30
Va a despedirme —digo con la voz entrecortada—. Me pondrá de patitas en la calle y, de paso, me dirá de todo. La he cagado, y mucho. Esto será una mancha en mi expediente. Y nadie querrá contratarme. Les llegará la carta de recomendación, que en realidad será una de no recomendación, avisándoles de que no cumplo las normas empresariales y de que me tiro a todo bicho viviente. E iré volviéndome pobre. Y me quedaré sola. Y…
—Blanca… —Los fríos ojos de Emma se clavan en los míos. A decir verdad, no le he dado tiempo a nada, pues he entrado a toda prisa en su despacho, me he sentado sin saludarla y he empezado a contarle todo lo ocurrido. En quince minutos es la primera vez que abre la boca, de modo que me callo y la miro—. Vamos a hacer un ejercicio de relajación.
—Sí —asiento, aunque lo único que deseo es que me diga que todo se solucionará, que ella misma va a arreglarlo (imposible), o mi madre (imposible también, pero ¿a que de pequeños pensábamos eso y nos sentíamos muchísimo mejor?).
Nos tiramos un buen rato con el ejercicio. Dice que estoy en crisis. ¿Y quién no lo estaría en mi situación? A continuación me invita a pensar posibles conversaciones con mi jefe.
—Tienes tres semanas para prepararlo, así que practica conmigo. Imagina que yo soy él y lo que me dirías. Piensa por qué, a pesar de los riesgos, te metiste en esa aventura.
—¿Porque soy gilipollas? —Esbozo una sonrisa nerviosa.
—Blanca, esa actitud no te ayudará en nada. Tienes que mostrarte como una profesional ante él. —Me observa con severidad.
—Está bien, está bien… —Cojo aire y trago saliva. Reflexiono un instante y le digo—: Explicarle los motivos me llevaría mucho tiempo y encima tendría que meterme en asuntos privados.
—¿Cuáles? —pregunta Emma.
—Los que tú ya sabes. Los problemillas esos que he tenido en ocasiones. —Me llevo el índice a la sien y lo muevo en círculos.
Emma suspira y anota algo en su libreta. Al final voy a coger manía a esos papeles.
—No es necesario que le cuentes todo eso porque no viene al caso. Los problemas psicológicos y de autoestima que tuvieras son cosa tuya. A él eso va a darle igual.
Perdona, ¿problemas psicológicos y de autoestima? Vale, está bien. Imagino que por eso estoy aquí, porque han sido reales. Demasiado.
—Venga, ponte en situación. Ahora ya no soy Emma. Soy él. —Me mira fijamente y me pongo nerviosa.
—No puedo. No te visualizo —niego al cabo de unos segundos en los que no me sale nada.
—De acuerdo. Empiezo yo —murmura. Deja el cuaderno a un lado, carraspea y luego dice—: Señorita Balaguer, es usted consciente de que ha actuado de manera contraria a las normas de nuestra empresa, ¿no?
—Sí… sí. Y lo siento mucho… —me apresuro a responder, pero me interrumpo porque Emma alza una mano indicándome que espere.
—Me gustaría que entendiera que las normas de nuestro bufete son claras y que todos los empleados deben acatarlas, puesto que trabajan en él. —Hace una pausa y me observa por encima de las gafas, que se le han bajado un poquito—. Así que ¿qué tiene usted que alegar en su favor?
—En primer lugar, que lo siento mucho. Tiene usted razón: me he saltado las normas de esta empresa y es una irresponsabilidad por mi parte. No puedo decir mucho más, ya que lo hice de manera voluntaria. Pero lo que sí me gustaría asegurarle es que fue algo esporádico, que hace tiempo que se terminó y que mi compromiso con este despacho es absoluto. Sabe que siempre me he esforzado al máximo y que…
Otra vez Emma con la mano levantada.
