13
Cuando salgo al salón para comer tras la charla con Begoña, mi hermano suelta una carcajada. Mi padre, que ya ha regresado de la casa de los jubilados, aparta la vista del periódico y mira a Javi con la ceja arqueada sin entender sus risas. ¡Mejor! Y mi madre… Bueno, ella me observa con una sonrisa estirada que la convierte en una figura del Museo de Cera. De las del pasaje del terror.
—Anoche fue muy divertido, ¿no? —se mofa el crío de los cojones.
Hago caso omiso y me siento en el sofá, disimulando. Mi padre es un poco anticuado para estas cosas. Es evidente que sabe que su hija mayor practica sexo, pero que lo haga en su casa es algo diferente.
—¿Qué pasa? ¿Me he perdido algo? —Nos mira con cara de bobo.
—Tu hija no se encontraba muy bien. Le sentaría mal la cena, supongo —miente mi madre.
—Si es que en verano hay que tener mucho cuidado con lo que se come —nos ilumina él en uno de sus arranques de sabiduría. Ahora se pondrá a explicarnos algo de lo que dicen los médicos de los programas que ve—. Por ejemplo, la mahonesa y…
—En la cocina tienes tu plato —lo interrumpe mi madre dirigiéndose a mí un tanto ansiosa—. Caliéntatelo si eso, Blanca.
Y allá que me voy a la cocina como una loba muerta de hambre. Parezco un extra de The Walking Dead mientras me arrastro por el pasillo.
Estoy zampándome dos filetes con un huevo frito cuando ella asoma la cabeza por la puerta. «Tierra, trágame y escúpeme en otro planeta.» Me mira con una sonrisa que no augura nada bueno.
—¿Quieres algo, mamá? —le pregunto con la boca llena de carne. En el pueblo tengo que aprovechar. Cualquier tontería que cocina mi madre sabe a gloria. A mi regreso ya me pondré las pilas para recuperar la silueta.
—Que no te preocupes, que no estoy enfadada.
—¿Y por qué ibas a estarlo? —Le pongo mala cara.
Mamá no dice nada, sino que entra, va hasta el congelador y saca un enorme cucurucho de fresa. Bien sabe que es mi favorito, la muy pécora. Cuando era niña y quería sonsacarme alguna cosa o disculparse por algo, me daba uno. Está claro que aquí se cuecen habas.
—Mamá, en este juego puedo salir ganando con toda la facilidad del mundo. Las abogadas tenemos que ser muy listas.
—Las abogadas no pueden vencer a las madres —dice con gesto risueño y los ojos brillantes.
Me termino la comida y aparto el plato con un suspiro. Me encantaría fumarme un cigarro, pero sé lo mucho que le fastidia que fume en casa, ya que además asegura que es un mal ejemplo para Javi (como si él no fuera peor que yo, vamos, o como si el nene viviera en una caverna), de modo que alargo el brazo y cojo el helado. Sustituiré la nicotina por el dulce, qué remedio. Mientras lo libero del envoltorio, mi madre ensancha aún más la sonrisa.
—Ya sé lo que estás pensando. Crees que ese chico y yo hemos tenido algo.
—¿Ese chico? Blanca, ¿por qué lo llamas así? Mira, no sé qué os pasó, ¡erais tan amigos…! Adrián siempre cuidó de ti.
—Ya, claro —digo por lo bajini, y después muerdo con rabia el crujiente del helado.
—A mí esos tatuajes nunca me han hecho mucha gracia, la verdad, ni ciertas compañías que frecuentaba, pero ya sabes lo amigas que somos su madre y yo, y ella siempre decía lo bueno y cariñoso que era Adrián, y yo lo sabía… y estoy segura de que tú también porque no te despegabas de él.
—Mamá, ¿a qué viene todo esto? —le pregunto un poco molesta. Tanto tiempo sin hablar de él, ¿y ahora quiere largarme un monólogo sobre lo maravilloso que era Adrián? A otro perro con ese hueso.
—Pues no sé, lo que pretendo decir es que si tuvisteis algún problema no puede haber sido tan malo como para estar enfadada con él toda la vida. Ser rencorosa no es sano, hija, porque lo pasas mal, te pierdes un sinfín de cosas bonitas, y eso no es vivir.
