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Echo un nuevo vistazo al reloj. De momento llevo diez minutos de retraso, y es muy raro que Begoña no esté atormentándome con mensajes o llamadas. No tengo la culpa de ser una persona impuntual. No me viene de serie. Me encantaría salir del trabajo siempre a tiempo, pero no es lo habitual. Trabajar como abogada es sacrificado.
Tras el juicio he decidido regresar al despacho con la intención de dejar unos asuntos preparados para mañana. Justo cuando iba a salir, Saúl, nuestro jefe de equipo, ya estaba en la puerta interrogándome acerca de mi intención sobre las vacaciones.
—Mañana vuelve Sandra. ¿Y tú qué? ¿Has pensado qué vas a hacer?
—De momento estoy bien así. Quiero dejar unos asuntos resueltos, y después ya, si eso…
—Dímelo como muy tarde la semana que viene —ha concluido y, tras despedirse con su expresión adusta de siempre, se ha marchado dejándome pensativa.
Vacaciones. Por lo general me las cojo porque es lo estipulado, lo que suelen hacer todos, pero la verdad es que a mí me gusta trabajar, trabajar después y… trabajar aún más. Al fin y al cabo, tampoco tengo mucho que hacer aparte de eso, ningún lugar interesante que visitar. Viajar sola a un destino lejano no es algo que me llame la atención especialmente y, además, si me cojo vacaciones dispongo de más tiempo para pensar. Y eso no está bien. No está nada bien.
Por otra parte, si quiero continuar ascendiendo y prosperando, trabajar duro es lo mejor. Lo cierto es que no puedo quejarme de todo lo que he conseguido a mi edad. Pero no ha sido fácil. Deseché la idea de licenciarme en Periodismo y opté por Derecho. Estudié en una de las mejores universidades de España, y yo sola me lo costeé todo a base de becas y de hacer malabares con los empleos. Begoña me admiró durante los años de carrera porque no entendía cómo podía trabajar y estudiar a la vez y, encima, obtener matrículas de honor. Supongo que fue tesón y ambición. Me propuse ser, si no la mejor, al menos una de las mejores para abrirme puertas. Nadie más iba a hacerlo por mí, ya que, a diferencia de Begoña, mi familia no tiene un nombre ya conocido en el ámbito de la abogacía. Mientras otros se quejaban del horrible futuro laboral y de que no pasarían por el aro, yo decidí llevar a cabo una pasantía. Lo conseguí en un buen despacho que, si bien no es de los más grandes, sí cuenta con excelentes referencias. Imagino que tuve suerte porque jamás preparé cafés ni fui una simple becaria, sino que aprendí muchísimo con compañeros y, después, me ofrecieron quedarme. Como me dijeron, vieron en mí una gran profesional dispuesta a comerse el mundo. Durante todo ese tiempo tuve que trabajar también porque, aunque el jefe me diera cada mes a escondidas algo de dinero en un sobre, con eso no podía vivir. Al principio cobré poco. Seis meses después me subieron el sueldo. Al año, más. Y ahora puedo permitirme caprichos.
El metro se detiene otra vez y me saca de mis reflexiones. Al abrirse las puertas, suben al vagón una chica rubia, muy mona, que no parece española y un chaval con un montón de piercings en la cara y unos cuantos tatuajes en un brazo. De inmediato pienso que debe de ser un gilipollas y un chulo, y me apiado de la muchacha que lo acompaña. «Se cansará pronto de ti; lo hará cuando se aburra de todo aquello que os hace diferentes, cuando no tengas nada más que ofrecerle. Y entonces te romperá el corazón», murmura mi mente.
No obstante, el chico —también muy guapo, todo hay que decirlo— hace un gesto que me sorprende. Mientras ella se agarra a la barra para no caerse, él la abraza desde atrás y apoya su rostro agujereado en la nuca de ella. Es un gesto que considero muy íntimo, muy tierno, y por unos segundos aún me enfado más y me dan ganas de decir a la rubia que no se fíe, que él nunca haría eso delante de sus amigos.