—Él ya sabe todo eso, Blanca. No debes hacerte la víctima. Lo que tienes que hacer es convencerlo de que, a pesar de todo, eres una de sus mejores abogadas y te necesita, y que, por tanto, podría hacer la vista gorda con lo ocurrido. —Emma aprieta los labios—. Pero, bueno, tú eres aquí la profesional en convencer a la gente.
—No es lo mismo. Siempre defiendo a los demás, no a mí. Eso es muy difícil —me quejo como una niña pequeña, empezando a ponerme nerviosa de nuevo.
Más ejercicios de respiración. A continuación, Emma me propone que le hable de Marcos, que le cuente los motivos por los que decidí saltarme las normas a pesar de todo y cómo me sentí y me siento ahora. Le explico que, por entonces, pues ya hace tiempo de ello, no pensaba tanto en las consecuencias y simplemente me dejaba llevar. Le confieso que era como si necesitara el sexo para suplir un vacío que me molestaba, y yo misma me sorprendo al oírmelo decir. Al menos, al principio lo fue. Después logré que pasara a ser sexo por deporte. Pero antes buscaba afecto, sentirme deseada y, a la vez, tener yo el poder.
De ahí pasamos de nuevo a los primeros años de conquista, en los que además coqueteaba con el alcohol y otras sustancias. De las compañías masculinas que frecuentaba. De que mantuve alguna aventura durante la cual no pensaba más que en mí. Sin embargo, reconozco que en los últimos tiempos ha sido diferente.
—¿Y estás cambiando por Adrián?
—Quizá —susurro con la boca seca.
Hablar de todo esto es difícil. Me molesta en el pecho adivinar que la Blanca que he sido hasta ahora posiblemente no era la mejor.
—¿Crees que dañaste a las personas con las que te acostabas?
—Puede que a alguna —confieso asintiendo con la cabeza—. En especial a… —Me muerdo la lengua, algo avergonzada.
—¿A…?
—En la universidad mantuve relaciones con un hombre casado. —Es la primera vez que se lo confieso a Emma. Nunca más volvería a caer en algo así, de verdad. Me lo prohibí porque incluso por entonces, cuando era tan fría y egocéntrica, fui consciente del daño que hice. Aunque fue cosa de dos, yo podría haber dicho que no.
—¿Ese hombre tenía hijos? —me pregunta Emma con las cejas arrugadas. Me parece que le ha cambiado el gesto de la cara, pues está más seria de lo habitual.
—Dos. —Me paso la mano por la frente—. Y… él quería… dejar a su mujer y tener una relación conmigo, pero yo no… Y… Joder. Se divorciaron por mi culpa. Y lo más probable es que esos niños sufrieran, y ella, y él… —Para mi sorpresa, reparo en que estoy llorando.
Emma me observa con un dedo apoyado en el labio superior, aunque es como si no estuviera aquí, como si su mirada me traspasara y se hubiera posado en un punto lejano. ¿Qué estará pensando? ¿Que he sido una persona cruel y despiadada? Habrá lidiado con muchos pacientes que habrán sido peores. O eso quiero creer.
—¿Y te arrepientes? —La voz de Emma es dura.
Me remuevo en el sillón, un poco incómoda.
—Sí.
—¿De verdad, Blanca?
Ambas nos quedamos calladas mirándonos en silencio. Yo, con la sorpresa pintada en el rostro. Ella, con un gesto oscuro que jamás le había visto.
—¿Y en esos momentos? ¿Pensabas en sus hijos, en su mujer? ¿En la familia que ibas a romper?
No sé qué contestarle. Nunca me había hablado de manera tan tajante. Quizá sea otra forma de terapia. Una de choque o a saber qué. Abro la boca para decir algo, pero se me adelanta y cambia de tema.
—¿Qué tal la relación con Adrián? —Recoge el cuaderno y busca algo en él.
