26
El tiempo vuela y yo cada vez doy más asquillo. En el sentido de que es septiembre, me he incorporado al trabajo (bueno, ya estaba atareada como una perra, pero ahora he regresado al despacho), los días pasan y la clienta, su madre, mejor dicho, cada vez se pone más melindrosa. La cita con el otro abogado fue más dura de lo que pensaba. Su cliente y él van a por todas. Y yo cada vez me preocupo más y duermo menos, ya que siento que el caso se me derrumba y esta es una magnífica oportunidad para afianzarme. Y encima requiere toda mi atención y no me deja avanzar en otros asuntos que podría solucionar de un plumazo.
Para colmo, mi incorporación al bufete ha significado que Marcos me ronde como un moscardón. Marcos es el compañero con el que tuve un desliz, que, para más inri, me duró un poco más de lo acostumbrado. Me arrepiento, y mucho. Estaba a gusto con él, compartíamos aficiones y me divertía a su lado hasta que se volvió cansino. Me mandaba tropecientos mensajes, incluso aunque solo hubieran pasado cinco minutos después de estar juntos. Cuando me agoté de todo eso, le pedí que, por favor, parara, que necesitaba espacio. Me lo dio, en cierto modo. Porque desde que regresé al despacho está más pesado que nunca.
Varias veces me ha preguntado si quiero quedar con él. Y lo más probable es que la antigua Blanca, esa que no pensaba en nadie ni en las consecuencias, aceptase porque, total, si al final el polvete iba a estar garantizado… Pero desde que hace un par de semanas tuve aquel encuentro con Sebas no ha habido más tonteos en mi vida. Sebas y yo hemos continuado hablando, y la verdad es que sienta bien. A lo mejor sí puedo tener amigos de sexo masculino, qué leches.
Justamente estoy a punto de salir de mi despacho para irme a casa cuando llaman a mi puerta. Sin esperar a que responda, Marcos la abre y entra. Oh, no. Le muestro una sonrisa forzada. Pero ¿quién me mandaba a mí tener un lío con un compañero? Si se enteraran mis superiores… Son muy estrictos en ese aspecto.
—Hola, preciosa —me saluda con su habitual desparpajo.
A pesar de ello, hace ya unos días que no lo noto tan majo como antes. Hay algo en mí que le molesta. Imagino que mis continuas evasivas.
—¿Qué tal, Marcos?
—Con ganas de tomar una copa. Es viernes y esta semana he trabajado mucho.
—Sí, yo también —coincido con un suspiro.
—Entonces ¿qué me dices? ¿Vamos a beber algo? —me propone con su perfecta sonrisa.
Marcos es un tío muy atractivo. Tiene cuatro años más que yo, es inteligente, tiene un cuerpo que se machaca en el gimnasio en su tiempo libre, un culo bien duro y una cara agraciada. Caí, qué le vamos a hacer. Siempre coqueteaba conmigo en las cenas de empresa y mi carne era débil.
—Prefiero irme a casa. Estoy agotada —le digo un poco incómoda. Me mira muy serio.
—¿Te ocurre algo conmigo? —pregunta en un tono más cortante.
—Claro que no. Solo es que… —Me pongo nerviosa. Aunque parezca mentira, no me gustan estas situaciones. Emma diría que me las busco yo solita.
—Es que ¿qué? Me pediste espacio y te lo estoy dando. Pero ¿pasa algo si te invito a tomar una copa? Antes lo hacíamos, y creo que te gustaba —lo suelta con una voz rabiosa que me sorprende.
—Pues eso, Marcos, que nos divertimos y ya está. —Trato de mantener la sonrisa, pero no me hace ni puñetera gracia la manera en que está hablándome.
Cojo mi maletín y me encamino hacia la puerta, haciéndole un gesto con la mano para que me acompañe. Se queda muy quieto y me mira con un semblante tan serio que empiezo a perder la paciencia.
—¿Puedes salir, por favor? Tengo muchas ganas de irme a casa, no es una excusa.