Ella me dedica una mirada un poco tímida porque el chico continúa abrazado a su cintura. Entonces él acerca los labios a su oreja y yo preparo las mías, dispuesta a centrar toda mi atención en lo que va a decirle. Lo hace lo suficientemente alto para que pueda oírlo desde mi asiento.
—¿Qué voy a hacer cuando te vayas? ¿Y si todo es distinto? ¿Y si allí ya no soy lo más importante para ti?
Y su voz está cargada de aprensión, miedo y dolor de verdad. Reconozco esos sentimientos a la perfección y me siento como una intrusa en esa confesión tan privada y, en apariencia, tan sincera. El desconcierto me vence, a pesar de que esos dos jóvenes son unos desconocidos para mí y no me une nada a ellos.
La chica se da la vuelta, mostrándome su bonito trasero enfundado en unos vaqueros, y murmura algo a su acompañante. No he entendido qué le ha dicho. Aun así, puedo imaginarlo y creo saber cómo se sienten ambos. Me susurro a mí misma que pronto conocerán el auténtico dolor, ese que aparece con tanta nitidez cuando pierdes a alguien querido, a alguien a quien creías conocer bien pero que, después, te muestra su auténtico rostro.
El móvil me vibra justo ahora entre las manos para avisarme de que acabo de recibir un mensaje de Begoña.
Bonita, me he tomado ya una Coca-Cola y un café. Vienes ya o me zampo un muffin enorme yo sola? Luego tú sufrirás las consecuencias por ser la culpable
Le aseguro que en nada llego, aunque todavía quedan dos paradas más y la distancia que tengo que salvar desde el metro hasta La Petite Brioche, la cafetería en la que hemos quedado. Desde que la abrieron se ha convertido en nuestro lugar favorito para tomar un café y charlar. Es mona, con gente amable y dulces deliciosos.
Cuando llego, con una media rota (odio llevar medias en verano, pero son más profesionales) porque me he enganchado con un cochecito de bebé al salir del metro, mi amiga Begoña hace un gesto de impaciencia dando golpecitos en su muñeca a un reloj invisible. Me siento enfrente de ella sin abrir la boca y suelto un suspiro. Aunque intento correr cada mañana (vale, lo que hago se acerca más a andar a paso rápido), fumar tanto suele pasarme factura cuando camino estresada.
—¿Y esto? —Le señalo el enorme muffin que veo en un plato delante de mí.
—Para que te endulces la tarde —me dice y enlaza las manos ante su cara. Begoña siempre lleva una manicura perfecta, y me da algo de envidia ya que acostumbro morderme las uñas y, en ocasiones, acabo destrozándome los dedos. Entonces me compro una laca para evitarlo, pero, aun así, no consigo aguantarme las ganas.
—¿Voy a comérmelo yo sola? —Abro los ojos como platos.
—No he tenido más remedio que engullir yo uno sin esperarte. A mediodía no he tenido tiempo ni de picar algo, y estaba hambrienta. —Se lleva a los labios su taza de café y, antes de darle un sorbo, me pregunta—: ¿Qué tal el juicio de esta mañana?
—Bien. Ya sabes, un divorcio más. Pero se ha resuelto felizmente.
—¿Y no se te ha escapado decir que el índice tan elevado de separaciones es por completo lógico debido a que el auténtico amor no existe?
Qué perra es. Cómo le gusta martirizarme. Aunque en la actualidad no mantiene ninguna relación seria, ella sí cree en el amor. Y mucho. Cada dos meses se enamora de una mujer nueva. Luego asegura, claro, que no es su media naranja.
—Sabes que jamás haría eso. Soy una auténtica profesional —me quejo a la vez que parto el muffin por la mitad con el cuchillo—. Anda, ayúdame, que es muy grande para mí sola y yo sí que he comido hace poco. —Le tiendo un pedazo y, a pesar de que en un principio niega como si fuese un bicho asqueroso, al final lo coge y le da un buen mordisco.
—Dios, ¡esto sí que es un pecado y no el sexo! —murmura, con los ojos cerrados y la boca llena de dulce.
—Te recuerdo que el sexo también es uno de los siete pecados capitales.