—No lo sé —declaro aturdida—. Me ha enviado más mensajes, pero no le he contestado desde que ocurrió lo de Marcos. Me noto nerviosa, tengo un poco de miedo…
—Mantente así —dice dejándome patidifusa. Como se da cuenta de que la miro con la boca abierta, cruza la pierna derecha sobre la izquierda y añade—: Estás pasando por un momento muy complicado. Ahora mismo debes centrarte en lo de tu jefe. Además, necesitas un tiempo para reflexionar sobre tus relaciones con los hombres y tu actitud con ellos. Si hablas con Adrián buscarás consuelo y no será del todo sincero. En cambio, si no hablas con él podrás recapacitar acerca de lo que realmente quieres.
Estudio su rostro. Ya no está tan tenso como antes y una pequeña sonrisa asoma a sus labios. En realidad, lo que dice suena convincente. Y coherente, que es lo más necesario. De modo que asiento.
—Entonces ¿es mejor que no le conteste a nada? ¿Ni siquiera un «Estoy bien, gracias»?
—Eso llevaría a una conversación más larga. Y podría desembocar en caminos que, ahora, no son los aconsejables.
—Pero ¿y si se enfada? —Que también es lo más probable.
—Puedes decirle precisamente lo que hemos convenido, que necesitas un tiempo para reflexionar. —Emma ensancha la sonrisa, con la cara ladeada.
Salgo de la consulta con más dolor de cabeza del que tenía antes de entrar. Ahora ya no solo me preocupa el trabajo, sino también Adrián. No le había contestado estos días, pero pensaba hacerlo cuando me recuperara. Es más, me apetecía escribirle esta noche, y saber cómo se encuentra y por dónde anda.
Sin embargo, no lo hago. Me ciño a los consejos de Emma. En el fondo, hasta ahora no me ha ido tan mal.
A la segunda semana de ausencia del jefe, mi vida va de mal en peor. Por las noches me despierto con taquicardia y sudores imaginando lo que me dirá y lo que sucederá. En el despacho todo sigue igual, si no tenemos en cuenta que los primeros días los compañeros me dirigían miradas extrañas. O quizá era yo quien veía visiones. No estoy segura. Lo que sí sé es que Sandra ya no habla tanto conmigo como antes, y me pregunto si el cabrón de Marcos les ha contado lo que ocurrió entre nosotros y ahora todos me ven como una pelandusca.
Y Marcos… En fin, Marcos me rehúye. Tampoco es que me apetezca mantener ningún contacto con él. En una ocasión coincidimos en el ascensor y me entraron unas ganas horribles de gritarle, de tirarle del pelo, de mancharle con el café ese traje tan caro que llevaba. Me contuve, por supuesto. Solo faltaba. Hice mis ejercicios de respiración. En un momento dado él carraspeó, como si fuera a decirme algo, pero al final no lo hizo y lo maldije por dentro. Ni una disculpa. Nada. No es que vaya a perdonarlo, pero… ¿se puede ser más cabrón?
Con Emma practico la posible conversación que mantendré con mi jefe. La mayoría de los días acabo deshecha en lágrimas confesando todos mis errores en la vida y ella siempre me observa con ojos reprochadores.
Adrián me ha mandado más mensajes. Todos muy normales, de esos en los que te preguntan qué tal estás, qué haces, si andas por ahí, por qué no contestas, si te ocurre algo, si estás bien, por qué no quieres hablar conmigo, si tengo que preocuparme… Hasta que, en un arrebato, desobedezco el consejo de Emma, que me parecía una mierda, y le respondo pidiéndole que, por favor, perdone mi silencio porque estoy pasando por una mala racha. Luego le pregunto qué tal está. Lo veo escribir, lo juro. Pero no envía ningún mensaje, y el vacío que tenía en mi pecho se hace mayor.
Cuando se lo cuento a Bego, un poco más y me revienta a leches. Me asegura que Emma es una loquera, que toma decisiones por mí, que estoy mal de la cabeza por hacerle caso, que Adrián intenta ser mejor y que mi actitud no es normal… Grita y grita hasta que ve mis pucheros y se calma, y me pide que le explique por qué he acatado las recomendaciones de Emma. Le confieso que vuelvo a tener miedo, que mi desconfianza hacia los hombres, y a las personas en general, ha regresado y que en verdad necesitaba pensar. No la convenzo, pero al menos deja de chillarme y se serena cuando le muestro que, al final, he pasado de los consejos de Emma y he escrito a Adrián.
