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11 años antes

 

Blanca observó la habitación sin ningún disimulo. Era la primera vez que pisaba aquel terreno. En realidad, había ido a casa de su amigo en bastantes ocasiones, pero nunca porque él la hubiese invitado, sino para llevar a su madre un pastel o algún recado, y hasta ese momento no había entrado en su dormitorio, como si fuera algo prohibido. Deslizó la mirada por las paredes abarrotadas de pósters de grupos punk y rock. Una enorme estantería cruzaba la de enfrente de lado a lado. Estaba repleta de libros. Blanca sabía de la pasión de Adrián por la lectura, una afición que siempre la había sorprendido puesto que para ella su amigo no tenía el aspecto ni el carácter del típico chico al que le gusta leer.

Mientras él tomaba asiento en una silla frente al escritorio, Blanca cruzó el dormitorio y se acercó a la estantería. Cogió un libro al azar y leyó el título: Rayuela, de Julio Cortázar. Ella solía leer libros más actuales, pero conocía al autor. Lo que no tenía muy claro era el argumento de aquella historia, de modo que se dio la vuelta y se lo enseñó a Adrián.

—¿De qué va?

—De muchas cosas. Es un libro diferente, un poco extraño.

—¿Es que no te lo has leído o qué? —comentó Blanca medio en broma.

—Va de locura. De pérdida. De amor y desamor… De dolor —continuó Adrián.

—¿Por qué? —quiso saber ella llena de curiosidad.

—Porque el protagonista conoce a una mujer, llamada la Maga, muy distinta a él. Y cree que no la quiere, que no está hecha para él, pero cuando la pierde se da cuenta de todo el daño que le hizo al mofarse de ella, al considerarla inferior, y se vuelve un poco loco porque siempre está recordándola y la ve por todas partes, y la busca sin encontrarla.

Blanca notó que la boca se le había quedado seca y se apresuró a dejar el libro en su lugar para dar la espalda a Adrián. Cuando se sintió lo suficientemente serena, se volvió y lo miró con una sonrisa forzada.

—¿Estás segura? —le preguntó él—. A ver si me entiendes… La gente dice que cuando dos amigos se acuestan después todo cambia y…

—¿Y qué iba a cambiar respecto a nosotros? Somos inteligentes, ¿no? —respondió Blanca, para después apretar los labios—. Además, esto no es lo mismo. Esto no tiene nada que ver con el amor o la amistad, ni siquiera con el sexo… —Carraspeó—. Solo es un favor que te he pedido. Pero si no quieres hacerlo, lo entenderé. No deseo obligarte a nada.

—No es eso, Blanca. Es que todavía me cuesta entenderlo porque se supone que es algo muy importante para las tías. —Adrián se encogió de hombros—. ¿No sería mejor empezar por lo básico? Un beso, por ejemplo.

—Para mí no. Esto es solo un paso más para acercarme a la Blanca que me he propuesto ser. Voy a cortarme el pelo, ¿sabes? Y me quitaré estas gafas. Haré todas las dietas del mundo para librarme de este culo. —Se cogió un michelín con expresión de asco—. Cuando llegue a la universidad me veré distinta, pero seré más yo, más como debería haber sido siempre y no me han dejado. Ni siquiera yo misma.

—¿Qué hay de malo en tu pelo? —quiso saber Adrián, confundido.

Ella no respondió. Se acercó a la cama y se sentó con las manos entrelazadas en el regazo. Miró a su amigo con una sonrisa condescendiente, como diciéndole que no podía entender nada. Al fin y al cabo, era una decisión un tanto rara y ella lo sabía, pero se le había ocurrido tras escuchar infinidad de veces a sus compañeras de clase hablar de sexo, comentar lo importante que era acostarse con alguien y mofarse de lo patéticas que eran las tías que a esa edad todavía no habían estado con un hombre. También contaba para Blanca el hecho de que muchos chicos gritaran que no la tocarían ni con un palo o que las chicas le aseguraran que jamás encontraría a un tío que la deseara. Estaba harta de todas las etiquetas que le habían endosado. Deseaba quitárselas y, en cierto modo, sería como volver a nacer. Lo que Blanca no sabía entonces es que lo que nos hace especiales y únicos es ser diferentes a los demás.

—¿Sabes que a muchos tíos les gusta que una tía sea virgen la primera vez que se acuestan con ella?