—¿Qué ocurre? ¿Acaso ya has encontrado a otro tonto con el que jugar? —Lo ha escupido con tanto desprecio que me quedo boquiabierta.
—¿Perdona? —Lo observo con una ceja arqueada, tratando de dar una imagen de persona segura y ofendida. Lo segundo lo estoy, pero lo primero… no mucho.
—¿Ignoras la fama que tienes en el despacho, Blanca?
—Lo que yo haga fuera de aquí no es de la incumbencia de nadie —le espeto enfadada. Tendrá morro, el muy gilipollas.
—Hasta cierto punto, ¿no? —Se señala a sí mismo.
—Ya vale. —Alzo una mano para que se calle—. No tengo tiempo para esto. Además, estás siendo un poco irrespetuoso.
Abro la puerta y lo conmino a que salga. No obstante, me atrapa por la muñeca y me la aprieta con fuerza. Un molesto nudo aparece en mi estómago.
—¿A quién le has echado el ojo ahora? —Se acerca y noto su aliento a cerveza. ¿No había estado trabajando? Por Dios, y luego habla de mí.
—Me haces daño —digo intentando desembarazarme de su apretón.
Marcos me observa con desdén y, al fin, me suelta. Me froto la muñeca dolorida y le dedico una mirada furiosa. Parece darse cuenta de su mala actitud porque sonríe, se manosea el pelo de manera nerviosa y dice:
—Oye, perdona. No sé lo que me ha pasado. Es que, últimamente, estoy muy estresado.
—Sal, por favor —le pido obviando sus excusas. Acaba de demostrarme la clase de tipo que es y no me interesa en absoluto.
Cuando salimos y cierro la puerta con llave aún se encuentra detrás de mí, como esperando algo.
—No voy a decir nada de esto, ¿vale? No soy tan estúpida como para arriesgarme —le digo sin darme la vuelta.
Pocos segundos después oigo sus pisadas alejándose. Apoyo la frente en la puerta y suspiro aliviada. Joder… ¿Qué ha sido eso? Definitivamente, una está mejor sin hombres cerca.
En el pasillo me encuentro con Sandra, una de mis compañeras, que también se marcha ya. Me mira con el ceño fruncido.
—¿Estás bien? Te veo pálida.
—Cansancio. —La tranquilizo con una sonrisa.
—Al final no has podido aprovechar las vacaciones. —Hace un mohín con los labios—. Pero, bueno, ya verás como todo el esfuerzo vale la pena. —Me frota el hombro con simpatía.
A pesar de que no mantengo relaciones muy estrechas con los otros compañeros (vale, sin contar a Marcos), Sandra siempre ha sido muy maja conmigo y, cuando estaba de becaria, aprendí muchísimo de ella. La miro mientras pienso en lo que me ha dicho el estúpido de Marcos y, por un breve instante, me viene la loca idea de preguntarle si corre algún rumor sobre mí en el despacho. Por suerte recapacito y me despido con una fugaz sonrisa.
—Hasta el lunes.
—¡Pásalo bien y descansa! —me desea.
Ojalá. Pero los días se irán volando porque siempre parece que nos roban los fines de semana. Se acercará más octubre, el maldito juicio, y sigo sin saber qué hacer con mi clienta porque nada la satisface.
Conduzco como una loca hasta casa, deseosa de tirarme en el sofá con una Coca-Cola que me suba los niveles de glucosa. Una vez duchada, con ropa cómoda, una ensalada y mi refresco, me pongo la tele y veo un rato Tu cara me suena.
El móvil vibra. Es Sebas proponiéndome tomar algo y charlar. Sé que no lo hace para que tengamos sexo. Es más, las últimas veces que hemos hablado ha sido de su ex novia. Quiere recuperarla y no sabe cómo, y cree que soy una máster del universo sobre relaciones. Pobrecillo.
Cuando estoy a punto de irme a dormir recibo una llamada de Begoña. No descuelgo. Poco después me envía un whatsapp poniéndome verde. Diez minutos más tarde estoy en la cama, con dos valerianas y una tacita de hierbas relajantes en el cuerpo.
