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11 años antes

 

Abrió los ojos y se encontró con el luminoso cielo azulado, ese que tanto le gustaba mirar para perderse en sus pensamientos. Sin embargo, esa tarde no podía concentrarse en nada más que en la respiración susurrante de la persona que se hallaba a su lado. Una respiración que la desconcertaba, aunque no habría sabido explicar por qué.

Hacía varios días que solo tenía en mente una idea, una bastante loca que se le había ocurrido días atrás y que le rondaba con insistencia la cabeza, alarmándola y haciéndole estar nerviosa. Le parecía un poco rocambolesca; aun así, necesitaba darle vida con su voz.

Se propuso ahuyentarla de sus pensamientos planificando los primeros días que pasaría en la ciudad. Al cabo de menos de dos meses empezaría su primer curso en la universidad. Abandonaría la casa de sus padres, estaría algo más cerca de la libertad, y se alejaría de ese maldito pueblo y, posiblemente, de la sombra que era.

Se preguntó cómo serían sus compañeros en la facultad, y si en ese período en el que no se ha alcanzado el estatus de hombre o de mujer, pero tampoco se es un niño, existiría todavía un resquicio para la crueldad infantil. Deseaba con todas sus fuerzas que no fuera así, que esas nuevas personas, sin rostro y sin nombre aún, no se comportaran como las del pueblo.

—En la ciudad todo es distinto, Blanca —solía decirle su padre, quien, a diferencia de su madre, había pasado allí sus años universitarios y conocía ese mundo muy bien, pues ellas apenas lo habían pisado más que algunos días de fiesta, como en Navidad—. La gente va a la suya, es más abierta, no tiene tantos prejuicios. No voy a negarte que también hay ineptos y cerrados de mente, pues existen en todas partes. Pero harás amigos, ya lo verás, y a nadie le importará que seas la más lista de la clase, o que lleves gafas, o que no seas la más guapa, o que no te gusten las mismas cosas que a ellos, o que no seas la más guay.

Le hacía mucha gracia que su padre empleara esa palabra, «guay», y de verdad que confiaba en él, en sus consejos y en sus charlas cargadas de ánimo. A pesar de todo, notaba una presión en el pecho que le hacía recelar, y temía no encajar tampoco en ese nuevo ambiente. Por si fuera poco, estaría un poco lejos de sus padres y de su hermano, aunque este fuera el mocoso más tonto del mundo.

Blanca deseaba encajar, a pesar de que lo negaba una y otra vez, incluso a ella misma. Lo ansiaba, aunque fingiera que no le importaba nada de lo que le había sucedido desde que era una niña. Estaba a punto de cumplir dieciocho años, y era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que esa indiferencia que mostraba ante los demás era tan solo un caparazón con el que se había cubierto para protegerse, si bien en ocasiones no estaba segura de haberlo logrado. Pero al menos esa dura cáscara le permitía abandonarse cuando todo iba tremendamente mal; podía soñar con que había una vida mejor fuera del pueblo y pensar que pronto sería una persona distinta, e igual al mismo tiempo, pero no con esa gente, no con quienes la habían despreciado desde que era pequeña.

Blanca recordaba con precisión en qué momento empezó su calvario. Cuando un crío te da una patada tras otra en el culo gritándote que eres la más fea de la escuela, es difícil olvidarlo. Ella tenía nueve años y aquel niño, que, por suerte, luego se mudó de ciudad con sus padres, once. Los problemas no se acabaron ahí. Para ser más exactos, empezaron justo en ese momento. Ella siempre había sido una niña un poco diferente. Hasta sus padres lo decían. También sus profesores. Era retraída, soñadora y seria. Le resultaba complicado sonreír y le costaba relacionarse, según sus tutores. A Blanca ni por asomo se le habría pasado por la cabeza que la gente pudiera ser tan cruel. Y ese había sido su gran error: ser tan confiada.

Entendía que no era la primera ni tampoco la última que sufría un maltrato como ese, y decidió que para hacerle frente solo había dos vías: dejarse vencer, caer y permitir que los demás supieran que era débil, o construirse una armadura lo bastante resistente. De pequeña le había resultado complicado controlar el llanto cuando en el colegio nadie quería hacer un trabajo con ella o cuando sus compañeros se apartaban al cruzarse con ella en los pasillos. Sin embargo, poco a poco fue acostumbrándose. Hasta que descubrió a una de sus acosadoras fumando en el baño y esta la amenazó: «Si se lo cuentas a algún profe, te rompo de un puñetazo tus gafas de mierda». Y luego llegó aquel espantoso muñeco creado en una red social que llevaba por nombre Blanca la Gorda. Y a continuación, los mensajes que recibía en el móvil. Nunca supo cómo habían conseguido su número.