—Si voy a la universidad siéndolo, daré el cante. Y lo único que quiero es ser una más. Y ya está. Poder hablar de ello con las nuevas amigas que haga, que no se rían de mí…

—¿Acaso la gente va a saber que eres virgen solo con mirarte? —se burló él.

—No te pido que lo entiendas. No creo que pudiera comprenderlo nadie —bufó ella—. Es solo que, para ser la nueva Blanca, tengo que deshacerme de todo lo que me vincula a este pueblo, y a esta gente, y a esta Blanca… —Se señaló a sí misma.

Adrián negó con la cabeza al tiempo que se echaba a reír. Se levantó y salió de la habitación sin decir nada. Al regresar, llevó consigo dos vasos de refresco y le ofreció uno. Arrimó su silla a la cama y se la quedó mirando.

—Mi madre hoy tiene turno doble. No llegará hasta la noche.

A Blanca se le iluminó el semblante. Se mordió el labio inferior ensanchado en una sonrisa.

—¿Quiere decir eso que aceptas?

—Si con eso voy a ayudarte… —Adrián se encogió de hombros y dio un sorbo a su Coca-Cola.

—Pero solo si crees que… Bueno, solo si te gusto al menos un poco, lo suficiente para no dar arcadas —bromeó ella, y cayó en la cuenta de que estaba siendo muy cruel consigo misma y reparó en que su amigo le dedicaba una mirada extraña. Recordó lo serio que se había puesto cuando le había soltado, en la montaña, que iba a perder la virginidad. Adrián le había preguntado con quién, y, por fin, se había atrevido a proponérselo. Y entonces él había abierto mucho los ojos, pero ya no estaba tan serio—. De verdad, ¿podrías hacerlo conmigo? Todos dicen que doy asco.

Imaginó que él respondería algo como que tan solo tenía que cerrar los ojos, o la típica frase que había repetido otras veces cuando se había ligado a una tía no muy agraciada, esa de que «Ninguna es fea si se la mira por donde mea». Sin embargo, lo que contestó fue algo que la sorprendió.

—No lo haría si no quisiera. A mí no me das asco.

Blanca vio que Adrián se había puesto nervioso y pensó que, quizá, lo mejor era levantarse en ese mismo instante y salir corriendo sin despedirse siquiera. Pero lo que hizo fue beberse el refresco de golpe, y cuando se lo terminó le dio hipo y ambos se echaron a reír.

—Pues estoy preparada —resolvió tratando de que no le temblara la voz.

Adrián titubeó unos segundos, pero enseguida tomó asiento a su lado. Blanca lo miró, y se dio cuenta entonces de que era guapo. Se fijó en que tenía las pestañas muy largas, los labios carnosos y unos ojos expresivos. Jamás había reparado en ello. Esa vez, sin embargo, al mirarlo muy de cerca y hacerlo con una visión distinta, lo había visto… diferente. Y entendió por qué a muchas chicas del pueblo, incluso a las pijitas tan distintas a él, les gustaba. Un retortijón le molestó en el estómago. «Los nervios», pensó.

—¿Me dolerá? —le preguntó para distender el opresivo ambiente que se había creado en torno a ellos.

—Pues no sé, Blanquita. Imagino que sí. Nunca me he acostado con una virgen —dijo él riendo.

—Igualmente estoy preparada —aseguró ella.

Adrián se acercó un poco más y Blanca apreció su aliento, que olía a Coca-Cola y a dentífrico. Mantuvo los ojos abiertos y los clavó en los suyos, y cuando él separó los labios dio un brinco.

—¿Qué pasa?

—¿Vas a besarme?

—Sí, ¿no?

—¿Lo haces así con todas las chicas con las que…?

—A veces. Si no quieres paso, pero es una buena forma de empezar y de relajarnos.

Blanca se pasó la lengua por los labios y asintió. No había pensado en eso. Tan solo había imaginado que Adrián se la metería. Y punto. Porque él era así: descuidado, salvaje, arisco. Sin embargo, en el momento en que sus labios se encontraron comprendió que había estado muy equivocada. Adrián podía ser calmado y dulce. Cuando la besó con suavidad, primero con los labios apretados, luego separándolos muy despacio, intentando que los de ella también se abrieran… Blanca notó algo en su interior, algo que se movía y caminaba con cientos de patitas desde su estómago hasta su pecho. Se dijo una vez más que eran los nervios y que sin duda era normal. Al cabo de un rato él se separó y la miró, y a Blanca le pareció que había pasado mucho tiempo, y a la vez muy poco, y que no estaba tan mal besarse con un tío.

