20
11 años antes
Cuando él le abrió la puerta, el estómago se le encogió. Su amigo Adrián llevaba una camiseta blanca ceñida al cuerpo y unos vaqueros negros. No había reparado hasta ese momento en que en sus brazos despuntaban unos incipientes músculos. Se sorprendió al fijarse en algo así. Siempre había sido inmune a los chicos. Mientras todas sus compañeras cuchicheaban entre clase y clase de fulano o mengano y fantaseaban con el culo de Brad Pitt, Blanca hundía las narices en los libros para repasar apuntes o, simplemente, para desaparecer.
Adrián la miró muy serio al tiempo que apoyaba el puño en el marco de la puerta y arqueaba una ceja, como instándola a explicarle qué hacía allí si el último día que se habían visto habían terminado discutiendo. Pero es que ella echaba de menos sus charlas, sus sesiones de series, incluso sus pullitas, su cercanía, su olor, sus labios…
—Hola —lo saludó con voz débil.
—Hola, Blanca —pronunció su nombre con rabia.
—¿Está tu madre? —le preguntó mientras se frotaba las manos, nerviosa.
—Sabes muy bien que no. A estas horas está trabajando.
Blanca se pasó la lengua por los labios resecos y asintió con la cabeza. Se quedó callada mirando a todos lados, sin saber qué decir, hasta que reunió valor y clavó su mirada en la de Adrián.
—¿Puedo pasar?
—¿Para qué? —quiso saber él, con ese gesto serio que empezaba a inquietarla.
—Me gustaría hablar contigo.
—¿Hablar? —Esbozó una sonrisa, pero no una amable, ni siquiera esa fanfarrona que la sacaba de sus casillas, sino una que incrementó su inquietud.
—Por favor. Es importante —insistió, preocupada por el comportamiento distante de su amigo.
Adrián soltó un suspiro y, unos segundos después, se apartó de la puerta y se inclinó hacia delante, como en una reverencia.
—Pase, alteza.
Le molestó que se dirigiera a ella de esa forma, pero trató de restarle importancia; no deseaba enfadarse. No había ido para discutir. Tan solo quería marcharse del pueblo con la conciencia tranquila. También había una razón oculta que había intentado alejar de sí sin éxito. Y no era otra que descubrir qué era lo que de verdad sentía por Adrián. Había intentado engañarse, convencerse de que aquello no podía ser, pero la discusión la había acercado un paso más a la realidad.
Su amigo se encaminó por el pasillo tras ella, pero cuando se disponía a ir al dormitorio, la sujetó del codo y la detuvo. Blanca lo miró sin comprender.
—Dime qué quieres. —Se cruzó de brazos, ausente.
Blanca había pensado que la llevaría a su dormitorio, como había hecho en las últimas ocasiones en que se habían visto. Su relación, de ese modo, había alcanzado un grado de familiaridad e intimidad que no deseaba romper. Hablar en el salón le resultaba extraño y frío, como si hubiesen descendido miles de peldaños hasta esos días en los que Adrián no la invitaba a su casa.
—Sé que no fui la persona más agradable del mundo.
—Vaya, ¿eres capaz de reconocerlo? —soltó él con un tono de voz tan rabioso que la sorprendió.
Blanca tragó saliva y se dijo que no iba a caer en su provocación. Adrián estaba molesto con razón, de manera que lo mejor que podía hacer era calmarlo, hacerle entender que se había equivocado en su forma de actuar.
—Me enfadé un poco porque esa chica te llamaba —confesó, muerta de la vergüenza.
Alzó la mirada y observó la reacción de su amigo, pero él continuaba con los brazos cruzados y el rostro imperturbable.
—De eso ya me di cuenta —contestó Adrián—. ¿Y puede saberse por qué?
Blanca esperaba la pregunta, y seguramente él quería una respuesta que podía cambiarlo todo. O nada. Y ella no sabía cuál era la mejor de las dos opciones. En la soledad de su casa había meditado sobre ello y se había prometido ser valiente y sincera, pero ahora que se encontraba cara a cara con Adrián las palabras volvían a trabársele.
—Porque tú y yo siempre hemos sido muy amigos y me molestaba pensar que dejaríamos de serlo —dijo.
Estaba mintiendo. Mucho. La realidad era una bien distinta: se había puesto celosa. Lo había entendido cuando, al llegar a su casa y contemplar el CD de los Ramones que Adrián le había regalado, una gran impotencia se había adueñado de ella.
—¿Y ya está? —Por fin clavó su mirada en la de Blanca. Insistente, fuerte, profunda. Esperando mucho más. Algo más que ella, en ese momento, no se consideraba capaz de darle.