—Lo sé —me limito a contestar. Y continúo comiéndome el helado, que está tan bueno que me proporcionará un orgasmo gustativo.
—Yo no tengo muchos estudios, y puede que tampoco sepa tanto como la gente de la ciudad, que es tan moderna y abierta, como dice tu padre. Pero de lo que sí sé es de sufrimiento y de vivir enfadada con todo y con todos. Porque a mí me habría gustado vivir de otra forma y, ya ves, nunca me ha resultado sencillo. —Se queda callada unos segundos y después añade—: A ver, que me voy por las ramas. Lo que te digo es que Adrián a veces me preguntaba por ti, y cuando yo le contestaba solo «sí» o «no»… Porque he hecho lo que me pediste, Blanca, nunca le he hablado de ti más de lo necesario…
—Eso no es del todo cierto —le replico—. Bien que sabe que soy abogada. No me mientas, mamá, que te has ido de la lengua.
—¡Yo a él no le he explicado nada! En todo caso, a su madre. Pero ¿qué querías? Somos amigas, nos contamos nuestras cosas.
Asiento con la cabeza como dándole la razón. Si, total, ahora ya da igual. Mi madre duda unos instantes y luego prosigue con su charla.
—Bueno, pues que cuando yo le mencionaba algo de ti, Adrián tan solo asentía y sonreía, pero no como cuando era un crío. Siempre ha tenido una sonrisa más bien tristona, pero en esos momentos en los que hablaba conmigo, aún más.
El último mordisco del helado se me atraganta y tengo que levantarme para beber. Lo hago directamente de la botella, otra cosa que a mi madre no le gusta. Sin embargo, ahora está tan metida en lo suyo que ni se da cuenta. ¿Adrián triste por mi marcha después de su patada?
—Es que me ha alegrado veros juntos, ¿sabes? Después de tantos años, que hayáis tenido un reencuentro es maravilloso. Así que no discutáis, que no he entrado a propósito. Díselo a Adrián.
Me doy la vuelta hacia ella, con los labios apretados. Es hora de cambiar de tema.
—Este fin de semana va a venir mi amiga Begoña.
—¿En serio? ¡Qué bien, Blanca! —exclama la mujer toda emocionada.
Claro, está de lo más feliz porque aquí nunca vinieron niñas a celebrar una fiesta de pijamas o simplemente a hacer los deberes.
Hay que ver… En veintinueve años de vida, es la primera vez que voy a traer a una amiga a casa.
El resto de la semana va bien. Adrián no da señales de vida y decido olvidarme de lo ocurrido, como si se tratara de un episodio más en mi existencia sin ninguna importancia. Salgo por el pueblo y me siento tranquila y segura. Acompaño a mi madre al mercado y charlo con la gente como si de verdad el pueblo me encantara. Bueno, en realidad la gente de aquí no tiene la culpa de nada. Ninguna de esas personas que he visto me hizo la vida imposible, lo que ocurre es que llegué a coger asco a casi todo el mundo que pisara este suelo.
El jueves y el viernes salgo a correr de buena mañana. Como aquí no fumo apenas, el pecho no se me pone a punto de explotar en los diez primeros minutos. Aguanto hasta los quince corriendo sin parar. Esto es un gran avance, que conste.
El viernes por la mañana mi madre me manda a comprar el pan como si fuera una quinceañera. Cuando salgo del horno, alzo la vista y contemplo la fachada de la finca donde vivían Adrián y su madre. ¿Seguirá en el pueblo? Y, por un momento, no puedo evitar pensar en nuestra sesión de sexo alocado. ¿Qué se le pasó por la mente para darme ese beso que desencadenó todo? ¿Acaso la nueva Blanca lo atrae hasta el extremo de perder los papeles? No sé si debería molestarme o sentirme orgullosa. Muevo la cabeza y opto por no recrearme en ello más de la cuenta.
A media tarde Begoña me manda un mensaje anunciándome que ya coge el coche para venir. Me pregunta si resulta fácil encontrar aparcamiento. Va a tener la suerte de que en este barrio suele haber bastantes huecos libres. Mi hermano y yo bajamos a uno de los bares que hay en esta calle para tomar algo. Él entra a trabajar a las ocho y no para de decirme que cuándo llegará Begoña porque quiere conocerla. Es de los típicos que piensa que las mujeres de treinta años son maduritas sexis. ¿Perdona, niñato? ¿Maduritas nosotras? ¿Qué leches será para él una mujer de cincuenta años? ¿Una anciana?
