10

 

 

 

 

13 años antes

 

Había pasado por muchas fases desde que empezó a sufrir bullying. De más pequeña le atemorizaba mirar a los ojos a los demás, incluso a sus padres. Siempre había sido una niña seria, pero la tristeza le resultaba insufrible con el paso del tiempo. Con catorce años decidió dejar de comer para adelgazar; no soportaba que la llamaran gorda. Le dolía a menudo el estómago, sufría náuseas y jaquecas. Durante unos meses sintió que el mundo caía sobre ella. Fue lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que eso podía desembocar en anorexia y, como no quería dar a sus agresores esa satisfacción, logró reponerse. El problema era que después llegó la ansiedad y con ella las ganas de comer a todas horas. También en esa época su rendimiento académico descendió en picado. Faltaba a clase aludiendo encontrarse mal; cuando su madre se olía algo, iba hasta la verja, pero luego no entraba en el instituto. Y a mitad de trimestre comprendió que esa era otra forma de caer en el juego de los acosadores. Descubrió que pasarse las tardes con la nariz entre los libros o haciendo trabajos la ayudaba a evadirse, y no se lo pensó ni un instante.

Su madre en ocasiones la regañaba por machacarse tanto en los estudios y le repetía que tenía quince años y todo el tiempo del mundo para ser feliz. Sin embargo, no lo era. Cada día le costaba más sonreír. Levantarse de la cama por las mañanas era un suplicio para ella. Acudir al instituto, una terrible pesadilla. A veces le rondaban la cabeza pensamientos horribles, ideas oscuras que se obligaba a apartar cuanto antes. Ella era Blanca y, por mucho que sintiera que estaba rota por dentro, no iba a mostrárselo a nadie. Ni siquiera a su familia porque, al fin y al cabo, su padre ya tenía bastante con luchar contra su enfermedad nerviosa, su madre ya contaba con suficientes preocupaciones para sacar adelante la casa y su hermano era un niño. Se dijo que era ya mayor para aguantar todo aquello sola.

Esa mañana llegó a clase más temprano de lo habitual. Apretaba con fuerza contra el pecho su trabajo de literatura sobre Garcilaso de la Vega. Le había costado muchas noches en vela, numerosas idas y venidas a la biblioteca con tal de encontrar más información y un montón de nervios. Como era muy exigente y, además, su autoestima estaba por los suelos, le preocupaba que no fuera bueno, de manera que había decidido enseñárselo a la profesora para que le diera su aprobación.

Esperó en su mesa con la cabeza gacha y el cabello desgreñado mientras el resto de la clase llegaba. Cuando las chicas que más la acosaban entraron, todo su cuerpo se tensó. Notó sus miradas fijas en ella y las oyó soltar comentarios burlescos. No había día que no acudieran a clase con algún insulto o mofa. Un par de chicos se rieron y le lanzaron unas bolitas de papel. Uno se envalentonó y le tiró una tiza que le dio en un hombro, dejando en su camiseta un rastro de polvo blanco. Respiró hondo y se obligó a mantener la calma. Por suerte, la profesora entró en ese instante y todos fueron callando.

Tenía la intención de esperar hasta el final de la clase y enseñarle el trabajo cuando estuvieran a solas. Sin embargo, mientras analizaban sintácticamente unas frases, la mujer pasó por su mesa y reparó en él. No había caído en guardarlo. Sin decir nada, la profesora lo cogió y le echó un vistazo. Blanca empezó a ponerse nerviosa. Rogó para que no dijera nada, pero al parecer la suerte no estaba de su parte esa mañana.

—¿Este es el trabajo que tenéis que entregarme la semana que viene?

Blanca asintió, poniéndose colorada. Un par de compañeros alzó la cabeza para mirarla. Una de las cosas que más odiaba era ser el centro de atención.

—Por lo poco que he visto, me parece estupendo. Quizá sea un trabajo de diez. Sigue así, Blanca.

A pesar de la vergüenza, una chispa de orgullo se iluminó en su interior, pero las miradas de desprecio de esas chicas tan horribles se la apagaron de golpe. Agachó la cabeza de nuevo cuando la profesora regresó a su mesa, pero la mecha ya había prendido.