«Vamos, Blanca. Dile que sentiste celos al pensar que podía estar con otra chica, que no habías sido consciente de ello hasta que lo llamó, y que no entiendes muy bien todo esto, que no sabes nada de amor hacia un chico y que quizá no estés enamorada aún, pero que necesitas descubrirlo.» Le preocupaba que él la rechazara y que, entonces, su amistad se terminara. Adrián había sido su único amigo. Quizá no el mejor, ni el más cuidadoso o el más cariñoso, pero él había sido el primero que se había acercado a ella, que le había dirigido la palabra para algo más que para burlarse. Y le daba miedo. La aterrorizaba pensar que su confesión lo echara atrás y que todo cambiara. Ella se marchaba a la ciudad, empezaría una nueva vida, pero de todas formas no deseaba perder a Adrián. De ese pueblo, junto con su familia, se había dado cuenta de que era la única cosa que no quería olvidar.
Por otra parte, el no ya lo tenía. Eso era algo que su padre le decía continuamente, para todo. Y ella era valiente. O eso creía, porque comenzaba a pensar que quizá no lo era tanto como creía.
En ese instante los berridos de un cantante la sacaron de su burbuja. Se trataba del móvil de Adrián. Siempre había sido un chico de lo más solicitado, pero hasta entonces Blanca no se había cerciorado de que le fastidiaba.
—Un momento —se disculpó él, y fue al dormitorio.
Blanca se quedó muy tiesa, esperando en el salón. No obstante, lo que le apetecía era ir junto a Adrián, ver por última vez su habitación, contemplar los pósteres de los grupos que le gustaban, rozar los lomos de todos esos libros que tenía y, en especial, sentarse en su cama. Deseaba echar un último vistazo para poder recordarla a la perfección por si ya no regresaba más.
De modo que se armó de valor y se dirigió al pasillo. La puerta del dormitorio se encontraba abierta, por lo que pudo oír a su amigo hablar con alguien, con un tono de voz mucho más amistoso que el que había empleado con ella unos minutos antes. Notó un pinchazo en el pecho y se detuvo a medio camino. ¿Sería una chica? Tomó aire y reemprendió la marcha hasta asomarse a la habitación. Adrián permanecía de espaldas a ella, charlando muy animado. Se dijo que no iba a preocuparse. Y lo habría conseguido si él no hubiera pronunciado ese nombre que le había procurado tantos dolores de cabeza. No podía ser. Seguramente no lo había escuchado bien o se trataba de un malentendido. Adrián jamás había tenido una relación estrecha con esa chica…
Entró de puntillas, sin hacer ruido. Se sentía como una vulgar intrusa, una forastera en un lugar al que no pertenecía. La guitarra de Adrián descansaba justo a la derecha, sobre su mesa de estudio. Y en ella divisó unas partituras. Estiró el cuello con curiosidad y, al leer el título de la canción, un temblor le sacudió todo el cuerpo. Eternal Flame. ¿Adrián estaba aprendiendo a tocarla? Reparó también en una foto medio oculta bajo unos papeles. Los apartó para verla mejor: aparecía Nati, mucho más joven, un bebé que sería Adrián y un hombre con cara de enfadado que debía de ser su padre. Sintió tristeza por su amigo, por haberse quedado huérfano cuando era tan pequeño. Él jamás le hablaba de su padre, tan solo años atrás le había mencionado el hecho de que estaba muerto. Y ella, conocedora del dolor que podían provocar algunas cosas, se había esforzado por no preguntarle nada.
Apartó la vista de la fotografía y descubrió a su amigo mirándola con un gesto extraño. No se había dado cuenta de que había terminado de hablar por teléfono. Blanca abrió la boca, dispuesta a decirle todo lo que había planeado. La partitura de la canción le había insuflado ánimos. Sin embargo, Adrián no se lo permitió. Se acercó a ella en dos zancadas y, furioso, agarró el papel y lo arrugó hasta hacer una bola con él y luego le arrebató la foto y la guardó en uno de los cajones del escritorio. Blanca lo observó todo sin entender lo que pasaba, confusa.
—¿Por qué has entrado en mi habitación sin que te invitara? —le espetó alzando la voz.
—Yo… solo quería…
—¡¿Qué cojones es lo que querías, Blanca?! Porque de verdad, no lo sé. No sé qué es lo que se te pasa por la cabeza para comportarte como una cría.
Sus duras palabras la fastidiaron. Apretó los puños, temblorosa, y agachó la cabeza.
—¿Estabas hablando con ella? —Lo había dicho en voz muy bajita con la vista fija en el suelo.