No puedo pegar ojo hasta las tres de la madrugada. Doy vueltas en la cama pensando en una persona. Excitándome al recordar sus caricias. Asustándome cuando en mi pecho se enciende algo más que deseo.
El sábado me lo paso revisando el caso, leyendo, sopesando posibilidades. Tengo claro que el juez no será proclive a la exploración de menores, y mucho menos sin un motivo sólido. No podemos aportar pruebas de que el ex de mi clienta sea un maltratador. Para mí que eso se lo han inventado los padres de ella. Me aseguraron que había una vecina que testificaría en la vista, pero desconfío porque aún no me la han presentado. Debería darme igual, tan solo tendría que preocuparme por ganar el caso y punto. Sin embargo, no sé por qué, es como si mi parte moral estuviera saliendo a la luz con una fuerza tremenda.
El domingo amanezco con un dolor de cabeza de esos que se asemejan a una horrible resaca. Me tomo un ibuprofeno en ayunas y me meto en la ducha, donde me quedo casi una hora. A mediodía llaman al timbre. Por las maneras, sé que es Begoña. Al abrir me la encuentro con cara de pocos amigos y con un montón de bolsas en las manos.
—¿Por qué cojones no contestas a mis llamadas y mis mensajes? ¿Qué eres ahora, una antisocial? —Me aparta con un golpe de la cadera y entra en el piso.
Cierro la puerta con un suspiro y la acompaño a la cocina. Ya está desperdigando por la encimera un montón de paquetes de Cheetos y de dulces. También unas cajas con comida de McDonald’s.
—¿Para qué es todo eso? —le pregunto horrorizada.
—Para comérnoslo, hija. Sé ver cuándo hay una situación de crisis emocional. Vamos, ni tu psicóloga tiene tanta experiencia como yo. Ni estudios ni tonterías. Práctica. —Me tiende una bandeja con dos hamburguesas, patatas, nuggets y bebidas.
Nos dirigimos al salón y me obliga a coger la hamburguesa más grande. Le quito el envoltorio y le doy un mordisco algo desganado, aunque de inmediato mi estómago vacío despierta y me la zampo en cuatro bocados.
—Vale. Ahora que ya tienes la panza llena, cuéntame. —Casi me lo ordena, al tiempo que me señala con una patata como si fuera un arma.
—El caso de esa mujer… ¡que me tiene loca!
—¿Solo eso? —Me mira incrédula.
—Marcos se pasó —le confieso.
—¿Tu compañero de trabajo? —pregunta con los ojos muy abiertos—. ¿Qué coño quiere el subnormal ese?
—Me dijo cosas feas. Insinuó que en el despacho tengo mala reputación —suelto con un suspiro.
—¡Anda ya! Como si los demás no follaran. Y si no lo hacen, menudos frustrados.
Se me escapa una risa, pero de inmediato me pongo seria de nuevo. Esto ya no me parece un asunto jocoso.
—¿Qué piensas tú, Bego? —Le lanzo la pregunta con un hilo de voz—. Siempre me animas a que disfrute, pero luego te contradices y me buscas hombres para algo más. Para que siente la cabeza, supongo.
—¡Ya sabes que yo soy así, pero no es por nada! —exclama. Esboza un gesto preocupado—. Además, ¿desde cuándo a Blanca le importa lo que digan o piensen los demás?
—Me sentí sucia cuando Marcos dijo eso. —Saco un nugget y me lo llevo a la boca, aunque no le doy ni un mordisco. Miro a Bego a los ojos, quien me observa seria—. Quizá debería detener todo esto.
—¿A qué te refieres?
—A acostarme con tantos tíos. No está bien.
—¿Quién dice que no está bien? —Resopla—. Si estuviéramos en el caso contrario, al tipo en cuestión lo aplaudirían por machote. Siempre los mismos prejuicios, Blanca. La gente es así. Y continuarán cuchicheando, pero ¿qué más da? La vida es corta, y tú no haces nada malo. Únicamente disfrutas con una de las mejores cosas de la vida, ¿no es así?