—Lo mismo se siente atraída por mí. Las tías de vuestra edad buscáis a alguien más joven, con más potencia, que…
—A ver, Javi —lo interrumpo con voz de ultratumba y cara de troll, para que entienda que me está cabreando—, voy a explicarte un par de cosas… Primero, nosotras somos jóvenes. ¿Entiendes la palabra? Si no, la buscas en el diccionario. Segundo, a Begoña le gustan las mujeres y, aunque no fuera ese el caso, tampoco creo que un niñatillo como tú le hiciera tilín. Hay gente más interesante en el mundo.
—¿Estás insinuando acaso que no soy un tío interesante? —Arruga la nariz.
—Veo que lo vas captando —le contesto con una sonrisa diabólica.
—¿Y en serio tu amiga es lesbiana? ¿Y se besa con otras tías y…?
—¡Eh, eh! —Levanto la mano y casi se la planto en la nariz—. Sé lo que estás pensando y lo que vas a decir. Ahórratelo, que no quiero tener pesadillas.
Cuando regresamos a casa descubro en mi dormitorio un colchón en el suelo. Eso sí, perfectamente arreglado. Idea de mi madre, seguro. A Javi no le ha dado la gana de irse a dormir a casa de un amigo, por lo que habíamos pensado que Begoña se acostara conmigo, en mi cama. En ese momento mi madre se asoma a la habitación.
—¿Qué te parece? Me lo ha prestado Lolín, la vecina. Así podréis dormir más cómodas —me anuncia con una sonrisa de oreja a oreja. Le devuelvo una nerviosa. Por Dios, esto de verdad parece una fiesta de pijamas. Espero que no se le haya pasado por la cabeza comprarnos unos conjuntos rosas de Hello Kitty, porque la creo capaz.
Una hora después me llega otro mensaje. Begoña ya ha aparcado. Me asomo a la ventana y la descubro ahí abajo lidiando con una maletorra casi tan grande como las que me traje yo. Tal para cual. Teníamos que ser amigas. ¿Qué llevará ahí, si solo se quedará dos días?
Javi se empeña en bajar conmigo para ayudar a mi amiga, como si nosotras solas no nos bastáramos. Lo que quiere es dárselas de caballero andante.
—Pero ¿tú no estás medio liado con una? —le pregunto de manera mordaz.
—Solo quiero ser amable con Bego.
—No la llames así porque entonces tus posibilidades con ella pasarán a ser de menos cien —le digo con sorna.
Nada más vernos, Begoña alza un brazo y nos saluda toda efusiva. Conchi, que ya está abriendo la pollería, se nos queda mirando. Ahora solo falta que la gente piense que es mi pareja. Aunque, bueno, realmente tendría que darme igual. Este pueblo ya no es mi hogar.
Begoña me abraza y me da dos besos, y luego dirige sus enormes ojos hacia Javi. Mi pobre hermano se queda alelado ante la majestuosidad de los rizos negros de mi amiga.
—Tú debes de ser el hermano de Blanca —dice, y lo saluda con dos besazos que Javi recibe bien gustoso—. La verdad es que os parecéis bastante —observa.
Javi y yo nos miramos y después la miramos a ella como si estuviera loca. Antes de entrar al portal, saludo a Conchi, quien me devuelve una sonrisa. Mientras esperamos el ascensor, bromeo sobre la maleta de Begoña.
—¿Traes ahí un muerto o qué?
—A ver, que yo no sé qué ponerme aquí. Me he traído unos cuantos trapitos para que me ayudes a elegir.
Javi, con lo parlanchín que es, se ha quedado mudo y no aparta la vista de Begoña. No tiene una cara guapísima, ni unas medidas perfectas; es más, posee un buen pandero como yo, pero ni falta que le hace. Begoña es de esas mujeres que tienen un atractivo personal, que derrochan sensualidad y al mismo tiempo elegancia, y todo ello con cualquier ropa que se ponga.