—¿Qué?
—¡¿Te ha llamado la persona que me ha hecho la vida imposible durante tanto tiempo?!
Alzó el rostro y lo miró, consciente de que las lágrimas pugnaban en sus ojos por derramarse en un llanto desconsolado. Uno que no deseaba mostrarle.
—¿Qué gilipolleces estás diciendo ahora?
Y al no obtener respuesta, supo que se trataba de un sí. Se levantó las gafas y se llevó la mano a los ojos para frotárselos en un intento por controlar las lágrimas. Lo consiguió. Adrián la estudiaba con el ceño fruncido y los labios apretados. Sin añadir nada más, dio media vuelta, dispuesta a marcharse de ese dormitorio al que quizá no regresaría jamás. Pero entonces, al ver la guitarra con el rabillo del ojo, una fuerza superior a ella la descontroló. Y decidió hacer algo que jamás habría imaginado.
Se desabrochó el viejo vaquero, aún de espaldas a su amigo, y se lo bajó. Se deshizo de las sandalias y levantó un pie y otro para sacarse el pantalón. Entonces se volvió hacia Adrián y lo contempló vestida tan solo con sus feas bragas y con la camiseta. Él arqueó una ceja, soltó una risa amarga y negó con la cabeza.
—¿Puede saberse qué haces? ¿Estás pirada o qué? —la increpó.
Blanca no respondió, sino que llevó las manos a los bordes de la camiseta y se la subió hasta quitársela. Sus pequeños pechos quedaron al descubierto y, de inmediato, los pezones despertaron. Adrián la observaba boquiabierto. Ella continuó quieta, con los brazos pegados a ambos lados del cuerpo, mostrándose entera a él como no lo había hecho nunca. Estaba muerta de vergüenza y, a pesar de todo, por primera vez se sentía fuerte y bonita. Deseaba que Adrián se diera cuenta de que estaba abriéndose, desnudándose no solo de manera literal, no únicamente su cuerpo, sino también su alma. Era la única forma en la que sabía confesarle todo.
—Entiendo —dijo Adrián al final con una sonrisa burlona—. Cada vez que te enfades conmigo, o que no te salgan las cosas bien… o simplemente cuando estés celosa, vendrás a provocarme, ¿no?
No esperó a que su amigo la atacara más. Ni siquiera le importaban sus duras palabras porque, en el fondo, tras haber descubierto la partitura de su canción favorita, había comprendido que lo más probable era que Adrián también tuviera miedo. Tenía la esperanza de que, si no la quería, al menos la deseara, o bien que un pequeño sentimiento hubiera anidado en él.
Se abalanzó sobre él sin más. Se aferró a su cuello y lo besó con todas sus ganas. Estaba demasiado excitada. La presencia de Adrián despertaba en ella sensaciones que ya no desaparecerían jamás. Necesitaba que la correspondiera, aunque solo fuera de ese modo. Sin embargo, su amigo la apartó y la miró como si estuviera loca.
—No voy a ser tu objeto sexual. ¿Lo entiendes, Blanca? No puedes tratarme como te dé la gana y luego venir y fingir que no ha pasado nada.
Intentó besarlo otra vez y él volvió a rechazarla. Dio un par de pasos hacia atrás, confundida y mareada, hasta que pisó la camiseta que había dejado caer al suelo. Evitó la mirada de su amigo, se dio la vuelta, se agachó para recogerla y se dispuso a vestirse. Empezaba a sentirse muy avergonzada. Un error más. ¿Por qué no quería acostarse con ella como las otras dos veces? ¿Qué significaba, pues, la partitura de su canción favorita?
Y entonces notó en el cuello una respiración acelerada. La piel se le erizó cuando los labios de Adrián se lo rozaron. Sin entender lo que ocurría, se sintió empujada hacia delante. Su vientre chocó contra la mesa de estudio. Adrián la apresó por las caderas y le mordió el cuello. La sorpresa y la excitación no la dejaban pensar. Se le escapó un gemido cuando su amigo le atrapó un pecho y se lo estrujó.
En las dos ocasiones anteriores Adrián no había sido rudo, sino calmado y dulce. Y, sin embargo, a Blanca le agradaba la forma en la que ahora la besaba y tocaba, porque le demostraba algo más… Algo como que él también la necesitaba. Se frotó contra su trasero y ella apreció su erección. Gimió de nuevo y meneó las caderas, muerta de ganas de tenerlo dentro. No se reconocía. La timidez y el nerviosismo de las otras veces habían desaparecido, sustituidos por ese ardor que Adrián despertaba en cada pliegue de su cuerpo.