—Lo hacía —asiento con voz bajita.
—¿Ya no vas a hacerlo? Por esa tontería…
—No es solo por eso. No sé qué me pasa… —Muevo la cabeza—. Debo hablarlo con Emma.
—¡Otra vez la comecocos esa! —Bego chasca la lengua—. Chica, que me tienes a mí, que te conozco requetebién. ¿Quién va a darte mejores consejos que yo?
—Hace un par de semanas conocí a un tío, coqueteamos…
—Ajá. —Mi amiga sonríe mientras se atiborra a patatas—. ¿Está bueno? Es que no sé cómo lo haces, pero te ligas a los dioses del Olimpo. A mí me cuesta más con las mujeres.
—No nos acostamos. —Alzo la mirada y veo a una Bego expectante, con la boca abierta—. Él dijo algo que me hizo pensar y sentí que estaba equivocándome, que había algo que me impedía acostarme con él.
—¿Qué dijo? —pregunta Bego con curiosidad.
—Que estaba intentando superar la ruptura con su ex y que, en ocasiones, no creía en eso de que el tiempo lo cura todo.
—¿Ese algo que te impidió disfrutar tiene nombre de tío y tatuajes?
Le pongo mala cara, pero al final asiento. Dejo el nugget en la caja, me limpio las manos con una servilleta de papel y me recuesto en el sofá. Begoña me imita y se acerca a mí, dispuesta a animarme.
—Oye, de cerca eres mucho más guapa, Blanca. Tienes suerte de que las estiradas no sean mi tipo —bromea.
—Pienso en él —admito en un susurro.
—¿Y eso es malo? —Bego pone morritos cuando asiento con la cabeza—. Dime por qué.
—Porque quiero olvidarlo. ¡Joder, se supone que lo había hecho! —me quejo.
—Sabes que no es cierto. —Me pasa un brazo por los hombros y me arrima a ella. Acomodo la cabeza en su pecho—. ¿Qué es lo que sentiste al estar con él? Sé sincera, Blanca, por favor. Conmigo puedes. Pero sobre todo hazlo por ti.
—Es difícil. Yo… —Trago saliva. Noto un sabor amargo en la boca—. Sentí que ardía, que me quemaba, que iba a partirme en dos otra vez. Pero también me vi libre, y una mujer feliz y…
—¿Y tú misma?
Alzo la cabeza y la miro con un mohín. Me escuecen los ojos. Bego me acaricia la mejilla con cariño.
—Blanca, tú sientes algo por Adrián. Todavía.
—No puedo —me digo a mí más que a ella—. No quiero sufrir. Adrián no es el hombre indicado para mí.
—¿Por qué no?
—No confío en él del todo. Ni en mí. Se comportó tan mal…
—Y, sin embargo, en este tiempo no has podido dejar de pensar en él.
Nos quedamos en silencio unos minutos, hasta que Begoña dice:
—¿Por qué no lo intentas?
—¿Qué?
—Ya sabes, hablo de quedar con él, tomar algo, recuperar la amistad…
—Bego, lo que me hizo fue tan… —Me incorporo y la miro con gesto dolido—. Mira, al final voy a contártelo. Ya está bien. Le escribí una carta confesándome y, cuando fui a dársela, lo encontré hablando de mí con la buitrona, y no cosas buenas precisamente. No me defendió. Y luego me rechazó de una manera tan brusca…
Mi amiga se queda callada un instante, para acto seguido opinar:
—Entiendo que fuera duro para ti. Después de todo, sé muy poco acerca de vosotros, de cómo era vuestra relación. —Me coge una mano y me la estrecha con cariño—. Cuando somos adolescentes hacemos muchas cosas sin sentido, ya te lo dije. Cometemos errores estúpidos que pueden lastimar a las personas que nos importan. Pero diez años son suficientes, Blanca. Lo son para dejar atrás el rencor y quedarse con las cosas bonitas, que seguro que las hubo. Y si aún saltan chispas…
—A lo mejor es solo eso: una atracción demasiado peligrosa.