 

Dicen que la chupas por cinco euros porque nadie

te quiere

 

Blanca sabía que era fuerte, porque otra en su lugar quizá habría hecho algo horrible para terminar con aquello; pero también era débil, en el fondo, porque lo que más ansiaba era huir del pueblo y alejarse del dolor, y esa actitud no tenía mucho que ver con la valentía, como todos sabemos.

—¿En qué piensas?

La voz masculina la sobresaltó.

Se había quedado dormido con los cascos en las orejas durante un buen rato, y Blanca se había dedicado a contemplarlo durante unos minutos que le parecieron eternos y, al mismo tiempo, muy cortos y diferentes a otros instantes en que lo había mirado. Había seguido con la vista la línea de su mandíbula y casi había caído en la inexplicable tentación de tocarle la escasa barba que se dejaba crecer para aparentar que era un chico malo. También se había sorprendido pensando que no entendía los motivos por los que se encontraban los dos allí, cuando él podía haber aprovechado los últimos días de verano con sus amigos, que eran iguales que él, que llevaban tatuajes y piercings como él. Vivían en el pueblo de al lado, adonde él solía ir. Se dedicaban a montar broncas un fin de semana sí y otro también.

En un momento dado él había soltado un bufido y había farfullado algo ininteligible, y Blanca se había asustado al imaginar que la había pillado in fraganti observándolo como una tonta. Pero no, lo único que sucedía era que estaba hablando en sueños.

Su único amigo (si es que podía llamarlo así, porque la desconfianza de Blanca hacia todos era tal que no creía en la amistad desinteresada) la estudiaba ahora con una sonrisa divertida. Ella le devolvió otra, más traviesa.

—¿En qué crees que estoy pensando, Adrián?

—¿En mí… desnudo? —se guaseó él, pero a la mente de Blanca regresó esa idea absurda que había maquinado y se sonrojó hasta las orejas.

—Tu raquítico cuerpo no es un buen protagonista para mi fantasía —contestó, a pesar de su nerviosismo.

Adrián solía comportarse de esa forma con ella. Le gastaba bromas —aunque no crueles como los otros jóvenes del pueblo—, le gustaba chincharla y que terminara perdiendo los papeles y lo dejara plantado. Blanca no comprendía qué lo impulsaba a hacer eso. Quizá, pensaba, era una manera de demostrarle que él podía manejarlo todo y ella no.

Tenía claro que Adrián bromeaba, puesto que ni en un millón de años se habría fijado en una chica como ella. Aun así, de un tiempo a esa parte lo pillaba mirándola de un modo raro, y entonces Blanca dudaba de sus sentimientos hacia ella; pero también de todo, de quién era y de quién quería llegar a ser.

—Si pudiera iría al gimnasio —protestó Adrián, como si el comentario le hubiera molestado—. Las clases de música ocupan todo mi tiempo. Además, nunca seré como esos tíos que tienen tantos músculos, por más que haga, lo sé.

—Ni falta que te hace. —Blanca se colocó de lado y le dedicó una sonrisa maliciosa. Él la miró sin entender—. Ya ligas un montón con tu escuchimizado cuerpo y con esos horribles tatuajes. —Le señaló el más reciente, un águila con las alas extendidas que le ocupaba toda la pierna derecha.

El año anterior Adrián se había tatuado cerca de la clavícula un corazón de hielo que se derretía y goteaba… sangre. Así lo imaginaba Blanca, aunque no tenía color. En un principio lo consideró oscuro, si bien acabó por pensar que su amigo pretendía conquistar a las chicas con él: «Mira, soy un punk duro, pero a la vez tan tierno como un oso de peluche, y también capaz de sufrir por amor». Adrián se enfadaba cuando Blanca se lo soltaba en plan burla. Meses después, debido a su adoración por todo lo oriental, se había hecho otro tatuaje en el brazo, también en tonos grises, de un pez koi. Blanca le preguntó qué era, y Adrián le explicó que en la cultura nipona representaba la fuerza de voluntad. Sospechaba que su amigo tendría más repartidos en zonas ocultas para ella.

—¿Horribles? Pues precisamente es lo que más gusta a las nenas. Les van los malotes —aclaró con un levantamiento de cejas.

—Solo a las nenas que tú frecuentas —puntualizó Blanca para fastidiarle.

—Deja de usar esas palabras tan rimbombantes, pedorra.