La cogió por la barbilla, le volvió la cara hacia él y la besó con rabia. Blanca abrió la boca y recibió ansiosa la lengua que pugnaba por conquistarla. Por su cabeza pasó la idea de que estaban besándose de una manera sucia, carnal, primitiva. Y le gustó más que nunca. Apreció la humedad extendiéndose por su entrepierna y, sin pensarlo, agarró una de las manos de Adrián que estaba posada en su cadera y la dirigió hacia su sexo.
Él la metió bajo sus bragas y se lo acarició, empapándose de su excitación. Uno de sus dedos recorrió sus labios y después lo introdujo. Soltó un gruñido junto a su oído, y Blanca echó el trasero hacia atrás para notar mucho más su erección.
—¿Es esto lo que querías, Blanca? —le preguntó en un susurro. La respiración de su amigo le acarició el oído y jadeó, incapaz de contestarle—. ¿Querías que te hiciera todo esto? —insistió.
Al fin, logró murmurar un «sí» y él la correspondió con un nuevo beso, mucho más apasionado y también un tanto dulce. Uno que Blanca pensó que sabía como saben las cosas que te otorgan paz. Adrián retiró el dedo que tenía en su interior, provocando que Blanca se quejara. Sin embargo, el sonido de un botón desabrochándose y de un vaquero cayendo al suelo la animó. Trató de darse la vuelta para ver su cara, pero él se lo impidió y de un empujón con sus caderas la echó hacia delante.
Blanca apoyó los codos en la mesa y clavó la mirada en ella. Su cuerpo sudaba y temblaba, expectante por recibir a Adrián. Jamás se habría imaginado en una postura igual, con un chico a su espalda que estaba a punto de penetrarla. Pero ese chico era Adrián, su mejor amigo y quizá su primer amor, algo que había descubierto poco a poco, y seguramente tarde y mal. Y por esos motivos, se dijo que lo que estaban haciendo no podía ser un error. A ella, en realidad, se le antojaba lo más maravilloso del mundo.
Justo en ese momento Adrián se asomó a su entrada y, de una embestida, la penetró. Blanca soltó un quejido de dolor y él se detuvo, preocupado por si había sido demasiado brusco. No obstante, Blanca movió las caderas y el trasero para que se animara, para que la hiciera volar. Adrián la cogió de la cintura con una mano mientras apoyaba la otra en su espalda. Al empezar las sacudidas, ella sintió un ligero escozor. Sin embargo, el placer era mucho mayor y cerró los ojos, dispuesta a dejarse llevar.
Adrián la colmaba, hacía que se sintiera plena. El sexo de su amigo encajaba a la perfección en el suyo, como si estuvieran hechos el uno para el otro. Gimió cuando él aceleró los embates. Sus gafas se le deslizaron por la nariz. Pensó que Adrián lo hacía muy bien, y rio para sus adentros al recordar que no tenía con quien comparar. Tampoco quería. Únicamente deseaba el sexo de Adrián en su interior, descubriéndola, conquistándola, amándola, aunque solo fuera de esa forma.
Iba a irse si continuaba embistiéndola así. Se inclinó hacia delante un poco más y subió el trasero, con la esperanza de que él se introdujera hasta el final. Adrián gruñó en su cuello. Se lo mordió con suavidad, y la imagen de su amigo sonriendo, con los dientes apoyados en su labio inferior, la excitó tanto que soltó un grito. En ese instante Adrián salió de ella. Parpadeó, confundida. Comprendió entonces que no estaban usando protección. Sin embargo, no quería parar todavía, deseaba más, mucho más, de modo que se dio la vuelta y se topó con la mirada sorprendida de su amigo. Bajó la vista y recorrió el cuerpo desnudo de Adrián. Esa imagen la sacudió tanto… Era lo más bello que jamás vería en su vida.
—Blanca, yo… Lo siento. Joder, no he pensado en que… Ha sido todo tan… —El chico se llevó una mano al rostro y se frotó los ojos—. No te preocupes. No me he corrido dentro de ti.
Sinceramente, a ella eso era lo que menos le importaba en ese momento. Ni siquiera tenía sus menstruaciones bien, de modo que no le preocupaba. Lo que le hacía perder la tranquilidad era el retumbar de su corazón mientras observaba los tatuajes de Adrián. Lo que la asustaba era pensar que quizá después de esa vez no se repetiría. Lo que le dolía era comprender que lo más probable era que no hubiera un más allá porque no era el tipo de chica que a él le iba.
—Blanca —la llamó.
Al mirarlo a los ojos, todo el cariño que sentía por él la empujó.