Mi madre se comporta como una maravillosa anfitriona. Abraza a Begoña, le da dos besos, le hace un tour por todo el piso, le presenta a mi padre, quien se queda tan estupefacto como mi hermano, pero al menos él sabe disimular, y por último la guía hasta mi dormitorio como si fuera un santuario. Mi madre se va de la habitación, pero Javi se queda plantado en el umbral con las manos en los bolsillos. Le hago un gesto impaciente.
—¿Tú no tienes que irte a trabajar? —le recuerdo.
—Eso. ¿Cómo te va en la pizzería? ¿Te gusta? —le pregunta Begoña.
A mi hermano se le ilumina la cara.
—¿Sabes dónde trabajo?
—Claro, hombre. Tu hermana me lo contó.
—¿Habláis de mí? ¿Y te acuerdas de lo que te cuenta?
—Pues… sí. —Begoña arquea una ceja. Seguro que ya estará preguntándose si a mi hermano le falta algún tornillo o si se dio un golpe al nacer.
—Ten presente que somos abogadas, hermanito. Nuestra memoria es perfecta. —Me acerco a la puerta y sacudo la mano para echarlo—. Venga, y ahora vete al curro, que vas a llegar tarde.
Una vez que se ha marchado, Begoña y yo tenemos que jugar al tetris para colocar la maleta en el dormitorio. Entre que es enorme y que hay un colchón en el suelo, apenas hay espacio.
—Pues digas lo que digas, tu hermano no parece tan mal chico —comenta mientras me enseña toda la ropa que se ha traído.
—Mal chico no es. Tocapelotas, bastante.
—Pues como casi todos los hermanos pequeños, ¿no? Pero al final resultan ser unos cielos.
Al cabo de un rato mi madre vuelve a la habitación para preguntarnos si vamos a cenar en casa o fuera. Nos decidimos por lo segundo. Ya que Begoña ha venido hasta aquí, tendré que enseñarle el pueblo.
—Y luego me sacas de parranda.
—Eso sí que no —me niego.
—¿Estás insinuando que me negarás la diversión? —Me mira con los ojos muy abiertos.
—Tampoco es que haya ningún lugar para irte de fiestorro. Este pueblo es aburrido.
—¡Venga ya! Seguro que hay alguna discoteca. No es tan pequeño —dice mientras se observa en el espejo para decantarse por un vestido u otro—. Me lo pintaste de una forma que no tiene nada que ver con lo que es en realidad.
—Reconozco que en estos diez años ha crecido bastante. También será que yo tengo otra visión de él. Para mí era como una cárcel. —Me encojo de hombros y me pongo a rebuscar en mis cajones—. Pero ya te digo que discotecas no hay. Pubes sí.
—¡Pues me llevas a uno! —exclama encantada.
—Ni hablar. No me gustan nada. Ni el ambiente ni la gente que va.
—Blanca, ese aire monjil no te pega. Si en Valencia te pasas los findes de pista en pista…
—Es diferente. Aquí siempre ves a los mismos, y la música es horrible.
—Lo que te pasa es que no quieres cruzarte con esas zorrupias.
—No digas tonterías. Que sepas que el otro día ya las vi y me quedé tan ancha.
—Pues hoy lo mismo. Se supone que has venido a tu pueblo para enfrentarte a tus miedos. —Se queda pensativa unos instantes—. Ha sonado muy trascendente, ¿no?
Terminamos de arreglarnos medio discutiendo sobre si al final iremos de fiesta o no. Esa fue una de las razones por las que nunca compartimos apartamento. Durante nuestra etapa universitaria, Begoña tuvo unos compañeros y yo otros. Siempre pensamos que quizá vivir juntas estropearía nuestra amistad. Tonterías de jovenzuelas alocadas, supongo. Podría haber sido algo bonito. Ahora cada una tiene su piso, claro está, pero hemos pasado días juntas en nuestras respectivas casas y ha ido bien.
Mi madre se asoma para echarnos un vistazo antes de que nos marchemos. Alaba el bonito vestido de Begoña, uno de color verde oscuro que le llega a medio muslo, y pone cara de sufrimiento al ver los taconazos que lleva. Yo me he decantado por unas sandalias de cuña mucho más cómodas y un vestido veraniego hasta los tobillos con la espalda abierta. Me chifla. Nos pide que nos divirtamos mucho y poco le falta para decirnos que volvamos a casa a las doce.
—¿Ahora entiendes por qué estoy tan a gusto en Valencia? —comento a Bego en cuanto nos metemos en el ascensor.