—No, bonita, lo es la lujuria —me aclara.
—Pues es lo mismo. Y que sepas que la gula es otro.
Me levanto para ir a pedir un café. Mientras espero a que me lo sirvan, me doy la vuelta y me fijo en que Begoña me observa con atención. Cuando regreso me lanza una pregunta que no me apetece nada contestar.
—Entonces ¿vas a tachar de tu lista a…? ¿Cómo se llamaba?
—Nacho. Y no tengo ninguna lista. —La miro con mala cara.
—Parecía un buen hombre —dice, como si de verdad le apenara mucho.
—Imagino que lo es. Por eso no soy la adecuada para él.
—Hay que ver, con lo buena que eres en tu trabajo y en el sexo… —Ha enfatizado esa última palabra, y le lanzo una miga del muffin—. Y en cambio, qué mala eres contigo misma.
—¿A qué te refieres?
Se queda callada durante unos segundos, acariciando el borde de su taza. Después niega con la cabeza y me dedica una sonrisa deslumbrante.
—¿Tienes cita esta tarde con la psicóloga?
—¡Joder! Eso me recuerda que no he hecho mis ejercicios.
—¿Te sirven para algo en serio, o solo para coleccionar libretas?
Pongo los ojos en blanco y me centro en remover el café. La psicóloga me recomendó anotar a diario en una libreta mi grado de malestar cuando me levanto, cuando desayuno, mientras como, a la hora de la cena y en el momento de la ducha. Y a continuación debo escribir tres razones por las que ese día me he sentido feliz. O más o menos bien. Da lo mismo.
—Lo hace para que me dé cuenta de que en todo lo malo es posible encontrar algo bueno.
—¿Hasta en la muerte? —Begoña saca su lado más tétrico y vuelvo a lanzarle una mirada asesina.
—Que tú no confíes en la psicología no significa que…
—Blanca, lo único que quiero es que esta vez sí puedan ayudarte en lo que creas que necesitas.
Sé a lo que se refiere. Desde que nos conocimos durante nuestro primer curso en la universidad, he pasado por las consultas de cuatro psicólogos. Cinco con esta. En realidad, uno de ellos fue un psiquiatra de la Seguridad Social. Durante esa fatídica época, que por suerte tan solo me duró un año (aunque me pareció una vida entera), todos ellos coincidieron en que tenía una personalidad autodestructiva como consecuencia de un pasado al que no me atrevía a enfrentarme. Me molestaba con ellos y dejaba de acudir a las citas. Al final, con ayuda de Begoña, aparqué ese oscuro período, uno en el que había mucho sexo, alcohol en grandes cantidades y alguna droga que otra. Hace tiempo que ya no. No suelo beber, ni siquiera cuando tengo un mal día o estoy estresada. Y mucho menos me drogo. Sexo hay, sí, pero de forma distinta porque soy adulta y sé manejarlo. Aun así, en cierto modo todavía necesito a alguien que me devuelva al camino cuando me salgo de él.
—Voy a irme ya, que quiero avanzar unas cosillas y a este paso no llego. Hoy hay huelga en el metro y funciona fatal —le anuncio.
Begoña chasca la lengua y me mira con sus ojazos negros y con su cara de cachorrito que desea que lo saquen a pasear. Me levanto y me acerco para darle dos besos. Me abraza con ímpetu, tan típico en ella.
—Cada vez tenemos menos tiempo para nuestras cosas. Cómo se nota que somos treintañeras —se queja.
—Treintañeras muy ocupadas, que no es lo mismo. Y yo todavía no. —Le sonrío.
Tras el trabajo, consigo llegar a la psicóloga tan solo cinco minutos tarde. Su secretaria me mira mal, como es usual. Supongo que está acostumbrada a que los otros pacientes sean puntuales. La saludo, ella también a mí alzando la barbilla, y antes de que pueda hacer nada más Emma ya se ha asomado a la puerta de la consulta y está sonriéndome.
—Buenas tardes, Blanca. ¿Pasas?
Cierra una vez que he entrado. Me siento en el sillón, que a pesar de que es muy cómodo siempre me provoca tensión. Espera a que poco a poco me relaje.