—¿Estás bien? —quiso saber su amigo.

Blanca asintió con la cabeza. Adrián sonrió, y ella sintió unos deseos irrefrenables de volver a besarlo tapando esa sonrisa, y probándola, y lamiéndola, pero se contuvo y aguardó a que fuera él quien diera el siguiente paso.

—Pongo un poco de música, ¿vale?

No esperó a que contestara. Se levantó y la dejó en la cama que aún estaba por hacer, sola y asustada, pequeña y a la vez grande, indecisa y decidida, ansiosa y pensativa. Tal como Blanca sospechaba, Adrián puso uno de sus grupos favoritos. No le importó que esa música punk no le gustara porque en ese instante no había otro pensamiento más que el de que por fin iba a conseguir lo que se había propuesto y así se acercaría más a la nueva Blanca.

Cuando quiso darse cuenta, la había recostado en la cama y se había quitado la camiseta. Observó sus tatuajes: el del corazón de hielo que se derretía y uno nuevo para ella, una pluma que iba deshaciéndose convertida en pequeñas aves debajo del vientre. Los miró, y volvió a mirarlos, y de pronto no le parecieron tan horribles como en otras ocasiones y hasta le apeteció rozárselos con los dedos.

Adrián se dispuso a despojarla de la camiseta también a ella, pero Blanca se zafó, un tanto asustada.

—No —musitó.

Le avergonzaba su cuerpo. Ni siquiera iba a la playa o a la piscina por temor a que todos la miraran y se riesen de su culo gordo, sus michelines y sus diminutos pechos, desacordes con todo lo demás.

—¿Por qué?

Adrián la miraba sin entender, y algo en su rostro derribó los escudos de Blanca e hizo que, por una vez, quisiera mostrarse desnuda ante alguien. De modo que, convenciéndose de que era valiente, se la quitó ella misma, aunque por instinto se cubrió el pecho.

Adrián le apartó las manos con mucha delicadeza. Blanca notó entonces que algo empujaba contra su pecho, y acertó a comprender que era su corazón. Qué nerviosa estaba. Pensó que él haría algún comentario burlesco de sus pequeñas tetas, pero se equivocó. Tembló por dentro al percatarse de cómo se las miraba. Y cuando la tumbó y se colocó sobre ella, todo empezó a cambiar. Sin embargo, no sería hasta muchos años después cuando se daría cuenta de que quizá aquello estaba ya escrito, que a lo mejor el destino había hecho que acabaran cayendo el uno en brazos del otro.

Adrián la besó una vez más, y lo hizo en esa ocasión de una forma distinta, un poco más ruda, pero al tiempo dulce, y su sabor la impregnó por completo y se preguntó si eso que sentía en la entrepierna era lo que llamaban estar excitada. Se había convencido de que no pasaría, de que todo sería neutro, y vacío, o puede que violento. Pero su amigo presionaba contra su falda y notó algo duro en el muslo. Sin poder evitarlo, las piernas le temblaron.

—¿Sigo? —preguntó Adrián de repente, sacándola de sus pensamientos.

Blanca asintió, y él le apartó el cabello y arrimó la nariz a su cuello. Se lo rozó con los labios, y a ella el temblor le ascendió por los muslos hasta instalársele en el vientre. Una voz en su mente le dijo que nunca habría nada igual que aquello, tan excitante y tierno a la vez y tan íntimo… solo para ellos dos. Con rapidez apartó esos pensamientos de su cabeza. Y entonces permitió que Adrián le subiera el sujetador y le acariciara un pezón con la yema de los dedos y que el otro se lo lamiera con la punta de la lengua. Posó la mirada en el tatuaje del pez koi que él tenía en el brazo y se propuso no pensar, no excitarse con su amigo, concentrarse únicamente en la música o en cualquier otra cosa que no fuera su cuerpo. No obstante, no podía porque Adrián iba por aquí con sus labios y luego por allá con su lengua, y cuando se percató ya le había levantado la falda y bajado las bragas, y estaba de rodillas en la cama colocándose un preservativo.

—No quiero hacerte daño, Blanca —murmuró.