Y ahora es sábado, justo el previo al regreso del jefe, y tengo a Bego y a Sebas esperando en mi salón para salir de fiesta. Yo no quería. Se han presentado por sorpresa. Soy un alma en pena, para qué mentir. Y he asegurado a Bego que si acabo espatarrada en el suelo totalmente borracha será culpa de ella. Le ha dado igual. Tiene claro que lo que necesito es despejarme. Es posible, pero no me apetece salir a la calle.
Me llevan a Thailicious a cenar para que me anime. Ni siquiera el agradable restaurante y su comida tailandesa riquísima me hacen sentir mejor. No dejo de mirar el móvil. Mi amiga se da cuenta y, como es muy perspicaz, me aconseja:
—Envíale otro mensaje. Que sepa que estás arrepentida.
—¿Y qué le digo?
—Que estás un poco loca, pero que hasta los dementes necesitan a alguien en su vida.
Sus duras palabras me causan un pinchazo en el pecho. Sebas se mantiene callado, observando a una y a otra.
—Emma aseguró que, si Adrián de verdad quiere ser mi amigo, lo entenderá.
—¡Nadie en su sano juicio comprendería algo así, Blanca! —exclama Begoña moviendo la cabeza.
Lo cierto es que Adrián no ha vuelto a ponerse en contacto conmigo. Y lo peor es que, en el fondo, sé que está enfadado y que le durará. ¿Y si se ha arrepentido de su decisión de esperarme? Bego tiene razón: debería escribirle y pedirle perdón de nuevo, y detener de una vez todas estas estupideces. Pero, como siempre, mi orgullo me vence.
Tras la cena, Sebas propone que vayamos a un pub que conoce. A mí me da igual, así que acepto. Al llegar descubro que es uno de música rock y el alma se me cae a los pies. Sin embargo, no abro la boca. Entramos y nos pedimos unas cervezas. Para mi sorpresa, en la cena no he bebido alcohol. No me apetecía. Aunque ahora mismo estoy sopesando la posibilidad de cogerme una cogorza y dejar de pensar hasta el lunes.
Sebas y Bego charlan animados, pero no me entero de la conversación. En mi mente hay un montón de frases inconexas, una mezcla de lo que tengo que decir a mi jefe en la reunión y de los últimos mensajes de Adrián.
—¿Por qué no salimos a la terraza? —Sebas señala la parte de atrás del pub—. Siempre hay cantantes o grupitos que se reúnen allí para tocar. A lo mejor hay algún amigo mío.
Mi amiga asiente emocionada y me coge de la mano para llevarme a rastras. Hay un montón de gente fuera formando un corrillo. Y también música en directo. Alguien está tocando la guitarra. Sebas y Bego intentan abrirse paso para ver mejor. Conozco la canción que están tocando: Always, de Bon Jovi. A Adrián le gustaba mucho. En ese momento la voz cambia a otra que en un principio no reconozco, pero que, al cabo de unos segundos, se me antoja familiar. Aprieto la mano de Bego de manera intuitiva. Estira el cuello, dibuja un «oh» con la boca y después vuelve el rostro hacia mí. La miro con los ojos muy abiertos, negando con la cabeza, y asiente. Trato de desaparecer, pero me coge con más fuerza.
Las chicas que están delante de nosotros se mueven un poquito y entonces lo veo. Joder, Adrián. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Es una maldita broma del destino? ¿Puede alguien tener peor suerte que yo?
—Bego, vámonos, por favor —le ruego tirando de su mano.
—No seas así. Está aquí. Tienes la oportunidad de disculparte —me dice seria.
—¿Lo habéis planeado vosotros? —le pregunto con voz chillona.