—Venga ya. Tener el cariño de tus padres es fundamental, en especial el de tu madre. Lo que daría yo por que la mía fuera como la tuya.
Se me borra la sonrisa. A veces puedo ser una metepatas. No debería haberme quejado de mi familia porque realmente no tengo motivos. Y mucho menos delante de Begoña, que sí los tiene. Desde que al terminar la facultad confesó a sus padres que le gustaban las mujeres, la relación con ellos no ha sido la misma. De la noche a la mañana su madre, una mujer bastante amable, todo hay que decirlo, cambió su actitud y ahora la trata con frialdad y, en ocasiones, incluso de manera irrespetuosa. Su padre no es tan cerrado de mente, pero se comporta como un calzonazos, para qué mentir. Puedo llegar a entender que en el mundo en que ellos se mueven —tienen bastante dinero, son muy creyentes y se relacionan con gente con pensamientos anticuados— sea difícil recibir una noticia así. Pero, joder, ¡que es su hija! Y Begoña es ejemplar. Inteligente, cariñosa, buena, servicial. Ojalá algún día esa mujer abra los ojos y vuelva a comportarse con ella como antes.
Por suerte, mi amiga, que es también una persona muy fuerte y asesta los golpes con templanza, continúa sonriendo a pesar de mi desafortunado comentario y me agarra del brazo para salir a la calle.
—Bueno, ¿y adónde vas a llevarme a cenar?
—Al bar donde hacen los mejores bocadillos de toda la faz de la tierra —le anuncio orgullosa.
—¡Bocadillos! ¡Qué prestigio, cariño! —Se echa a reír.
Puede burlarse todo lo que quiera, pero en cuanto pruebe la comida de ese bar tendrá un orgasmo. En los cumpleaños de la familia, siempre acudíamos allí. Y cuando Adrián y yo nos quedábamos estudiando hasta tarde, su madre nos compraba en él unas patatas bravas y…
—¡Vaya por Dios! —exclamo enfadada.
Begoña se detiene y me mira con cara de póquer.
—¿Qué pasa? ¿Te has dejado las bragas en casa o qué? No te preocupes, yo tampoco llevo —bromea con una sonrisa maligna.
Niego con la cabeza. Paso de explicarle que he soltado ese grito porque he pensado en Adrián. No volveré a hacerlo. Tres, dos, uno… Ya no estoy pensando en él. ¡Eh, no! ¡Sí lo estoy haciendo!
Agarro a Begoña de la mano para ayudarla a caminar. La pobre anda como si llevara unos zancos de circo. Afortunadamente no se le tuerce un tobillo ni acabamos las dos con la cara pegada al suelo.
Cuando llegamos ya hay unas cuantas mesas ocupadas, sobre todo por jóvenes, ya que aquí la cerveza es muy barata y puedes acompañarla con tapas. No reconozco a ninguno de los presentes, aunque sí al dueño, por supuesto. Ramón me abraza, me da sus viejas palmadas en la mejilla y me repite una y otra vez que estoy muy mayor. Como si fuera una niña, joder.
—Pero ¡¿cómo puede ser todo tan barato?! —chilla Begoña una vez que hemos ocupado una mesa y estamos estudiando la carta.
—Hay mundo más allá del que tú visitas —me mofo.
A Begoña le encanta ir a restaurantes caros, con ese tipo de comida que parece estar hecha para gnomos. Tengo que reconocer que en la capital yo también frecuento lugares con precios mucho más elevados que este.
Pedimos un par de tapas y un bocadillo para cada una. Begoña hace un gesto de placer cuando prueba las patatas bravas y el bocata.
—Esto está de muerte. Voy a tener que venir más a tu pueblo —me dice con una sonrisa traviesa.
Al terminar no logro convencerla para ir a una heladería.
—Lo que quiero es un copazo en el que casi pueda nadar.
—No voy a llevarte a los pubes. —Me cruzo de brazos.
Sin embargo, acaba por persuadirme y la guío hasta uno de los bares de copas a los que va más gente. El Dromedario Rojo. No he puesto aún un pie en el escalón cuando veo unas figuras familiares. Cómo no, las buitronas. De adolescentes ya se pasaban por aquí, siempre se jactaban en clase de que las dejaban entrar a todos los sitios a pesar de su edad. Y una de ellas hasta se ha traído al bebé en el cochecito. Begoña enseguida entiende lo que sucede por la cara de estreñida que pongo, pero me sujeta del brazo con fuerza y tira de mí.