Se pasó el recreo en la biblioteca, como de costumbre. Allí siempre había un profesor de guardia y se sentía protegida. Volvió al aula cinco minutos antes para no encontrarse con nadie. El resto de la mañana transcurrió sin ningún sobresalto y, dado que era viernes, antes de que sonara el timbre muchos ya estaban recogiendo. Blanca se apresuró a hacer lo mismo y salió a toda prisa. Un extraño presentimiento le atenazaba el pecho. Mientras bajaba por la escalera abarrotada de estudiantes, reparó en que necesitaba ir al baño. No podría aguantar hasta llegar a su casa. Se echó el pelo por delante de la cara y se dirigió a los aseos. Estaban llenos, pero todas las chicas pertenecían a cursos inferiores o superiores. Hizo cola con impaciencia, pues cada vez las ganas la apremiaban más, hasta que al fin llegó su turno.

Se demoró más de lo previsto y al terminar se dio cuenta de que los baños habían quedado vacíos. Mientras se limpiaba, oyó unas voces justo en la puerta.

—Que sí, que te digo que la he visto entrar. Estará todavía ahí.

El estómago se le encogió. Esa era la voz de una de las chicas que tanto la torturaban con sus humillaciones y sus golpes. La estaban buscando. Unos pasos y murmullos la avisaron de que habían entrado en los aseos, de manera que se apresuró a terminar de limpiarse y tan solo se le ocurrió subirse a la taza del retrete para que no repararan en sus pies. Las manos empezaron a sudarle, uno de los primeros síntomas del miedo. Trató de controlar la respiración.

—No está. Se ha ido ya. ¡Mira que eres tonta! ¿No te he dicho que vigilaras bien?

—Ese baño está cerrado.

Blanca se mordió el labio inferior rogando en silencio que no probaran a abrir la puerta. Los segundos se le hicieron eternos hasta que la voz de Sonia, la que dominaba a todas, ordenó:

—Venga, vayámonos. Esta tarde he quedado con Jesús y todavía tengo que plancharme el pelo.

Los pasos de las chicas se hicieron más lejanos poco a poco. Un minuto después se habían apagado. Aun así, Blanca permaneció un tiempo sobre el retrete. Nunca se podía estar segura del todo. Soltó el aire que había retenido y se llevó una mano al corazón. Qué deprisa latía el condenado. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta una rendija para comprobar a través del espejo de enfrente que los aseos se encontraban vacíos. Al no apreciar movimiento, no dudó en salir.

Y entonces todo ocurrió con mucha rapidez. Nada más abandonar el cubículo, unas sombras se abalanzaron sobre ella. Cuando quiso darse cuenta su cabeza impactaba contra la puerta provocándole un dolor sordo. Cerró los ojos y gimió y, en cuanto los abrió, se topó con las caras burlescas de tres chicas. Con el rabillo del ojo descubrió a Sonia, la líder, asomada al pasillo.

—No viene nadie —comentó segundos después. Y cerró.

El silencio inundó los servicios, tan solo roto por el palpitar del corazón de Blanca, que parecía a punto de explotarle en el pecho. Como tantas otras veces, el miedo mordió su cuerpo. Intentó evitar a las chicas, se revolvió cuando ellas la cogieron de nuevo y, al fin, se rindió. Cuatro contra una. Ni siquiera ella, a pesar de no ser una chica debilucha, era capaz de hacerlas frente.

—¿Ya has soltado toda la mierda que había dentro de ese culo gordo? —Sonia se acercó con una sonrisa de suficiencia. Blanca apartó la vista, pero solo le sirvió para llevarse un nuevo empujón—. Oye, guarra, cuando te hablo me miras, ¿entiendes?

Asintió al tiempo que alzaba el rostro. Los ojos le escocían, deseosos de echarse a llorar. ¿Qué se proponían? Siempre aparecían con alguna vejación nueva.

—Queríamos hablar contigo porque lo de hoy no nos ha gustado nada —prosiguió la rubia. Era más alta que Blanca. No más fuerte… Pero sí más malvada. Más valiente.