—¡Por supuesto que no! —exclama con cara de ofendida.
No la creo. Seguro que ha hablado con él y le ha preguntado qué hacía o qué sé yo. ¿Por qué si no iban a traerme a un pub roquero? Vale que a Sebas le guste esta música, pero es demasiada casualidad que Adrián esté tocando aquí.
—Por favor, por favor… No dejéis que me vea. No sé cómo debería hablarle —les suplico, buscando la forma de esconderme de nuevo.
Pero me ve. Justo en ese instante Adrián alza la cabeza de su guitarra y, como por arte de magia, su mirada se cruza con la mía. Lo noto dudar unos segundos en el rasgueo del instrumento y en el tono de su voz. Y en que se le ha borrado su bonita sonrisa. Sin embargo, prosigue con su actuación. A su lado hay otro chico. Lo acompaña tocando y haciendo los coros. La canción es preciosa. Y Adrián no aparta la vista de mí. Sus iris marrones verdosos se me clavan muy dentro, provocando que no pueda respirar.
—Te odio, Begoña —le digo al oído.
—¿Y por qué pones esos ojitos? —me pregunta con una maléfica sonrisa. Está claro que ha tenido algo que ver. Me vengaré.
Oigo a Adrián cantar: «Now your pictures that you left behind are just memories of a different life. Some that made us laugh, some that made us cry. One that made you have to say goodbye. What I’d give to run my fingers through your hair, to touch your lips, to hold you near. When you say your prayers, try to understand. I’ve made mistakes. I’m just a man…» («Ahora las imágenes que dejaste atrás solo son recuerdos de una vida diferente. Algunas nos hicieron reír, otras nos hicieron llorar. Una hizo que dijeras adiós. Lo que daría por deslizar mis dedos por tu pelo, tocar tus labios, tenerte cerca… Cuando digas tus oraciones, trata de entender. He cometido errores. Solo soy un hombre…»).
—Oh, Dios mío —murmuro con unas enormes ganas de llorar. ¿Por qué creo que Adrián está cantándome a mí? ¿Por qué me mira de esa forma en la que parece que se adentra en mi alma y me la parte en dos?—. Tengo que salir de aquí —digo a Begoña, pero me retiene.
Me obliga a darme cuenta de que soy gilipollas. No hay más. A ser consciente de que ese hombre que está a unos metros de mí, cantando y tocando ante esta gente, poniendo todo su corazón en la melodía, es por quien yo sería capaz de aprender a amar otra vez. Siento que las náuseas se apoderan de mí y que soy incapaz de seguir mirándolo.
La canción se acaba y la gente aplaude. Aprovecho para soltarme de Begoña y huir. No puedo enfrentarme a tantos sentimientos. Oigo que me llama, pero no le hago caso. Estoy saliendo de la terraza cuando me atrevo a darme la vuelta. El otro chico que tocaba está recogiendo. Adrián ya no ocupa su silla. Lo busco con la mirada. No lo encuentro. El pulso se me acelera al oler un aroma familiar. Me vuelvo y lo descubro justo a mi lado, con su guitarra a cuestas.
Se me seca la garganta. Las palabras de la canción resuenan en mi cabeza como una letanía. «And I will love you, baby, always…» («Y te querré, nena, siempre…»). Me viene la loca idea de pedirle que me la cante ahora, aquí y únicamente a mí, como si estuviésemos los dos solos. El corazón me late a mil por hora, ansioso por lanzarse a sus brazos. Adrián me observa sin moverse, con los labios apretados y la mandíbula tensa. Creo que va a saludarme, que me abrazará después de todo, pero lo que hace es echarme una última mirada de desprecio. Algo en mí se rebela y, como Sebas y Bego se acercan a nosotros, no se me ocurre otra tontería más que intentar darle celos. Agarro a Sebas del brazo y lo atraigo hacia mí. Luego miro de reojo a Adrián, quien nos observa con gesto sorprendido. Sebas me pregunta al oído que qué coño estoy haciendo, pero sonrío y me apretujo más. Me digo que Adrián vendrá hasta nosotros, que tirará de mí y me besará para demostrarme que los únicos labios que tengo que tocar son los de él. Sin embargo (malditas películas románticas, cómo nos engañan), se da la vuelta y me deja plantada, con todo el cuerpo temblando.