No parecía el Adrián de siempre, ese tan seguro, tan bromista y tan pasota. Ella no supo con exactitud a lo que se refería y no hizo ninguna pregunta.

No deseaba mirar más abajo del vientre de su amigo, pero al final lo hizo de manera disimulada para que él no se diera cuenta, y descubrió que su sexo estaba erecto y se dijo a sí misma que quizá solo se debía a que todos los tíos se excitaban al pensar en follar. La tocó en sus partes y ella descubrió que estaba húmeda. Le gustaba que los dedos de Adrián palparan su entrada.

—Bueno, pues allá voy, ¿vale? Si te hago daño o quieres que pare, tan solo dímelo.

Asintió y, unos segundos después, algo muy duro presionaba contra su piel, y esta estaba tirante y le dolía. Pero no dijo nada y se aferró a los brazos de Adrián. Clavó de nuevo la vista en el que estaba tatuado y se atrevió a acariciárselo. Adrián empujó más y Blanca notó un dolor insoportable, mezclado con algo más que se negó a identificar. ¿Ella sintiendo placer con su amigo? No podía ser. Apreció que estaba abriéndose, que su cuerpo cedía a la presión del sexo de Adrián, y entonces él volvió a preguntarle si estaba bien y no atinó a contestar.

La música continuaba sonando, aunque para Blanca ya no existía. Cerró los ojos y se dejó llevar, se permitió disfrutar cuando el escozor fue remitiendo. Adrián se movía lentamente, con suavidad, y luego un poco más rápido. Y oyó que jadeaba contra su oído provocándole un nuevo temblor en el vientre. Pensó que pronto se detendría al darse cuenta de que sus paredes ya no ofrecían resistencia. Al fin y al cabo, ya estaba hecho. Sin embargo, Adrián continuó, y Blanca se sorprendió cuando él aceleró sus movimientos. Un gemido se le escapó y se agarró con más fuerza a sus brazos. Bajo sus dedos se contraían los músculos de Adrián y pensó que no había nada más excitante que aquello.

Entonces abrió los ojos y se encontró con los verdosos de Adrián. La estaba contemplando, y se reflejó en su mirada de un modo distinto a todas las veces en las que habían estado juntos. Adrián la observaba mientras le hacía el amor. Porque estaba segura de que aquello no era follar, tal como su amigo había definido las relaciones que mantenía con las otras chicas. Y a Blanca se le pasó por la cabeza que quizá aquello había sido un error. El error de su vida. El mejor, pero también el peor. El que iba a cambiar de forma definitiva todo entre ellos, aunque ignoraba hasta qué punto en esos instantes.

Porque en esos momentos todavía no sabía que su idea, esa que en un principio se limitaba a perder la virginidad para dejar atrás a la Blanca tonta, tímida y diferente a los demás iba borrándose con cada caricia y cada beso de su amigo. Y le había pedido el favor a Adrián. A él y no a ningún otro, y eso que en alguna discoteca podría haber ligado con un tío y haberse acostado con él. Pero no. Se lo había demandado a su amigo… Y más adelante reconocería que lo había hecho por un impulso que no tenía nada que ver con su enorme deseo por cambiar de Blanca, sino con sentimientos demasiado intensos para una adolescente con problemas de autoestima. No era que Blanca estuviera enamorada en ese instante; en realidad, lo que pasaba era que le tenía un gran cariño a Adrián. Pero lo que esa chiquilla indecisa, hastiada con el mundo y recelosa ignoraba entonces era que los amores más fuertes y eternos son como un fuego lento: van forjándose poco a poco, y con tan solo una pequeña chispa pueden encenderse.

Tenía diecisiete años y no creía en el amor, mucho menos con Adrián. Las manos de él en su cuerpo, y sus labios entreabiertos, y su forma de moverse, le decían que tenía que olvidarse por completo de él. Porque Adrián no se enamoraría de alguien como ella. Aunque mientras la penetraba la mirara con intensidad. Aunque le dedicara una sonrisa. Aunque la canción estuviera hablando precisamente de amor.

Al cabo de un rato él hizo un gesto raro y, segundos después, se detuvo. Blanca se quedó muy quieta notando la presión del cuerpo de Adrián y la sangre que corría por sus propias venas. Se dijo que todo aquello había sido muy diferente a como lo había imaginado. Mucho mejor. Mucho más brillante, cálido, sensitivo.