Hay una razón por la que continúo acudiendo a las visitas. El primer día que pisé esta consulta, Emma me dijo que era una valiente. Fui a rechistar para asegurarle que de joven yo era de la misma opinión… y al final me había dado cuenta de mi error. Y que por eso estaba allí: porque en ocasiones me sentía débil, mucho, y me daba miedo. Quería ser la persona fuerte que me había propuesto.
—Blanca, sé lo que piensas, pero he de decirte que, en general, la visión que se tiene de alguien valiente no es la más adecuada. Valiente no es solo aquel que no tiene miedo a nada. Valiente es también quien tiene miedo y, a pesar de ser consciente de ello, continúa luchando.
—Yo no luché —respondí, abriendo la boca por primera vez.
—Tal vez tú creas eso, pero hay muchas formas de batallar, y ninguna es, en el fondo, mejor o peor que otra.
Por eso me quedé, porque ella pensaba que yo era valiente, pero no por no temer, sino precisamente por hacerlo. Nunca antes ninguno de los otros psicólogos me había dicho algo así.
En este momento Emma está echando un vistazo a sus notas y, sin mirarme, me pregunta:
—¿Y qué tal has estado desde la última vez que nos vimos?
—Bien.
—¿Has hecho tus ejercicios?
Asiento con la cabeza. Extiende un brazo para que se los enseñe. Le entrego mi libreta y espero a sus comentarios.
—Esto está muy bien. Tus porcentajes de bienestar son altos.
No es que sea del todo sincera en esas hojas. Calcular del 1 al 100 mi grado de felicidad es algo que no se me da muy bien, por eso en alguna ocasión me invento la graduación.
—¿Por qué no escribiste nada ayer? —quiere saber, señalando el folio en blanco.
—Se me olvidó. Estuve muy ocupada.
—¿En la oficina? Ahora que llega agosto, tendréis menos trabajo, ¿no? El mes pasado estuviste muy estresada.
—Sí. En el despacho tuve que hacer bastantes cosas… —contesto de manera despreocupada.
Emma cierra la libreta sin apartar su mirada de la mía. Me da miedo que posea telepatía y me lea la mente, así que opto por contarle la verdad. Al fin y al cabo, para eso estamos aquí, ¿no?
—Pasé la noche con un hombre —digo un poco a la defensiva.
—¿Es algo serio? —Emma continúa con su rostro imperturbable.
—No.
La veo anotar en sus papeles. Quizá: «La paciente ha vuelto a caer en su adicción sexual» o «A Blanca le gustan más los penes que a un tonto un Chupa Chups». Se me escapa una breve risa y ella alza la vista para escudriñarme con curiosidad. Le sonrío hasta que me borra el gesto con su siguiente pregunta, ya que no augura nada agradable.
—¿Cuánto tiempo llevas viniendo a la consulta?
—Un par de meses —respondo tras echar cuentas.
—Hasta ahora solo me has hablado de tu día a día, del trabajo, de tu amiga Begoña… Y un poco sobre ti cinco años atrás… Y de tu infancia, pero por encima.
—Sí.
—Creo que ya va siendo hora de que charlemos sobre algo más. ¿Qué te parece?
Emma suele acabar sus comentarios con una pregunta, otorgándome la oportunidad de dar mi opinión, aunque en realidad sea una oportunidad falsa. Quiere que conteste que sí, y punto.
—Lo único que me apetece es estar bien ahora.
—Pero en ocasiones para llegar a eso necesitamos dar voz a ciertos asuntos.
—¿A cuáles?
—A sentimientos, recuerdos…
Me revuelvo en el asiento como si me quemara el trasero. Emma rebusca entre sus papeles y saca las hojas que tuve que rellenar la primera vez que vine. Un montón de preguntas sobre mí, sobre mi vida, mis sentimientos y mi forma de afrontar determinadas situaciones. Desliza el dedo por uno de los folios hasta encontrar lo que le interesa.
—En una de las cuestiones contestaste que no te gusta pensar en tu infancia porque se metían contigo.
—Así es.