—Contacta con él. —Me da un golpecito animoso—. ¡Quedad! Sal de dudas y no te tortures más.
—No tengo su número.
—¡Venga ya! Hoy en día es facilísimo encontrar hasta a quien no lo conocen ni en su casa.
Begoña se da cuenta de que no quiero hablar más, de modo que se levanta. La oigo trastear en la nevera y regresa portando consigo un par de McFlurry.
—El viernes que viene, ¡fiestón! —anuncia de repente.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? —exclamo sorprendida.
—¿Cómo que por qué? ¡Es tu cumpleaños, tía! ¡Treinta tacos! Treinta no se cumplen todos los años. —Da un lametón a la cuchara y sonríe—. Todavía recuerdo cómo la monté en el de una amiga. Madre mía, fue cuando conocí a esa pelirroja de la que me enamoré como una tonta, ¿te acuerdas? Me rompió el corazón. —Hace un puchero—. Para que veas, no eres la única.
—Fiestas no. Te vienes a cenar aquí y ya está. Pedimos al Miss Sushi. El juicio está a la vuelta de la esquina y me temo que estoy a punto de morir. Ya tendremos tiempo de celebrarlo.
—A mí no me vengas con chorradas. El viernes nos vamos a pegar una fiesta de esas que recordaremos durante décadas. Nosotras y los que se pongan en nuestro camino —dice con un brillo maligno en los ojos.
Y toda la semana va enviándome mensajes en los que me explica los planes que tiene para nosotras. Que si podríamos contratar un boy, o dar un paseo en barca, o ir a un club de intercambio de parejas (¡por favor!). Y a todo le respondo que no.
En el despacho, Marcos me rehúye. Ni siquiera me saluda. Por mi parte, prefiero ignorar las miradas fulminantes que me dedica de vez en cuando.
La madre de mi clienta me llama para decirme que, definitivamente, quieren solicitar la exploración de menores. Acabo lanzando un grito de frustración que provoca que Sandra se acerque al despacho para asegurarse de que estoy bien.
Emma me felicita por la decisión de aparcar mi afición al sexo deportivo. Le hablo un poco más de mi infancia, de mis sentimientos respecto al acoso, de Adrián, y asegura que él es más mi problema que las buitronas. Le alzo la voz y me observa, como siempre, impertérrita.
Entre unas cosas y otras llega el viernes y me pongo a esperar en el sofá con un vestido nuevo, ya que Bego me ha jurado y perjurado que, como no me arregle, me arrastrará a la calle en pijama, y eso sí que no. También me he hecho un minimoño desenfadado que me queda la mar de bien y unas sandalias de cuña.
Mi querida amiga debería haber llegado ya hace diez minutos.
Pasan otros cinco. Y otros cinco más.
Saco el teléfono del bolso para pedirle explicaciones. ¿Qué pasa, que ha empezado la ronda de chupitos sin mí y no puede poner un pie delante del otro? El motor de una moto resuena en la calle. Seguro que los del tercero, unos estudiantes que se alimentan a base de comida basura, han encargado una pizza.
Justo en ese momento recibo un mensaje de Bego:
Baja, churri
Me hago con una rebeca ligera, meto las llaves en el bolso tras cerrar la puerta y entro en el ascensor. Me atuso los mechones sueltos en el espejo y me aplico un poco de brillo en los labios. Dibujo mi mejor sonrisa y la mantengo para que Begoña no me dé la monserga en cuanto me vea.
Sin embargo, al abrir la puerta de la calle el cuerpo se me congela y el corazón se me enciende.
Enfrente de mí, apoyado en una moto, sexy, guapo a más no poder, con unos vaqueros negros ajustados, una camiseta del mismo color, el cabello encantadoramente revuelto y una ligera barbita… Justo ahí, está él. Adrián. El mundo se tambalea bajo mis pies.