Se estudiaron el uno al otro durante unos minutos que para ella fueron los más largos y también los más cortos del mundo. Entonces alargó la mano y le cogió del sexo. La movió dubitativa, sin saber muy bien lo que debía hacer. Adrián la observó confuso, pero, segundos después, posó su mano sobre la suya y la guio. Y luego, con la otra, exploró el húmedo sexo de la muchacha. Se masturbaron el uno al otro, sin apartar las miradas, reconociéndose, ofreciéndose. Blanca pensó que aquello era dulce, hermoso, que el sexo de Adrián palpitando en su mano era lo único que quería sentir para siempre. Él apoyó la frente en la suya. Ella aceleró los movimientos. Los de él en su sexo también aumentaron. Los jadeos de Adrián la llevaron al límite. Se fue con un pequeño grito en la mano de su amigo, quien se apartó de repente, como si quemara.
—Yo… —carraspeó él.
Y entonces la burbuja se rompió. Oyeron el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse y, a continuación, la voz de Nati llamándolo. Ambos miraron la puerta. Ella con horror. Él tranquilo.
Blanca se apresuró a recoger toda su ropa y empezó a ponérsela casi sin comprobar si estaba haciéndolo bien. Adrián, por su parte, tan solo se colocó los calzoncillos y la observó con una sonrisa un tanto triste. De repente fue consciente de lo que habían hecho y un tremendo pudor se apoderó de ella. Quiso decirle que hablarían, que esa vez no iba a huir, pero los pasos de Nati se acercaban y no acertó a soltar palabra alguna. Ni siquiera le lanzó una última mirada, sino que salió escopetada de la habitación. Quizá haber vuelto la cara hacia él y haberle dedicado una sonrisa habría cambiado algo, pero el miedo suele hacernos perder las mejores oportunidades, cuando no las únicas.
Blanca pensó. Mucho. Y no solo con la cabeza, sino también con el corazón, algo poco usual en ella. Quería ser periodista, pero no sabía materializar sentimientos. De modo que decidió escribir una carta en la que los soltaría todos. Después de eso, no habría marcha atrás. No sabía si recibiría un sí o un no, pero ya no importaba. Tan solo quería que Adrián supiera lo que había ocurrido, los motivos de su comportamiento y lo que había llegado a sentir por él. Algo tan fuerte que la asustaba y que todavía no entendía, un cariño distinto al de antes, uno mucho más cercano al amor. Sin apenas darse cuenta, Blanca había permitido que Adrián entrara en su corazón como algo más que un amigo. Con cada palabra, cada mirada, cada caricia, se había ido enamorando de él.
Se pasó tres noches sin apenas dormir, tratando de dar con las palabras adecuadas. Cuando lo consiguió, notó que se había desprendido de un gran peso. Aun así, no estaba segura de si debía entregarle esa carta. Pero justo la mañana anterior a su partida, al bajar a buscar el correo, como de costumbre, se encontró en el buzón un sobre de color rojo sin remitente. No era una persona que se inmiscuyera en las cosas de los demás, pero un presentimiento le avisó de que aquella misiva iba destinada a ella. Esperó a encerrarse en su dormitorio para abrirla. Un mensaje escrito en el ordenador. Una confesión de Adrián. Él también sentía algo por ella y no se atrevía a decírselo. Esa carta contenía palabras tan bonitas que a Blanca se le erizó la piel y se convenció de que existía una oportunidad para ambos. De modo que metió la suya en el mismo sobre junto con una foto que se habían hecho el año anterior. Ella salía muy seria, con sus horribles gafas, y él con una gran sonrisa y sus paletas asomando. La tenía cogida por el hombro. Fue la primera vez que Adrián se había arrimado tanto a su cuerpo.
No lo llamó porque quería presentarse por sorpresa en su casa. A mediodía apenas probó bocado, y su madre lo achacó a los nervios de la inminente mudanza. Esperó a que se hicieran las seis de la tarde, cuando ya no hacía tanto calor, para salir a la calle. Además, sabía que Adrián se echaba una siesta todos los días hasta las cinco, más o menos.
Trató de vestirse un poco mejor. Más femenina. Se dejó el pelo suelto, tan largo que le llegaba casi a la cintura, y se aplicó espuma hasta darle una forma aceptable. Su cabello siempre lucía encrespado, así que tampoco podía hacer milagros. Se pintó los labios con un brillo que su madre le había regalado en su último cumpleaños y que hasta entonces no había usado porque pensaba que eso quedaba reservado para las chicas bonitas. Cuando se sintió preparada, salió de casa.