—Me has hablado muy poco acerca de eso… ¿Hasta cuándo duró esa situación?
—Hasta que terminé el instituto y me marché a la ciudad.
—¿Qué tipo de acoso recibiste?
—Nada demasiado fuerte —miento de manera deliberada.
—Sin embargo, parte de tus problemas en el pasado y en la actualidad se remontan a esa época.
—Yo no he dicho eso —respondo con tono seco.
Emma me mira por encima de las gafas y no me atrevo a añadir nada más.
—¿Te afectaba lo que te decían o hacían?
—No.
—Por tu bien, debes reconocer la verdad —me corta, porque me temo que no se cree ni una palabra de mis contestaciones—. Casi todo el mundo finge no molestarse por una crítica, un desprecio o una burla, aunque en la mayoría de los casos la realidad no es esa.
—Habría deseado encajar, pero más porque es lo normal en una adolescente que porque ellos me gustaran. Me daba igual no ser su amiga —me atrevo a confesar. Es la primera vez que doy voz a esos pensamientos, y aunque me digo que no me dejan en buen lugar, me parece estar haciendo lo correcto—. Es más, no quería serlo por nada del mundo.
—¿Puedes contarme algo de lo que te hicieron?
—Yo…
—Relájate. Sé que es duro… Es necesario romper el silencio. No has sido la primera persona ni la última a quien le pasa, pero eres tan importante como cualquiera de ellas. —Esboza una sonrisa—. Blanca, si estás aquí es por algo. Dime la verdad, por favor. Voy a ayudarte.
—Se metían conmigo porque… —Trago saliva. «Vamos, Blanca. Eso ya pasó. Tienes que ser capaz de hablar sobre ello sin que el estómago se te cierre», me animo—. Me llamaban gorda, gafotas, fea, puta…
Emma se pone a escribir en sus notas como una posesa. Asiente para que comprenda que me escucha.
—¿Solo fue un acoso verbal?
—No… —Me llevo un dedo a la boca, pero el sabor de la laca que me he aplicado en las uñas me recuerda que no debo mordérmelas—. Me pegaron.
—¿Una vez?
—Bastantes más —digo en voz baja.
—¿Eres consciente de que eso es bullying? —Alza la mirada de los papeles y la posa en mí. Asiento—. ¿Y en esa época lo eras?
—En esa época no sabía ni quién era yo —me atrevo a confesar.
—¿Qué más hacían?
—Me amenazaban. Me enviaban mensajes al móvil o me llamaban para meterme miedo.
—¿Qué hacías tú?
—No mucho. Al principio alguna vez les planté cara, después aguantaba y fingía que todo me daba igual, aunque creo que tuve miedo. En la ESO pasaba los recreos en los aseos, sentada en un retrete con las piernas subidas en él para que no supieran dónde estaba —se lo digo dándome cuenta de que estoy poniéndome colorada. «¡Por favor, Blanca! No vuelvas a avergonzarte. No eras tú la culpable»—. También hubo una época en la que sacaba muy malas notas, pero después me encerré en los estudios. Encontré esa forma de evadirme.
—¿Alguna vez pensaste en acabar con tu vida? —me lo plantea con una expresión imperturbable.
Y se me seca la garganta. La miro unos segundos eternos antes de ser capaz de responder.
—Yo… No sé… Supongo que de adolescentes todos, en alguna ocasión… —Me enredo con mis propias palabras.
—¿Tus profesores sabían algo? —Emma cambia la pregunta y se lo agradezco de corazón.
—Ya se encargaban aquellas chicas de meterse conmigo cuando no había ningún profe presente. Eran muy listas para eso.
—¿Y tú nunca mencionaste nada? —Emma me observa, sorprendida.