Ella no pudo evitar reírse y se colocó de nuevo boca arriba, con las manos entrelazadas sobre el vientre.

—Si «frecuentar» te parece una palabra rimbombante, creo que deberías dedicarte a otra cosa que no fuera la música.

—¿Y eso por qué? —preguntó Adrián con curiosidad a la vez que se incorporaba y acercaba su rostro al de ella.

—Porque los músicos son personas cultas, inteligentes, interesantes… No me imagino a Mozart hablando como un barriobajero.

—Pero yo soy un chico de pueblo —protestó Adrián—. Ya aprenderé modales cuando los necesite.

—Bueno, también depende de a qué quieras dedicarte. Si vas a componer canciones como esas que escuchas, supongo que con repetir la palabra «mierda» unas diez veces lo tendrás listo.

—El punk no es así. Estás muy equivocada, Blanca.

Se tumbó de nuevo, y ambos se quedaron en silencio observando el cielo. Adrián era un fanático de la música punk, mientras que a Blanca ese género nunca le había llamado la atención; es más, ni siquiera se había molestado en indagar sobre él. Adrián quería ser músico y le costó un poco que su madre accediese, ya que no le hacía mucha gracia. Nunca había sido un alumno brillante, ni en el colegio ni en el instituto, pero la música le entusiasmaba hasta tal punto que él solo había aprendido a tocar la guitarra y el piano, y estaba preparándose con un profesor particular para presentarse justo ese año al examen de grado medio del conservatorio.

—¿Y qué estabas escuchando? —le preguntó Blanca arrancándole un auricular. Adrián, a la defensiva, intentó quitárselo, pero ella ya se lo había puesto en la oreja.

Cuando se dio cuenta de que se trataba de un tema de The Bangles, uno de sus grupos favoritos, sintió un extraño cosquilleo en el estómago. Adrián logró recuperar el auricular, y ella no supo qué decirle porque además le pareció que se había puesto nervioso. Y ella… ella también.

—¿Qué haces escuchando eso? No me lo puedo creer.

—Me dijiste que estaban bien, que te gustaban muchísimo, y quería ver qué tal. —Adrián se encogió de hombros.

—¿Y… qué te han parecido? —inquirió Blanca.

—No están mal.

Otro cosquilleo. Notó que la boca se le había quedado seca y se rascó el dorso de la mano con disimulo. Adrián, ese músico en ciernes que no soportaba el new wave, había querido acercarse a lo que ella escuchaba.

Los minutos pasaron sin que ninguno de los dos dijera nada. Empezaba a atardecer, y Blanca sintió que en su pecho había colores similares a los que estaban dibujándose en el horizonte. Se obligó a apartar esa idea absurda que volvía a rondarle la cabeza, pero regresaba una y otra vez, con renovada fuerza. Además, la actitud de Adrián estaba convenciéndola de que, al fin y al cabo, no tenía nada que perder.

—Pues quizá escuche algo de lo que a ti te gusta —dijo para llamar la atención de Adrián, quien se incorporó y la miró con los ojos muy abiertos.

—¿En serio?

—Sí. ¡Por qué no! —exclamó mientras tiraba de los brotes de hierba que los rodeaban, y acabó arrancando algunas briznas.

—Puedes empezar por The Clash. —Adrián se sentó con las piernas cruzadas y se quedó pensativo, para luego añadir—: Molan porque son diferentes a los otros grupos punk. Tocan diversos estilos.

—Ah, pues mejor.

Se sintió rara al percatarse de que a él le hacía ilusión que ella escuchara punk.

«Es normal. A todos nos gusta que aprueben nuestras aficiones», se dijo enseguida, tan solo para apartar de sí la sensación de inquietud que la invadía. La que, desde hacía un tiempo, le atenazaba el pecho cuando miraba los grandes ojos de Adrián.

—¿Cómo crees que nos irá en nuestra nueva etapa? —preguntó él un rato después.

—Bien. Al menos a mí no puede irme peor.

—A veces pienso que seré un bicho raro en el conservatorio —murmuró Adrián.

—La verdad es que no creo que allí haya muchos chicos con tu aspecto.

Blanca se echó a reír y le tiró de la camiseta, en la que se leía «Ramones» sobre el logo de la banda.

—Puede que dentro de unos años te vea en los telediarios —bromeó Adrián.

Blanca había decidido hacer la carrera de periodismo. Tenía problemas expresándose oralmente, cara a cara, pero en cambio se le daba bien escribir. Incluso tenía un blog, en el que casi siempre hablaba sobre dolor, y soñaba con revolucionar los medios de comunicación, ser una de esas periodistas que no temían decir lo que pensaban. Porque, en el fondo, estaba harta de tener miedo.