Se detuvo justo en la esquina que la separaba de la de Adrián. Llevaba el sobre en una mano temblorosa. Cogió aire, luchando por tranquilizarse. Su amigo sentía lo mismo por ella, ya no podía equivocarse. En ese momento Blanca había olvidado lo crueles que pueden llegar a ser los seres humanos, aunque después de esa tarde se acordaría muchas veces, y en numerosas ocasiones, sobre todo por las noches, cuando se sentía sola y atemorizada, sin saber quién era ni cuál era su destino en la vida, lloraría hasta desangrarse.
Oyó unas voces familiares. Una de ellas era la de Adrián. Las otras, las de dos chicas. Las reconocía a la perfección. Sonia y otra buitrona. Un terrible presentimiento estuvo a punto de echarla atrás. Si se hubiera lanzado a correr, no habría oído nada y, quizá, todo habría sido distinto. Pero el destino ya había elegido por ella.
—¿Qué dices? ¡Claro que no! —Ese era Adrián.
—Siempre vas con ella. Tú a mí no me mientes. —Y esa, la asquerosa de Sonia.
—¡Venga ya! Solo es una amiga.
—Entonces ¿no estáis saliendo juntos? —le preguntó la chica con voz melosa.
—No es mi tipo.
Blanca dudó. ¿Hablaban de ella? No, Adrián jamás sería tan cruel como para negarla ante esas malvadas chicas. Respiró con fuerza y se mareó. ¿Huir? No, eso debía quedar atrás. Tenía la oportunidad de ser esa Blanca fuerte que tanto ansiaba, de modo que continuó en su avance. Dobló la esquina y los divisó: la amiga de Sonia en el extremo de un banco. Sonia sentada al lado de Adrián, muy cerca. Él cogiéndola del hombro. Como a ella en la foto que iba a entregarle.
Adrián la descubrió y, como impulsado por un resorte, apartó el brazo de la otra. Blanca caminó hacia ellos con la barbilla alta, aunque los ojos le escocían y le temblaba el alma. Recordó los insultos, los golpes y las vejaciones de Sonia y las demás, y los empleó para mantenerse firme. El corazón le latía en todo el cuerpo a medida que se acercaba al banco. Sonia clavó la mirada en el sobre rojo y se echó a reír. ¿Qué era lo que le hacía tanta gracia?
—Adrián, ¿podemos hablar? —le preguntó Blanca al llegar a su altura.
Le pareció que él asentía de manera leve, pero Sonia se adelantó y dijo con descaro:
—¿No ves que ahora está pasando el rato con nosotras?
—Es importante —insistió ella.
Se mordió el labio inferior mientras esperaba a que Adrián se levantara para acompañarla a otro lugar en el que nadie los oyera, pero nada ocurrió y, al ver cómo Sonia y la otra lanzaban miraditas al sobre, un rayo de certeza la alcanzó y el cielo cayó sobre su cabeza. Estuvo tentada de dar media vuelta y correr, pero sus piernas se negaron a moverse.
—¿Te ha gustado la carta? —le preguntó Sonia con tono burlón al tiempo que se levantaba del banco.
Blanca guardó silencio y desvió la vista hacia Adrián, quien observaba todo con ese gesto suyo indescifrable. Un doloroso pinchazo afloró en su pecho al comprender la verdad.
—¿No me digas que te lo has creído? —Sonia continuó pinchándola, aproximándose hasta que estuvo tan cerca que Blanca apreció el empalagoso perfume que usaba mezclado con el aroma del tabaco—. ¿En serio pensabas que Adrián te enviaría una carta como esa? ¿De dónde ha sacado tanta autoestima una gorda fea como tú?
Blanca apreció con el rabillo del ojo que la mano derecha de Adrián se cerraba en un puño de manera nerviosa. Pensó que ahora sí iba a defenderla. Sin embargo, se mantuvo tan callado como segundos antes. Siempre se había convencido de que no necesitaba la protección de su amigo, pero en ese momento habría dado lo que fuera para que él dijera cuatro cosas a esas maquiavélicas chicas y les demostrara que se equivocaban.
Mientras lo miraba, buscando en su rostro una señal de arrepentimiento, Sonia aprovechó para arrebatarle el sobre. Cayeron al suelo ambas cartas, la que supuestamente había escrito Adrián y la suya, y también la foto. Notó que un ardor le subía desde el cuello hasta las orejas. La buitrona se agachó para recoger los papeles, pero al menos esa vez ella fue más rápida e impidió que su acosadora leyera su revelación.
—¡Vaya, qué bonito! Tú también has querido confesarte. Mira, Adrián, la rarita te ha escrito una carta de amor. ¿No es deprimente? —se burló Sonia con una enorme sonrisa.