—Una vez, cuando padecí un principio de anorexia y faltaba a clase. Mi tutor me dijo que yo pensaba que todo el mundo estaba pendiente de mí. Llamó a mis padres para comunicarles que, al parecer, había problemas de convivencia —explico formando unas comillas con los dedos—. Mi padre me preguntó si ocurría algo, y me recluí en mí misma, como siempre. Le mentí. Mi madre se pasó unos días interrogándome, pero acabó por dejarme estar ya que yo lo negaba una y otra vez. Supongo que la reacción de mi tutor me decepcionó y me infundió más inseguridad y miedo. Por aquel entonces la gente no hacía caso de algo así, y menos en un pueblo de mala muerte. Todos comentaban que eran cosas de críos. Ahora el acoso está más controlado y, aun así, hay mucha desinformación e ignorancia. Esos niños que se acaban suicidando… —Me froto la frente, nerviosa—. Yo estaba cagada también. Creía que nadie podía ayudarme, ni siquiera mis padres.
Emma mueve la cabeza y regresa a sus notas en los papeles. Dejo que escriba algo más y que sea ella la que formule las preguntas.
—¿Por qué les mentías?
—Porque mi padre había estado muy enfermo y mi madre había sufrido mucho, y yo no quería defraudarlos o provocarles más dolor.
—¿Estuviste enfadada con ellos?
—¿Por qué iba a estarlo?
—¿Y ahora?
—Supongo que sí pasé un tiempo molesta. —Suelto un suspiro.
—¿Por qué?
—Porque no estaban ahí. Aunque fui yo la que los aparté, igualmente me enfadaba. Pero es que en esa época me sentía indignada con el mundo y me convencía de que no quería la ayuda de nadie. En realidad, puede que la pidiera a gritos en silencio y que los demás no se dieran cuenta…
—Vale, la próxima sesión la dedicaremos por completo a tus sentimientos con respecto al acoso. Pero ahora me gustaría saber algo… Leo aquí que a otra pregunta respondes que jamás has tenido pareja y que nunca te has enamorado. —Se sube las gafas y atiende a mi reacción.
—Sí, es verdad.
—Puede que nunca hayas sentido auténtico amor, pero… ¿no ha habido nadie que despertara algo en ti, ni siquiera cariño?
Joder, qué lista es la cabrona. Cómo sabe escarbar en la vida de los demás. Aunque supongo que por ese motivo se dedica a esto.
—¿Nunca tuviste una amiga… o un amigo en el pueblo? Al menos alguien con quien compartir algo… —insiste.
—Tuve un amigo.
—¿Cómo se llamaba?
La miro alarmada. No quiero ni pronunciar su nombre porque noto en la lengua un sabor amargo. No obstante, al final lo hago, rendida ante su mirada, y una desagradable sensación me llena la garganta cuando lo pronuncio.
—Adrián.
—¿Cómo era vuestra amistad?
—La típica de esas edades, no sé.
—¿Cuánto tiempo duró?
—Unos años. Su madre y él se mudaron a mi pueblo tras la muerte del padre. Pero cuando lo conocí éramos muy pequeños, y no empezamos a hablar más y todo eso hasta que tenía unos doce años. Nuestras madres eran amigas, así que…
—¿Cómo se comportaba Adrián contigo?
—Pues… normal.
Me encojo de hombros. El sabor amargo que noto en la boca cada vez es más intenso, y me percato de que en el pecho me arde la rabia y, al mismo tiempo, me congela. Quiero marcharme de allí y simplemente continuar guardando bajo llave todo lo que me hace sentir pequeña, y débil, y triste… y la Blanca que no quiero ser.
Sin embargo, algo mantiene mi trasero pegado al sofá. Quizá sea que Emma no me mira de forma rara, o que es la primera vez que hablo de él a alguien como si fuera real y no una sombra.
—¿Ese chico no tomaba parte en el acoso?
—No. Era mi amigo. ¿Por qué iba a hacerlo? —De repente tengo un tic en el párpado del ojo izquierdo y rezo para que Emma no se dé cuenta.
—¿Perdisteis la amistad?
Asiento con la cabeza.
—¿Cuándo fue la última vez que os visteis y por qué os alejasteis?
—Tomamos caminos distintos. —He de ser sincera con la pobre Emma, que está tratando de ayudarme (aunque esa ayuda sea un poco cara, hay que decirlo), pero no puedo abrirme por completo—. No lo veo desde hace más o menos diez años.
—¿Y nunca has tratado de contactar con él?