—Vamos, mueve el culo. Que vean de lo que eres capaz.
Con ella me siento más protegida. Pasamos por delante de la mesa de las buitronas, que han acudido con novio o marido incluido, con nuestro mejor porte. Con el rabillo del ojo veo que Sonia no las acompaña. Mantengo la cabeza bien alta, sin mirarlas, aunque puedo notar sus miradas clavadas en nosotras. Me rodea con los brazos en cuanto pedimos; Begoña un gin-tonic y yo una cerveza, que no quiero acabar por los suelos, o en otro lugar, como la fatídica noche.
—¡Qué orgullosa estoy de ti! Esas giliputienses se mueren de la envidia. —Me acaricia la mejilla.
—Si me tratas así, pensarán que somos lesbianas —le digo medio en broma, medio en serio.
—Bueno, amor, en esta mesa el cincuenta por cierto lo es. —Me guiña el ojo y luego me estampa un beso cerca de la comisura de los labios. Ella es así. Jamás ha intentado nada conmigo ni ha dado señales de que yo le interesara como mujer, pero es muy cariñosa.
Me fijo en que las buitronas hablan entre ellas mirándonos con disimulo. Puedo imaginar lo que estarán diciendo. Nada bueno, seguro. De repente, una presencia se cierne sobre nosotras. Creo que es el camarero, pero cuando alzo la vista me topo con la persona que durante unos cuantos años, que a mí me parecieron toda una vida, me martirizó y me humilló, y que, en parte, fue la culpable de lo que sucedió con… ¡Brrr! ¡Fuera de mi cabeza, bicho!
—¡Qué sorpresa, Blanca! —saluda con una sonrisa que a mí se me antoja falsísima—. Cuánto tiempo hace desde que nos vimos por última vez.
—En concreto once años —respondo devolviéndole la sonrisa—. ¿Cómo estás?
Me encantaría arrojarle la cerveza en su cara horrorosamente maquillada, pero me contengo. Como dice mi madre, diez años son suficientes para superar las rencillas, ¿no? Y soy una dama.
—Pues muy bien. Aquí seguimos, en el pueblo. ¿Y tú dónde vives? —me pregunta con esa voz de pito que siempre me ha sacado de quicio.
Sonia es guapa, para qué engañarnos. Y continúa teniendo un buen cuerpo. Y también sigue vistiendo como si tuviera dieciséis años.
—En Valencia.
—¡Vaya! ¡Qué bien! ¿No?
Asiento con la cabeza. Esta situación me parece surrealista. La verdad es que no entiendo por qué está hablándome como si no hubiera sucedido nada entre nosotras. ¿Qué le pasa a la gente de este pueblo? Tienen una enfermedad muy contagiosa: se llama falsedad. Me muero por soltarle: «Me insultaste, me humillaste e incluso me golpeaste durante mi adolescencia. ¿Es que se te ha olvidado?».
—Tú no eres del pueblo, ¿verdad? —pregunta a Begoña.
—De Valencia. Una amiga suya.
—Yo soy Sonia. Encantada. Blanca y yo estudiábamos juntas en el instituto.
—Sí, lo sé. —Begoña le sonríe, pero no de manera amistosa, sino como advirtiéndole: «Sé que te comportaste como una perra con mi amiga».
Sonia se toquetea el pelo y luego dice:
—Blanca, ¿por qué no vienes a saludar a las demás? Tienen ganas de verte.
Mentirosa. Lo que quieren es escrutarme de cerca para sacarme todos los defectos posibles y así después hablar de ellos durante dos o tres cenas grupales. Como no atino a contestar, Begoña me da una patada.
—Sí, claro. Me termino la cerveza y voy.
Sonia sonríe otra vez con los labios apretados y se va hacia la mesa en la que están las otras. En cuanto se sienta, se ponen a cuchichear.
—Cariño, a lo mejor desean disculparse contigo —me dice Begoña.
—No puedo creerme que seas tan inocente.
—En serio, ¿quién sabe? Las personas cambian.
La miro con recelo.
—Esas no.