—Espero que no te moleste que yo… —Se señaló su sexo, que aún estaba dentro de ella.

Blanca negó despacio, con los ojos muy abiertos y con un sabor amargo colmándole la boca. Adrián le sonrió otra vez, pero ella percibió en sus pupilas preocupación. Cuando salió de su interior, reconoció para sí que no le gustaba el vacío que le dejaba la ausencia de su amigo. Como si sus cuerpos se acoplaran a la perfección. Como si esa primera vez entre ellos marcara un antes y un después en sus vidas. Como si el maldito universo entero estuviera gritándoles que habían nacido para eso justamente.

Se apresuró a ponerse la camiseta y las bragas mientras él se aseaba en el baño. En la sábana, una mancha rojiza le demostraba que lo que había sucedido era real. Se sintió avergonzada y trató de limpiarla con un pañuelo, sin resultado. Al regresar, Adrián estaba aún más serio que antes y le temblaba la nuez. Ella se sentó en la cama, con la espalda apoyada en la pared y las piernas casi rozándole la barbilla.

—Blanca… —empezó a decir su amigo.

No le dejó componer una segunda palabra. Había visto películas, y había oído a otras personas hablar sobre una situación parecida. Era consciente de lo que iba a insinuarle y prefería anticiparse ella, aunque el palpitar de su corazón apenas le permitiera hablar. Le pudo el orgullo, el desdén. Pudieron con ella los rechazos de los demás y la poca predisposición de Adrián para ofrecerle más apoyo y cariño, aunque fuera la misma Blanca la que lo mantuviera al margen. La venció su baja autoestima, que le hacía creer que alguien como Adrián, popular, atractivo, carismático, no podía fijarse en una chica aburrida, seria, formal y fea como ella. Y en el pecho su corazón le avisaba de que, si no levantaba unos muros altísimos, entonces se rompería. Había aguantado todos esos años entera y no consentiría que una persona, un chico, alterara todo lo que había planificado con tanto ahínco. Tenía miedo de sus deseos, de lo que había notado cuando él estaba muy dentro de ella moviéndose como si compartieran un hermoso secreto. No podía permitir que el sexo con Adrián le trastocara la cabeza. Así que se preparó para comportarse como esa Blanca que fingía que todo le importaba un comino, la misma que por las noches se aferraba a un osito de peluche como si aún fuera una niña asustadiza.

—Tranquilo, esto no va a salir de aquí. Yo tampoco quiero que nadie sepa nada. Y no te preocupes por mí. Soy mayorcita, y para nada débil. No te pediré amor eterno. Fui yo quien te dijo que quería esto, cómo y para qué lo quería —soltó con voz mecánica.

Adrián abrió la boca, sorprendido y desconcertado. En ese momento Blanca se negó a reconocer que parecía dolido. No dio importancia a que su amigo se pasara la mano por el cabello, revolviéndoselo, como acostumbraba hacer cuando estaba nervioso y preocupado.

Se levantó sin añadir nada más, con las piernas temblorosas y ese sabor amargo en la garganta que la acompañaría desde entonces durante mucho tiempo. Cogió la mochilita que había dejado en la mesa de estudio. Adrián seguía todos sus movimientos en silencio.

—Me ha gustado esa música que has puesto —murmuró, tan solo por decir algo.

Y entonces él hizo algo que no esperaba. Fue al reproductor, lo apagó, sacó el disco, lo colocó en su cajita y se lo entregó. Blanca lo cogió con los ojos muy abiertos y el corazón desbocado

—Te lo regalo.

En la carátula, los Ramones la miraban. Tragó saliva y asintió con la cabeza.

—Gracias —murmuró sin apartar la vista del disco—. Y… gracias también por… Bueno, ya sabes.

No permitió que Adrián la acompañara a la puerta. Corrió por el piso como si alguien la estuviera persiguiendo, segura de que ya estaba todo hecho, de que se había terminado todo y todo había empezado al mismo tiempo.

Porque aquella vez fue la primera, pero no la única. No fue esa primera vez la que le descubrió que Adrián no era un simple amigo, por supuesto, pero sí la que le permitió ver que ella no era otra Blanca, sino la misma de siempre y con mucha más fuerza. Una que, en realidad, sí le gustaba. Aunque no a los demás. No a ellos. Seguramente tampoco a Adrián.