—No. —Es una verdad a medias.
Hay algo que me asegura que Emma sabe que no estoy siendo del todo sincera. No para de anotar cosas en sus papeles, y me inclino hacia delante de manera disimulada para intentar leer. Doy un bote cuando se detiene y vuelve a mirarme tras quitarse las gafas.
—¿Qué hacía Adrián si los demás se burlaban de ti?
—Nada. Él no estaba delante. Es un año mayor que yo, no íbamos a la misma clase.
—Pero en el instituto coincidiríais, ¿no? En el patio, en alguna fiesta… —insiste ella.
—No íbamos al mismo colegio ni al mismo instituto. Y… ¿fiestas? ¿No te he dejado claro ya que nadie quería ir conmigo? —le suelto con toda esa rabia que va a romperme el pecho.
Emma entrecierra los ojos y comprendo que yo misma me he expuesto.
—Vamos a intentarlo de otro modo —dice para que me relaje—. Con una escala, ¿vale? Yo te haré preguntas, pero tú solo tienes que contestarlas con un número del uno al diez. El uno es lo mínimo y el diez, lo máximo.
Asiento. Mentiré, como en los ejercicios que me manda hacer.
—Del uno al diez, ¿cómo de amigos erais Adrián y tú?
Me muerdo el carrillo. El tic del ojo me apremia.
—Cinco… —respondo, pero me digo: «Joder, Blanca, no eres más que una farsante».
Emma ni se inmuta; se lanza a otra pregunta.
—Del uno al diez, ¿cuánta importancia tenían para ti las burlas de los demás?
—Siete.
Trago saliva y busco con la mirada un vaso de agua, un chicle, algo que disuelva los alfileres que se han instalado en mi garganta. Creía que fingir se me daba mejor.
—Del uno al diez, ¿qué grado de importancia tenía lo que Adrián pensara de ti o su comportamiento contigo?
—Seis.
Emma me dedica una larga mirada. Se la mantengo, hasta que mueve afirmativamente la cabeza y prosigue.
—Del uno al diez, ¿te dolía que tu amigo Adrián no diese la cara por ti?
Joder. Pero ¿cómo puede saber ella algo así? ¿Es que lo tengo pintado en la cara o qué? ¿O es que me está probando? Me digo que puedo hacerlo. Solo es otro número más, uno que no significa nada, y me preparo para darle la cifra menor. Pero entonces acuden a mi mente voces, aromas, el tatuaje de un corazón de hielo derritiéndose, una puesta de sol en la montaña, una frase bonita y otra terrible, una colonia muy familiar y unos ojos marrones verdosos, The Clash y una vieja camiseta de Ramones cubriendo mi cuerpo, una carta falsa, las risas de una chica a la que odié, una horrible humillación. Todo eso viene a mí, y la rabia y algo más que no quiero identificar me sacuden y me obligan a clavar las uñas en los reposabrazos del sillón.
—Blanca, dime, ¿cuánto te dolía que él no te defendiera?
Ansío gritarle que es una maldita zorra que solo desea provocarme dolor, pero un espasmo pugna en mi interior y me aprieta el estómago. Me sube por el pecho, y acabo expulsándolo casi como un vómito.
—¡Nueve! ¡Joder, nueve! ¡O diez! ¡Puede que incluso más! —chillo enfurecida.
Después ambas guardamos silencio. Emma me observa con un brillo de satisfacción en los ojos, y me siento como si me hubieran dado una paliza o como si hubiera corrido un maratón.
—Ya es la hora, Blanca. Continuaremos la próxima semana. Tú sigue con los ejercicios, ¿vale?
Asiento con la cabeza gacha, sin entender del todo por qué me noto avergonzada cuando ni siquiera le he contado la mitad de la historia.
Una vez en la puerta, me dice con un tono de voz agradable:
—Creo que una buena terapia sería regresar al pueblo y pasar unos días con tu familia, incluso con aquellos que te despreciaban… si aún viven allí. Tendrás vacaciones, ¿no? Piénsalo.
Me muerdo la lengua para no gritarle que está loca si cree que voy a hacer eso.