Él compuso un gesto entre asustado y confundido, y Blanca apretó los puños y se clavó las uñas en la carne para adormecer el dolor del pecho. Uno horrible. No entendía los motivos por los que Adrián guardaba silencio y no salía en su defensa si se suponía que era su amigo y habían compartido tantos momentos íntimos en los últimos tiempos, pero se dijo que podía pasarlo por alto siempre y cuando accediera a hablar con ella y diera de lado a ese par de buitronas. Consiguió reponerse y, volviendo el rostro hacia el chico, susurró:
—Adrián, necesito decirte algo.
Lo miró con ojos esperanzados y atisbó en su amigo un brillo de duda. Le sonrió.
—¿Es necesario ahora, aquí?
Adrián había roto el silencio con una voz diferente, una dura y desprovista de cualquier sentimiento.
—¿Por qué no? —Aunque no pretendía confesarle todo ante Sonia y la otra, claro.
—No es el momento.
Blanca abrió la boca, si bien las palabras se le quedaron ahogadas en la garganta. Las buitronas observaban la escena con gesto divertido. Habría vendido su alma a cambio de que esas dos personas que tanto la habían humillado no estuvieran allí.
—¿Y cuándo lo será? ¿Cuando me marche? —atinó a decir, molesta.
Justo entonces Adrián pareció reaccionar. Los ojos se le abrieron mucho, ladeó el rostro hacia las buitronas y las miró como si se hubiera olvidado de ellas. Sonia compuso un mohín, casi esperando que él finiquitara la conversación y, al ver que no lo hacía, le ordenó:
—Adrián, dile que se marche y no nos fastidie más.
Blanca apretó los dientes con tanta fuerza que hasta le rechinaron. Su amigo se limitó a observar en silencio a las buitronas y, al fin, Sonia soltó un bufido de exasperación.
—Mira, paso. La película va a empezar dentro de nada. ¿Vienes o no?
Y Adrián negó. Rechazó la propuesta, y Blanca cogió aire y en su pecho ardió una llama de esperanza. Él iba a quedarse con ella para hablar. Sonia les echó una última mirada. A Blanca de asco. A Adrián la de un cachorrito ansioso. Luego cogió del bracete a la otra buitrona y se alejó. Sin embargo, se volvió un par de veces para curiosear. Blanca esperó a que estuvieran lo suficientemente lejos para abrir la boca.
—Acabas de confirmarme lo que llevaba pensando desde hacía un tiempo.
—¿Qué? —quiso saber él, pero lo preguntó a la defensiva, y esa actitud provocó a Blanca más malestar y enfado.
—Es evidente, ¿no? —Señaló la dirección por la que habían desaparecido las buitronas—. Esas cabronas estaban humillándome, como siempre, y tú te has callado como una puta. —Había escupido esas últimas palabras con tanto rencor que Adrián clavó la vista en ella con sorpresa.
Esperaba que le pidiera perdón, pero tan solo le contestó, a la defensiva:
—¿No decías que querías ser fuerte? ¡Pues haberles plantado cara! ¿Es que ahora soy yo tu héroe?
Blanca bufó y movió la cabeza. Intentó calmarse para terminar lo que se había propuesto, aunque en esos momentos todo parecía haber perdido el sentido porque ni siquiera la carta recibida la había escrito él, sino que era otra mofa de las buitronas. ¿De verdad Adrián no había participado? Se lo veía confundido y sorprendido, pero ya no sabía quién era Adrián realmente, ni si debía confiar en él. A pesar de todo, decidió ser valiente. Demostrarle que sí podía. Que tenía sentimientos. Su mirada se desvió a la carta que sostenía entre las manos. Adrián también posó los ojos en ella. Lo vio tragar saliva con tanta dificultad que la nuez le bailó en su largo y delgado cuello. ¿Estaba asustado? ¿Significaba aquello que…?
Pero antes de que pudiera hablar, Adrián la cortó de manera brusca.
—Hice lo que hice porque tú me lo pediste.
—¿Qué? —Parpadeó—. Pero tú y yo…
—No hay un tú y yo, Blanca. Me pediste que me acostara contigo y accedí tan solo porque era lo que, según tú, necesitabas. Me sabía mal, ¿entiendes? —murmuró él en tono sombrío.
Se quedó sin respiración. De inmediato las lágrimas afloraron a sus ojos. Y en su interior el corazón estalló. Aunque esa vez lo hizo de incomprensión. Le dolía tanto que creyó que iba a morirse allí mismo. Se había dicho que estaría preparada para cualquier respuesta, y lo creía firmemente, pero en ese instante, delante de él y observando su rostro, volvió a sentirse débil.