No sé qué hacer, de modo que me vuelvo para interrogar con la mirada a Bego y a Sebas. Me animan con aspavientos a que lo siga. ¿De verdad es lo correcto? No lo pienso más. Me abro paso a empujones por el atestado local. No lo encuentro por ningún lado. Me arrojo a la calle como una desquiciada. Miro a la derecha, pero no está. Y, al mover la cabeza a la izquierda, lo descubro quieto.
—Blanca —dice, aún muy serio. Escuchar mi nombre, con su voz, es el infierno y el cielo.
—Adrián —respondo temblorosa—. No es mi novio. Ese chico es un amigo.
Y lo que ocurre a continuación tira por la borda todas mis esperanzas. Sé que él empieza a gritar, que está hablándome, pero solo puedo ver sus labios moverse, esos labios que quiero comerme.
—¡¿Me estás escuchando, joder?! —pregunta, devolviéndome a la realidad—. ¡Me importa una mierda a quién te tiras o dejas de tirarte! —Y sé, por cómo le tiembla la nuez, que no es del todo cierto—. ¡Al igual que te importará un bledo a ti si lo hago yo! —Y eso también es una mentira. Pensar que se haya acostado con otra en este tiempo me provoca náuseas.
—¡Lo siento! —exclamo por fin.
Niega, se muerde el labio inferior y se toquetea el pelo, nervioso.
—¿Qué es lo que sientes, Blanca? ¿Decirme que quieres ser mi amiga y luego ignorarme?
—¿Le contaste a Begoña que ibas a estar aquí?
—Pero ¿qué dices? ¡Se te va la olla! No he hablado con tu amiga desde tu cumpleaños. —Sus ojos son ahora dos rendijas furiosas.
—Entonces son señales —respondo ansiosa.
—No creo en las señales, Blanca. Solo creo en los hechos —me espeta.
—Lo siento, de verdad. No sé por qué he hecho eso ahí dentro, ni por qué… —Me atraganto con mi propia saliva y toso—. Estoy pasando una racha horrible en el trabajo y mi… —Voy a decir «psicóloga», pero me contengo—. Y pensé que era mejor no hablar contigo durante un tiempo porque… Es que luego me di cuenta de que actuaba mal, y por eso volví a escribirte.
—Claro, la niña tiene problemas en el trabajo, o en lo que sea, ¡y los demás tenemos que fastidiarnos también! —exclama alzando las manos—. Dijiste que intentáramos ser amigos, y he tratado de hacerlo lo mejor posible, lo mejor que sé. Pero este soy yo, Blanca. —Se da unos golpecitos en el pecho—. Y si realmente no te gusta lo que ves, entonces ¿qué haces aquí? ¿Es una venganza por tu parte? ¿Quieres joderme? ¿Todos tus actos y palabras han sido falsos desde que nos reencontramos? ¿Quieres hacerme daño porque yo te lo provoqué a ti?
—No, yo… —No me salen las palabras. Adrián está enfadado de verdad, y no logro entender por qué ni sé cómo solucionarlo.
—Te mandaba mensajes con mi mejor voluntad… De repente, dejas de contestarme, me pregunto qué sucede y me como la cabeza, y luego vuelves a escribirme como si una disculpa de tu cara bonita pudiera solucionarlo todo. Y ahora, no sé cómo, te presentas aquí, me buscas… ¿Para qué? ¿Para tirarte a mis brazos otra vez? Sabes que caería, Blanca. Y después te largarías de nuevo. —Se coloca bien la guitarra a la espalda—. Soy consciente de que es difícil para ti, pero estás siendo un poco egoísta. Tu corazón es demasiado elástico.