—¿Te acompaño?
—Como quieras. —Sin contestar, ya está tirándome del brazo. Por poco me caigo al suelo.
Un viejo recuerdo cruza mi mente al ver todas esas caras que nos esperan. Yo caminando por el pasillo del instituto, acechada por unas hienas de dieciséis años que sonreían casi como ahora. Un empujón repentino que me empotró contra la pared y me rompió uno de los cristales de las gafas. Tuve que mentir a mi madre diciéndole que me había caído en la clase de gimnasia.
Sin embargo, al plantarnos ante el grupo tan solo recibimos holas por parte de ellas y miradas nada disimuladas de ellos. Uno de los tíos, el típico chulo de gimnasio cuyos músculos son más grandes que su cabeza, se come con los ojos a Begoña.
—Le comentaba a Blanca que qué bien que esté por aquí. —Sonia se vuelve hacia mí con su sonrisa postiza—. Mira, Tamara ha tenido un hijo. —Señala al bebé del cochecito, que está dormido. La madre, que era la que más lamía el culo a Sonia, nos mira con desaprobación, como si no le hiciera gracia que estemos aquí. Ni a mí, bonita, ni a mí. Quizá el que mira a Begoña cual lobo hambriento sea su novio o marido.
—Es precioso —digo observando al bebé.
En ese momento mi amiga, a la que le encantan los críos, se arrima un poco más al cochecito para observar mejor al niño. Y lo que sucede me cabrea, y mucho. Tamara se levanta repentinamente y espeta:
—Nosotros nos vamos.
El musculado también abandona su silla (no me equivocaba yo) y las otras buitronas los imitan. Vaya, siguen actuando como clones. Dios, son una puta secta. Sonia se encoge de hombros y se da la vuelta para acompañarlas. ¿Qué pasa? ¿Ahora es Tamara la líder o qué? Begoña está mirándome con cara de circunstancias.
—¿Qué ha sido eso? —me pregunta.
—Ya te he dicho que estas no cambian…
No he terminado la frase cuando oigo algo que me deja muerta. Algo como: «Eso se contagia». Y, de inmediato, entiendo lo que ha querido decir.
Begoña parece darse cuenta de lo mal que me ha sentado. La verdad es que ahora mismo tengo ganas de soltar un bofetón a esa chica que se cree superior. Y por supuesto, parte de este enfado es por la falta de respeto hacia mi amiga, pero también es por mí. Porque están acudiendo a mi cabeza todas las burradas que me hicieron, el daño que me provocaron física y mentalmente. Lograron que creyera todo lo malo que contaban de mí.
Nada ha cambiado aquí. Y si ahora guardo silencio, tampoco lo habría hecho yo. Lo que más deseo es abandonar para siempre a aquella Blanca que fingía ser fuerte y que, en realidad, dejó todo atrás y evolucionó por no darse de bruces con la verdad. Tengo la oportunidad de hacerlo bien —aunque no sé si lo lograré con el mosqueo que he pillado—, y no solo por mí, sino por todos los que alguna vez han sufrido lo que yo: el desprecio por ser considerados diferentes.
Doy un paso hacia delante y enseguida Begoña me retiene por un brazo. Me vuelvo hacia ella y veo que niega con la cabeza con gesto preocupado.
—¿Es que no has oído lo que han dicho?
—Da igual. Me ha pasado en otras ocasiones, y no será la última. Y he oído cosas más fuertes.
Chasco la lengua y me suelto de Begoña. Estoy decidida. No sé qué sucederá, pero por primera vez voy a plantar cara a estas personas. He tardado diez años, lo sé; sin embargo, más vale tarde que nunca.
—Oye, Tamara —la llamo. El grupito se da la vuelta. Me observan con curiosidad—. Te olvidas de algo.
—¿De qué? —pregunta buscando en la mesa con la mirada.
—De tu inteligencia.
Se hace el silencio. Me contemplan atónitos, como si lo que he dicho fuera sorprendente. Esto en realidad parece una estúpida e infantil pelea, pero con el cabreo es lo único que se me ha ocurrido. Nos observamos con recelo y Begoña se coloca a mi lado.
—¿Me estás llamando tonta? —Tamara da un paso hacia mí, abandonando el cochecito.
—Eso creo. —Asiento con la cabeza.