¿Había ocurrido algo para que Adrián se enfadara? ¿Había cometido ella algún fallo o estaba siendo sincero y todos aquellos encuentros habían sido una maldita mentira, una simple ayuda tal como ella le había pedido? ¿Es que solo ella había ido sintiendo más y más?
—Perdona si fui una tonta —pronunció con un nudo en la garganta. Dio un paso y lo cogió de la muñeca, pero Adrián se soltó como si quemara, con una extraña mueca. Se le escapó un sollozo que la avergonzó aún más—. Ya no tienes que comportarte así solo por hacerte el chulito. Ellas ya no están aquí, y ambos nos iremos a estudiar fuera, de modo que ¿qué más da? Me dijiste que debía darme igual lo que opinaran, y creí que a ti también…
—Me importa una mierda lo que crean —la cortó él tajante.
—Entonces ¡qué coño estás haciendo! —chilló, perdiendo la poca compostura que le quedaba, sin entender qué le sucedía a su amigo—. ¡Me estoy confesando ante ti y te comportas como un gilipollas!
—¡No seas niñata! —la increpó con un grito que hasta le acalló el llanto—. Crece, madura. Se suponía que tú eras la que entendía todo eso. Me lo aseguraste un montón de veces, que solo nos acostábamos porque no querías ser la misma Blanca de siempre. Me rechazaste cada vez que intenté ser un poco más cariñoso contigo. Y ahora ¿qué? ¿Qué esperas ahora? ¿Quieres más? —Los huesos de su mandíbula se tensaron—. Pues yo no puedo dártelo.
—¿Por qué? ¿Porque fui distante contigo? ¿Es por eso que…?
—No, Blanca. Es solo que yo no siento…
—¡Mentira! —gritó negándose a creerlo, aunque se suponía que no importaba, que debía serle indiferente lo que Adrián contestara. Sin embargo, después de lo que le había costado dar el paso, le era imposible aceptar una negativa.
—Déjame en paz, Blanca. No seas pesada…
Cuando ella volvió a sollozar, entrevió en la comisura de los labios de su amigo cierto temblor. ¿Por qué hacía aquello? ¿De verdad no existía ningún sentimiento en él?
—Yo no… No siento por ti más que amistad. —Calló porque ella había dado una patada en el suelo, rabiosa, y eso todavía pareció molestarlo más—. Métetelo en esa cabeza tuya tan terca —añadió, no obstante.
Deseó ser capaz de asestarle una bofetada. Todo a su alrededor daba vueltas. Unas horribles náuseas navegaban por su estómago. Aunque lo peor era el hielo de su pecho. Y el dolor sordo en el corazón. Le había explotado y se desangraba, estaba segura. Adrián no la quería. ¿Y qué? No pasaba nada. Pero en realidad sí, porque imaginó que, después de todo, había sido tan imbécil como siempre, tan tonta como para creer que un chico como él iba a fijarse en ella. Estaba enfadada con él, por supuesto, pero no fue consciente en ese momento de que lo estaba más con ella misma.
Cuando quiso darse cuenta, sus manos actuaban por ella. Entre temblores y sollozos rasgó en docenas de pedacitos las cartas y la foto. Cuando el último trozo tocó el suelo, ya había decidido que ningún hombre volvería a hacerle daño.
—Adrián —dijo con voz seca.
Él abrió la boca, dispuesto a rebatir, pero no le dio tiempo porque Blanca lo frenó con su mirada, una cargada de resentimiento, odio y, al mismo tiempo, un amor roto y traicionado.
—No volverás a verme en tu vida, si eso es lo que deseas —escupió.
Se dio la vuelta con el rostro desencajado de Adrián clavado en el pecho. Pero él no fue tras ella. Ni siquiera la llamó. No iba a rebajarse más. Si no la quería en su vida, si había sido tan cobarde de echarla con tanta crueldad, no sería ella quien le insistiera. Tras tantos años de humillaciones, esa tarde fue el punto de inflexión que le permitió convencerse de que quererse a sí misma era lo más inteligente que podía hacer.
Al día siguiente decidió marcharse por la mañana en lugar de por la tarde, como había previsto. Su madre lloró mucho, su padre la despidió con los ojos brillantes y su hermano se enganchó a su camiseta. Pero ella ya empezaba a convertirse en una Blanca mucho más fría y segura, una Blanca que lucharía por sobrevivir en un mundo que se le antojaba sumamente despiadado.
Adrián no se puso en contacto con ella ni para despedirse. Y Blanca supo que su decisión había sido la correcta.
Aunque estuviera matándola por dentro.