—Y yo compraré uno de tus discos. —Sonrió a Adrián.

—Creo que echaré un poco de menos todo esto. ¿Tú no?

—¿A qué te refieres? —Ladeó la cabeza, y al mirarlo sintió el mismo cosquilleo de antes.

Adrián señaló el horizonte, que empezaba ya a oscurecerse, y a Blanca le dio un vuelco el estómago.

—A esto… El pueblo. La gente. Mi familia.

Blanca se puso seria. Pero ¿qué le estaba pasando? Era una estúpida por haber pensado, siquiera por un momento, que Adrián insinuaba que iba a echarla de menos a ella. A ella y los ratos que pasaban juntos, los silencios cómodos, las películas de terror que veían porque a los dos les gustaban —era de lo poco que tenían en común—, los juegos de mesa con que mataban algunas horas, las tonterías que soltaban y… sus encuentros, siempre a solas y lejos del centro del pueblo, siempre en secreto.

—Yo no echaré de menos nada de aquí —respondió con sequedad.

Adrián la miró confundido, y también un tanto sorprendido, y movió la cabeza.

—¿Ni siquiera a tus padres y a tu hermano?

—A ellos sí, claro, pero de todos modos forman parte de este pueblo, y de lo que ahora me ata aquí y no quiero ser.

Adrián la observó como si no entendiera de qué le hablaba, y Blanca se dijo que no podía ser de otra forma, que como era un chico popular nadie hablaba mal de él ni se burlaban de su aspecto, bien por miedo, bien porque lo adoraban; no le pegaban, tenía amigos, conquistaba a chicas y su vida era, en definitiva, la de un adolescente sin preocupaciones.

—¿Por qué siempre venimos aquí, Adrián? —le preguntó alzando la barbilla.

—¿Cómo? —Él parpadeó, como si no comprendiera a qué se refería.

—¿Por qué cuando quedamos venimos a la montaña? ¿O por qué tengo que acudir al río, donde no pasa nadie, para que me lleves en moto a otros pueblos?

En realidad, quiso decirle que por qué quedaban en el río por el que nunca pasaban las jóvenes que se metían con ella, pero acalló ese pensamiento para no demostrarle que era más débil de lo que creía.

—Pensé que te gustaba que viniéramos aquí y que pasabas del pueblo y de su gente —respondió Adrián con la sorpresa dibujada en el rostro.

—Nunca me has invitado a tu dormitorio —continuó Blanca, pero al instante cayó en la cuenta de que estaba equivocándose.

No era buen momento para revelarle sus sospechas. Aun así, le dio igual. Aquella estúpida idea seguía rondándole la cabeza y tan solo las respuestas de Adrián la sacarían de dudas.

—Ni falta que hace. Es pequeño y feo. Además, ya se encarga mi madre de invitarte.

—Y siempre que vienes a mi casa finges que vas a ayudarme con los deberes, cuando tú y yo sabemos que el que necesita ayuda eres tú… Adrián, ¡si todo el pueblo sabe que no te gusta estudiar y que no eres nada brillante!

—Me importa una mierda el pueblo. Y a ti debería pasarte lo mismo.

Adrián se puso serio, se le tensó la mandíbula y los ojos se le oscurecieron.

—Me voy a ir, Adrián —susurró Blanca, y apoyó la barbilla en las rodillas levantadas—. Y no sé cuándo volveremos a vernos.

—¿Por qué dices eso?

—Supongo que, si de verdad te importara tan poco el pueblo o, más bien, lo que piensa de ti la gente, nuestros encuentros serían normales —le dijo, regresando al tema de antes.

Adrián soltó un bufido y echó la cabeza hacia atrás a la vez que cerraba los ojos. Blanca volvió a fijarse en su mandíbula, en ese momento tensa, y le dieron ganas de gritarle que era igual que todos. Hubo de reprimir unos deseos irrefrenables de preguntarle si se avergonzaba de ella, si tan solo quedaban por pena o porque su madre se lo pedía en secreto. «Se siente solo, como tú. Tampoco tiene verdaderos amigos. Y contigo puede ser él mismo, y no ese chico con ropa punk fea y lleno de tatuajes que le hacen parecer menos desnudo. Contigo puede comportarse bien y mal al mismo tiempo, puede ser chulo o no, pero con los otros solo puede ser rebelde, y chulo, y ligón», se dijo a sí misma, como convenciéndose de que todo estaba bien entre ellos.