—¡Eso no es cierto! No sé qué me pasa, de verdad. Yo… —Intento explicarme, pero solo muevo las manos como una tonta. Cojo aire y trato de centrarme—. Tomo decisiones de las que después me arrepiento y me doy cuenta de que no sé a ciencia cierta por qué las tomé. Puede que esté un poco loca, Adrián, porque no es normal todo lo que hay en mi cabeza. Pero estoy esforzándome por solucionarlo, te lo aseguro.
—Ignoro si estás loca o no. Lo que sí te digo es que acabarás por volverme loco a mí. —Se queda callado y me dirige una mirada tan triste que me entran ganas de llorar, de abrazarlo, de tenerlo siempre cerca de mí—. Como antes. Y ya viste lo que hice. Me mataría antes que volver a hacer algo jodido contra ti.
—Perdóname. Por favor…
—No tengo nada que perdonarte. —Cierra los ojos y aspira. Cuando los abre le brillan—. Yo tampoco tengo claro lo que podría ser de ti, Blanca, y, como a ti, me cuesta mucho mostrar mis sentimientos, abrirme y ser el Adrián real. Sin embargo, contigo lo logré. Y lo intentaría de nuevo. Aseguras que te apartas de mí porque tienes problemas en el trabajo, pero en mi opinión lo que sucede es que continúas sin confiar en mí porque no me consideras el hombre adecuado para ti. Y así no se puede. Así no. Quizá lo mejor sea que nos alejemos para siempre, vivir nuestras vidas y olvidarnos de aquella amistad.
—No, yo…
Las palabras se me quedan congeladas en la boca. El sabor amargo de tiempos lejanos regresa. El corazón está a punto de explotarme una vez más. Solo deseo abrazar a Adrián, quiero besarlo, pero sus ojos me confirman que él ya no.
—Dejémonos en paz, Blanca. Por nuestra salud mental —murmura agachando la cabeza.
La pérdida de contacto visual me demuestra que todo ha terminado, que en esta ocasión he sido yo quien lo ha jodido todo. Por mi orgullo, por mi desconfianza, por mis ralladas mentales, por mi cobardía, por hacer caso a las opiniones de los demás. Ahora mismo, los consejos de Emma me importan una mierda. Y también me da igual que Adrián me rompa el corazón otra vez; al menos, habré vivido de nuevo esa experiencia junto a él. Se me está quebrando de todas formas, y es debido a no poder intentarlo, a dejar atrás, de nuevo, lo que ni siquiera hemos empezado.
Adrián alza una mano para detener un taxi que se acerca. Una última locura me obliga a aferrar la manga de su jersey. Me observa silencioso y enfadado. Le suplico con la mirada. Niega con la cabeza y se suelta de mí.
—Blanca, nunca supe cómo comportarme contigo y sigo igual. No sé quién de los dos es el culpable. Quizá ninguno y simplemente somos dos personas destinadas a no ser.
Y se sube al taxi. Va a alejarse. De mí. De mis esperanzas. Del poderoso latido de mi corazón. De mis lágrimas. Se irá, una vez más, de una Blanca a punto de cumplir dieciocho años. Se me escapa un sollozo que corto en cuanto una mano se posa en mi hombro. El cálido aliento de Bego me roza el oído.
—Llora, Blanca. Por el amor de Dios, llora. Eres humana.
Y lo hago. Lloro un mar. Me doy la vuelta y me lanzo a los brazos de mi amiga. Me derrumbo en su hombro. Bego me acaricia el cabello y me susurra palabras conciliadoras, pero no existe una sola que pueda borrar las de Adrián. Sebas apoya una mano en mi espalda y me la frota.
—Todo está bien —susurra Begoña.
—No. No es verdad. No quiero mentirme más. ¿Por qué mis miedos me impiden luchar?
Mi amiga no responde. Cesa en sus caricias y alzo la cabeza, confusa. Mira al frente con los ojos muy abiertos, y me doy la vuelta y descubro a Adrián frente a nosotros. Abro la boca para coger aire. Ha vuelto. ¿Lo ha hecho para perdonarme y darme una oportunidad?