—¿A qué te… refieres? —tartamudeó ella.

—No te hagas la tonta. Has traído tu puto trabajo para restregárnoslo por la cara porque te crees mejor que nosotras.

—Sí. ¡Te consideras más lista! —se unió otra, espoleada por su líder.

Blanca negó con la cabeza. La boca se le había quedado tan seca que no podía articular palabra.

—No, yo no…

—¿Por qué no nos lo enseñas? Queremos ver si de verdad es tan bueno.

Miró a todas de manera alternativa. El corazón iba a estallarle a causa del pánico. Quería salir huyendo de allí, gritar, pero su voz, congelada en la garganta, no se lo permitía. Como consecuencia de su negativa, se llevó un tortazo de Sonia. Uno bien fuerte que hasta le volvió la cara. Abrió la boca, aturdida, y se frotó la mejilla que le ardía.

—¿Quieres otra hostia, gorda de mierda?

Encogió el cuerpo, muerta de miedo, y negó con la cabeza. Aquel golpe no había sido de los peores, pero tenía claro de lo que eran capaces esas chicas y no le apetecía regresar a casa con un nuevo moratón. Cogió el tirante de su mochila y se la deslizó hacia delante para sacar el trabajo. Las jóvenes no se lo permitieron: se la arrebataron y empezaron a sacar libros y cuadernos, que lanzaron por los aires entre risas. Blanca tragó saliva y se atrevió a mirar de reojo a Sonia, quien la observaba con un brillo orgulloso y despectivo en los ojos.

—Es este —anunció una, mostrando el trabajo a las demás.

Sonia se hizo con él y fingió que le echaba un vistazo. Con toda su rabia, arrancó una de las hojas. Y después otra, y otra más, hasta que Blanca, desesperada, gritó que se detuviera y su atacante soltó una carcajada.

—Pero si con lo lista que eres ¡puedes hacer muchos más! —Se detuvo unos segundos, pensativa—. ¿Lo quieres?

Blanca asintió, con las lágrimas a punto de desbordársele. Ese trabajo significaba mucho para ella.

—Pídemelo de manera educada.

—Por favor, devuélvemelo.

—No eres lo suficientemente educada. —La rubia dedicó una mirada a las demás, quienes se rieron por lo bajo—. Arrodíllate.

—¿Qué?

—Que te arrodilles y me pidas tu estúpido trabajo.

—Pero…

—¡Hazlo! —exclamó Sonia, y otra le tiró del brazo para que obedeciera.

Se agachó, aguantando todavía las lágrimas, con las rodillas temblando tanto que pensó que se caería. Las apoyó en el frío suelo. La vergüenza que sentía era casi peor que el terror.

—Ahora inclínate hacia delante, como si estuvieras rezando —le ordenó Sonia.

Como no lo hizo de inmediato, una de las chicas le propinó una patada en el culo. Con un gimoteo obedeció, hasta por poco rozar las baldosas con la nariz.

—Suplica, perra.

—Por favor, dame el trabajo. Por favor…

—Levántate. Das pena —le escupió Sonia con un tono horriblemente despectivo.

Blanca intentó incorporarse con dignidad, pero no lo logró. Sentía que con esa nueva humillación se rompía un poco más. Una vez de pie, su acosadora le tendió el trabajo y, cuando estaba a punto de cogerlo, lo echó hacia atrás.

—Dicen que últimamente andas mucho con Adrián.

—¿Qué? —Blanca parpadeó sin entender. ¿Qué pintaba él en todo eso?

—¿Por qué una mierda como tú se atreve siquiera a mirarlo?

Blanca ardió en deseos de gritarle, de golpearla, de sacar fuerzas de donde no las tenía y acabar con ese calvario de una vez por todas. Ya le daba igual terminar en el hospital. Sin embargo, sus músculos parecían opinar lo contrario porque no le permitían realizar ningún movimiento.

—Me cabrea que vayas con él.