—No sé a qué viene esto, Blanca. Te juro que no lo entiendo. ¿Qué es lo que quieres? ¿Venir con mis amigos moteros? ¿Quedar con las pijas del pueblo? ¿No eres tú la que pasa de todo eso? No te llevo con mis amigos porque creo que te aburrirías. Y no tengo ni puñeteras ganas de ir a las fiestas del pueblo, por ejemplo, a ver cómo las tías se restriegan con los pagafantas de turno.

—Pues tú eres uno de esos que se frotan con ellas, ¿no?

—No. Me las follo, y punto. No las invito. No me comporto con ellas como un gilipollas. No dejo que se aprovechen de mí. —La miró con fiereza, y Blanca sintió que se encogía un poquito.

—Ya, ya… Está claro que eres tú el que se aprovecha de ellas —murmuró en tono amargo.

—Pero ¿qué cojones te pasa? Hasta ahora no te había importado mi vida privada. No te parecía mal lo que hacía… O eso pensaba, ya que si me decías algo me lo tomaba como una broma. Pero ¿ahora…? ¿Es que irte a la ciudad hace que te comas la cabeza o qué?

—Solo quería saber si actúas así conmigo porque te da vergüenza que los demás nos vean juntos. ¿Es así? —Al final lo había soltado y, al darse cuenta de cómo la miraba él, comprendió que debía añadir algo más que la salvara, porque se temía que aquello podía tener un mal desenlace—. No es por nada, ¿eh? Es que una tiene su orgullo. Si simplemente quedas conmigo porque me conoces desde pequeña y te doy pena o qué sé yo…

—¡¿Pena?! —exclamó Adrián alzando la voz, y se rio como si no creyera lo que acababa de oír—. ¿Por qué tendrías que darme pena? ¿Porque eres inteligente? ¿Porque tienes unos padres que molan? ¿Porque tu vida, en el fondo, está bien?

—¡¿Bien?! —Casi había gritado ella también.

—Mira, Blanca, muchos desearían estar en tu situación. Pero oye, sí, un poco de pena me das, ¿y sabes por qué? Porque pensaba que te resbalaban las burlas de los demás, que estabas por encima de todo eso, y… no sé, parece que te has inventado una Blanca que no es la real.

A ella casi se le cortó la respiración. Se le hizo un nudo en la garganta y no atinó a encontrar las palabras que habría querido decirle. Ni por asomo iba a revelar a su único amigo que esas burlas eran mucho más que eso. Temía que él también viera lo malo que había en ella y le diera de lado, dejándola totalmente sola. Jamás le habría confesado que lo necesitaba más de lo que aparentaba.

Adrián le dio una palmada en la espalda y la devolvió a la realidad, a esa tan absurda en la que ella era Blanca, la chica a la que él trataba como un tío más o como una hermana pequeña. Y se convenció de que no le importaba, que lo cierto era que también ella lo veía así a él, como a un hermano que la sacaba a pasear y la entretenía porque no había nadie más que lo hiciera.

—Venga, tía, no te montes películas. Esto está guay, ¿no? Da buen rollo estar aquí viendo atardecer, y siempre ha sido divertido.

Blanca se limitó a asentir con la cabeza y a morderse la lengua para no reprocharle nada más. En realidad, Adrián no sabía nada sobre el acoso al que la sometían porque ella no se lo había explicado jamás, de manera que no debía culparlo.

—Y a ti también te echaré de menos. Pero podemos llamarnos, ¿no? O enviarnos mensajes, correos… ¡qué sé yo! Ahora es muy fácil comunicarse.

Algo en Blanca estalló al oírle pronunciar aquellas palabras. Muchos años después caería en la cuenta de que había sido su corazón animado por una extraña ilusión, pero en esos momentos no quiso hacer caso a esa nueva sensación y se concentró en su idea, en esa que la acercaría más a la nueva Blanca que estaba buscando ser. Decidió que iba a contárselo. Al fin y al cabo, era su amigo. Él acababa de dejárselo claro. Sabía que Adrián no iba a pensar nada malo de ella, que lo vería normal. Estaba acostumbrado a…

Tomó aire, se volvió hacia él y lo miró a los ojos. Adrián arqueó una ceja, instándola a que hablara.

—He decidido algo —le comunicó.

—¿Qué? —le preguntó entre risas—. Joder, qué misteriosa estás hoy, Blanquita.

—He decidido que, antes de irme a la universidad, voy a perder la virginidad.

Y a Adrián le cambió la expresión de la cara, y lo único que Blanca pudo hacer entonces fue esbozar la sonrisa que a él se le había borrado.