con hombres que…

Adrián no me deja terminar. También se incorpora y se acerca, colocando el rostro delante del mío para mirarme bien, con los ojos muy abiertos.

—¿Estás insinuando que tú te has tirado a tíos que tenían novia o que estaban casados?

Por la forma en que me escruta, deduzco que es algo que no le parece nada bien. Me paso la lengua por el labio inferior. Abro la boca, sin saber qué responder.

—Tranquila, Blanca. No tengo pareja. Yo jamás engañaría a nadie. —Lo ha dicho como si yo fuera una auténtica pecadora.

Me dan ganas de insinuarle que eso no es cierto, que a mí me mintió, aunque no se tratara de lo mismo.

—¿Sigues teniendo las aficiones de antes? —le pregunto conciliadora.

—Si te refieres a ser un adicto a las series y a las películas… sí. —Se ríe y me contagia ese sonido tan brillante. Como docenas de campanillas tintineando. Música para los oídos—. Y aún me encanta la comida china y la japonesa. Estudié unos cuantos años japonés, ¿te lo puedes creer?

—Las otras asignaturas no se te daban bien, pero los idiomas sí.

Me coloco de lado para mirarlo. Aprovecho para observar sus tatuajes. Sin pensarlo, acaricio el pez koi y él reacciona con un brinco.

—¿Y tú aún detestas los tatuajes? ¿O solo te pasa con los míos?

Se me escapa una risa. Si le confesara que no me acuesto con tíos tatuados quedaría como una loca.

—¿Tienes…? —No me da tiempo a terminar la frase.

Adrián se da la vuelta, me toma una mano y la coloca sobre el borde de su pantalón. Uno de mis dedos roza la piel desnuda de la parte baja de su espalda y por poco no se me corta la respiración.

—¿Quieres descubrirlo tú?

Le bajo un poco la tela y el dibujo de una guitarra con alas negras me sorprende. Es precioso. Y muy sexy. La boca se me seca y, casi sin darme cuenta, me humedezco el labio inferior.

—Es muy bonito. —Es lo único que se me ocurre ante esta imagen tan perturbadora.

Adrián boca abajo, con su esplendorosa espalda desnuda y el nacimiento de su trasero, todo para mí, y la manera en que me mira con los ojos entrecerrados y una sonrisa ladeada.

—Te excita.

—¡No seas engreído! —exclamo soltándole el pantalón.

Pasamos el resto de la mañana poniéndonos al día sobre nuestras nuevas vidas. Él me habla de sus estudios en el conservatorio, de lo pijos que eran casi todos los chavales y de los trabajos cutres que tuvo para costeárselo y ayudar a Nati. Yo le cuento acerca de mis años en la universidad, del día en que Begoña se acercó a mí en clase y de cómo nos hicimos inseparables. Omito la época en la que me hundí en un pozo oscuro y que, en parte, se debió a todo lo acontecido en el pueblo. Charlamos sobre series y películas que hemos visto en los últimos años. Él se burla sin maldad de la nueva Blanca un poco estirada y yo contraataco diciéndole que continúa teniendo cara de niño.

Cuando quiero darme cuenta ya casi ha pasado la hora de comer. Reparo en que no tengo hambre. Para mi sorpresa, el tiempo se nos ha ido volando, y me he sentido cómoda. No se lo confieso, pero le agradezco enormemente que al final no haya mencionado nada del pasado. Me pongo su ropa de espaldas a él, notando en mi cuerpo la quemazón de su mirada. Cuando estoy vestida me incorporo y me doy la vuelta con intención de despedirme. Sin embargo, Adrián rodea la cama y camina hacia mí a paso rápido. Para mi sorpresa me envuelve en un abrazo. Hundo el rostro en su pecho desnudo y cierro los ojos, abandonada al aroma de su piel.

—No ha estado tan mal, ¿eh, Blanca? Volver a conocernos ha sido bonito.

Asiento en silencio. No, claro que no ha estado mal. En realidad, ha sido sereno, familiar, hermoso. El Adrián con el que he pasado toda la mañana es el mismo con el que perdí la virginidad, el que me hacía sentir normal, y no aquel que me hizo un gran daño. Y estoy confundida; ya no sé cuál es el verdadero.

Adrián. El único al que nunca he podido borrar, del que jamás olvidé su olor, ni el color de sus ojos ni cada uno de sus gestos.

El chico que me hacía sonreír y me sacaba de mis casillas. Al que le desnudé mi alma. Del que me enamoré.

Adrián. Mi mejor y mi peor error.