De nuevo el silencio. Begoña me da un golpe en el costado, pero hago caso omiso. Estoy eufórica.
—¿Estás llamando tonta a mi mujer? —El «mazao» se acerca a mí. Ha alzado la voz y me doy cuenta de que algunos clientes nos miran con curiosidad.
—¿Cuántas veces he de repetirlo? ¿También sois sordos?
—Blanca, cállate, que hoy no estás borracha. Vámonos —me susurra Begoña cogiéndome del brazo.
—Quiero que pidas perdón a mi amiga por lo que has dicho —me dirijo a Tamara.
—Oye, tía, yo no he dicho nada. Háztelo mirar.
Sonia, que antes me había saludado tan simpática ella, ahora me observa con cara de asco.
—Sé perfectamente lo que he oído. Lo que no sé es quién te crees que eres para faltarle al respeto de esa forma.
El marido da otro paso con aspecto amenazante. Ay Dios, Blanca, ¿es que ahora piensas que eres superwoman, la heroína que salva a los que sufren bullying?
—Eres tú quien está insultándonos —gruñe el tío.
—¿En serio? Yo creo que tú no sabes de la misa la mitad, ni de lo que hicieron estas chicas. Sí, tu mujer también. Aunque, ¿qué más da? Viéndote ya me imagino que serías igual.
—¡Te estás pasando! No me toques la moral, Blanca —se inmiscuye Sonia, dejándome aturdida—. Te hemos saludado con nuestra mejor voluntad, ¿y ahora vas de chulita? Han pasado diez años de aquello. ¡Éramos unas crías! No hicimos nada malo.
Se me abre la boca, atónita. No puedo creer que de verdad piense así. Suelto un suspiro medio indignado medio jocoso, con lo que solo consigo que el marido de Tamara cierre la mano en un puño. Begoña me aprieta el brazo con fuerza. Vale. Ahora es cuando nos llevamos una leche… O yo, porque mi amiga no ha hecho nada. Y lo más probable es que la gente de aquí no mueva un dedo para ayudar por no meterse en líos.
—¿Que no hicisteis nada malo? Parece ser que se te ha olvidado que una vez me rompisteis las gafas. Que un día trajisteis a clase sujetadores y los dejasteis sobre mi mesa burlándoos porque no tenía pechos, como vosotras. Que convencíais a los chicos para que me propusieran sexo a cambio de pagarles porque, según vosotras, no podía conseguirlo de otra forma. Que una mañana que llovía a mares intentasteis hacerme tragar tierra mojada. Y menos mal que no lo lograsteis gracias a que llegó el profesor de gimnasia. Y que otra me disteis tal paliza que por poco me dejáis sin nariz y que durante días me dolió todo el cuerpo. Me pegasteis en muchas ocasiones más —suelto atropelladamente. Begoña deja escapar una exclamación. Conoce parte de las humillaciones, pero no las más fuertes—. Me hicisteis creer que no valía nada, que no merecía tener a nadie a mi lado, que era un bicho raro. Parte de la culpa fue mía, por esconderme tanto tiempo. Pero dejad que os diga una cosa… —Cojo aire y paseo la mirada por cada una de ellas—. Erais vosotras las ridículas, las que atacaban a los demás porque se sentían inferiores o celosas. En ese momento no me di cuenta, pero luego sentí mucha pena por vosotras. Porque necesitabais infundir miedo en otros para sentiros completas.
Sonia y el resto me observan con los ojos muy abiertos. Una de sus amiguitas hasta tiene la cara púrpura. Begoña se lleva los puños a las caderas en señal de apoyo hacia mí.
—Y después de lo que acabo de presenciar, sigo sintiendo mucha lástima, en serio.
Trago saliva. Dios, qué a gusto me he quedado. Estaba harta de callar. Esbozo una sonrisa orgullosa. Y entonces Sonia grita y de repente la tengo sobre mí tirándome del pelo. Alzo la mano para darle una bofetada y apartarla, pero me contengo. Eso sería ponerme a su altura. Chillidos e insultos retumban en mi cabeza y, a pesar de todo, estoy contenta porque les he dicho lo que necesitaba.
—¡Suéltala! —exclama Begoña a mi lado.
Ya verás que al final regreso a casa con un ojo morado como en mis años de juventud.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —Oigo entonces.