—Solo es que su madre y la mía son amigas…

—¿Qué pasa? ¿Acaso te pone? ¿Te gustaría que te besara? —Se rio y las otras tres chicas se le unieron. Se acercó a Blanca, hasta que sus narices casi se rozaron—. Pues sigue soñando, porque una marginada gorda y fea como tú nunca podrá estar con un chico como él.

Blanca trató de ladear la cabeza, pero las otras se lo impidieron. Los ojos de Sonia se entrecerraron, dominados por el placer de convertir a otros en sumisos.

—Tíralo —dijo a una de sus amigas al tiempo que le tendía el trabajo.

En ese momento Blanca no comprendió qué se proponían, pero cuando vio que abrían la puerta del retrete algo en ella se reveló. Se removió, dio patadas y murmuró insultos. Una le tapó la boca y ella trató de morderla. Sonia le asestó un puñetazo en el estómago que la dejó sin respiración. Cayó hacia delante, sudorosa y rendida. La obligaron a volver la cara para que observara mientras su trabajo se empapaba en el inodoro.

—Eso te enseñará a no ser tan lista —masculló Sonia.

Blanca cerró los ojos y los apretó con fuerza, ansiando que todo acabara. Estaba tan cansada… Sentía que no tenía nada más que perder si no era ya la propia vida, así que se atrevió a susurrar:

—Puede que yo a Adrián no le guste nunca, pero las putas como tú tampoco.

No le dio tiempo a añadir nada más porque Sonia la tomó por la nuca y, de inmediato, su cabeza salió proyectada hacia delante. Su nariz chocó contra la puerta, y todas oyeron un ruido extraño. Notó un líquido caliente y pegajoso resbalando hacia sus labios. Se llevó las manos a la cara y entonces un nuevo golpe le dobló la espalda. El siguiente aterrizó en su trasero. Cayó al suelo hecha un ovillo, muerta de miedo. Una lluvia de patadas, insultos, puñetazos. No existía nada más que el dolor sordo que recorría todo su cuerpo, pero no lloró.

—¡Joder, tampoco os paséis! —oyó que exclamaba Sonia.

Segundos después la dejaron sola. Derrotada, dolorida, llena de vergüenza, asqueada de sí misma. Sus gafas habían volado hasta algún lugar del baño. Alzó un poco la cabeza para buscarlas. Reptó por el embaldosado hasta dar con ellas y se las puso. Un dolor horrible se expandió por su tabique nasal hasta sus ojos, que finalmente soltaron un par de lágrimas. Le costó un mundo levantarse. Le dolían partes de su anatomía que ni siquiera sabía que tenía. Se asomó al inodoro y observó en silencio su trabajo echado a perder. Metió la mano y lo cogió.

Se miró en el espejo y un pinchazo laceró su corazón. La nariz le sangraba. Al final, rompió a llorar. Se quedó un buen rato apoyada en el lavamanos, con una mano en la parte baja de la espalda y otra ocultando su nariz. Cuando logró serenarse un poco se dirigió a la puerta y la abrió con cuidado. Por suerte, no había nadie en el pasillo. No deseaba que la vieran así. En esos instantes se sentía tan humillada, tan nula, que no pensó en que aquello podría servirle para atacar a esas chicas. Pero tenía miedo. Miedo de que continuaran sin hacerle caso, de que los profesores pasaran de ella, de que nadie la ayudara y, lo peor, de que Sonia y las demás se enteraran de que se había chivado e hicieran algo mucho peor.

Se limpió la sangre seca de la nariz y de los labios. Por suerte, la hemorragia se había detenido. Se deslizó por los pasillos como una sombra, tapándose la cara con una mano y con la otra aferrando el trabajo mojado contra su pecho. Una vez en la calle, el sol la deslumbró. Maldijo su horrible vida y también a ella misma. ¿Cómo iba a ocultar a su madre el moratón que le saldría en la nariz?

En ese momento oyó un alborozo y, al darse la vuelta, descubrió que un grupito de chicos se acercaba. Se trataba de Adrián y algunos de sus amigos. La vergüenza se apoderó de ella y, antes de que pudiera descubrirla, se marchó corriendo tan rápidamente como le permitía el dolor. Uno que sentía con más intensidad en su alma y en su corazón.