Begoña me suelta y dice:
—Vamos adentro. Si quieres algo mándame un mensaje.
Deposita un beso en mi mejilla húmeda. Sebas me aprieta una mano. Luego ambos se pierden en el interior del pub.
En cuanto la puerta se cierra el silencio nos envuelve a Adrián y a mí. Trago saliva y busco palabras que lo convenzan de que yo sí quiero avanzar, volver a ser su amiga, que no he pretendido jugar con él por mucho que al principio me convenciera de que era lo único que sucedería. Sin embargo, se me adelanta.
—He sido muy brusco. Has intentado disculparte y no lo he permitido. Tú tardaste en perdonarme más de diez años, pero al final lo hiciste después de todo. Y yo no quiero marcharme sin dejarte claro que, aunque ahora esté enfadado, esto no durará para siempre, que seguramente en unos días ya se me habrá pasado y volveré a encontrarme en la tesitura de no poder olvidarte.
—Yo también pienso en ti. Mucho. De verdad —respondo ansiosa.
—Te creo. Pero ¿sabes cuál es nuestro problema? —me pregunta con ojos tristes. Niego con la cabeza—. Que hemos vivido demasiado tiempo en la negación. Si somos dos almas sombrías, ¿cómo hacemos para iluminarnos?
—Eso no es cierto. Tú me ofreciste luz cuando todos insistían en convertirme en una sombra.
—Y, a pesar de todo, no lo hice bien. Puede que te la diera, pero luego te la arrebaté. —Se calla unos segundos en los que mi corazón retumba en la noche—. Necesitas a alguien que sepa poner colores en tu vida, Blanca. Quizá me arrepienta al tomar la decisión de dejarte marchar. Lo más probable es que sea la idea más estúpida del universo, pero así soy yo.
Un sollozo escapa de mi garganta al comprender que no ha regresado para quedarse conmigo. De repente tengo sus manos en mis mejillas, limpiándome todas las lágrimas que he contenido durante tantos años.
—No llores. Me matas cuando lo haces. ¿Lo ves? ¿Ves como te hago daño?
—Si lloro es porque quieres irte y no entiendo los motivos.
—Si me aseguraran que todo va a ir bien, no dudaría ni un instante.
Descansa su frente en la mía y suspira. Apoyo las manos en las suyas, en un intento por guardar algo de él en mí.
—¿Quién es el que tiene miedo ahora? —le reprocho entre gimoteos.
—No es miedo, Blanca, es un intento por protegerte.
—¿De ti? Soy una adulta, joder. Puedo cuidar de mí misma.
—Estuve pensando y, por mucho que me hayas perdonado, lo más seguro es que si llegáramos a empezar algo sucedería cualquier cosa que te haría recordar aquello, y yo también tendría momentos en los que me acordaría de cómo fui, y todo volvería a torcerse.
—¿Por qué pones una excusa tras otra? —le recrimino apartando la frente de la suya para mirarlo.
—Te iba bien sin mí, ¿cierto? Pues es así como debe seguir.
Me suelta las mejillas y me coge las manos. Se las lleva a los labios y deposita un beso tan tierno en ellas, uno impregnado de tanta tristeza y tanto dolor, que cierro los ojos y ruego para retroceder meses antes.
—A pesar de todo, si ocurre algo muy malo, si necesitas a alguien de verdad… Puedes contar conmigo.
Me suelta las manos e intento atrapar sus dedos, morirme en el placer que me provoca sentir su tacto, pero Adrián se aparta. Me da la espalda y me quedo contemplando la guitarra. Es una lucha interna en la que quiero entender, pero no puedo. Porque ahora estaba preparada y mis pasos hacia atrás me han llevado al punto de inicio.
Adrián desaparece en la noche, dejándome sola en medio de la calle. Una sombra que tirita en la confusión.