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Estos zapatos están matándome —gimotea Begoña mientras, apoyada en mi hombro, se inclina para masajearse los pies. Su peso me desequilibra y a punto estamos de caernos.

Un grupo de jovenzuelas que también llevan taconazos y pasan por delante de nosotras sueltan una carcajada. Mi amiga se incorpora y les lanza una de sus miradas de perraca.

—¿Os pasa algo, nenas? Primero dejad que se os caigan los dientes de leche y luego me contáis.

Las chicas ponen mala cara y se alejan calle abajo maldiciendo por lo bajini.

—Un día conseguirás que nos tiren de los pelos —le digo a Begoña.

—Ellas acabarían con las extensiones por el suelo —responde con aire divertido.

La misma noche en que salí de la consulta de la psicóloga, llamé a Begoña y le rogué que fuéramos de fiesta este fin de semana. Ella ya tenía planes con unos amigos, pero me convenció para que me uniera a ellos, insistiendo en que eran muy simpáticos.

—¿Cómo me ves el peinado? ¿Lo llevo bien? —Se toquetea los bucles de su melena morena que le han hecho en la peluquería. Aunque tan solo sea para ir a cenar, Begoña se arregla como si asistiera a un bodorrio o a un acontecimiento importante.

—Estás perfecta —le aseguro observando su atuendo.

Lleva un vestido negro de lo más bonito y elegante. Ese color le sienta genial desde siempre. Imagino que se ha puesto un sujetador push-up, pues parece que sus pechos vayan a estallarle de un momento a otro contra la tela. Por mi parte, he optado por una falda de color salmón hasta la mitad del muslo y una blusa blanca. Me he dejado el cabello suelto y he tratado de arreglármelo lo mejor posible, pero es indomable, aunque esté corto. El otro día me apliqué el tinte, uno caoba, ya que en mi opinión mi pelo castaño natural se asemeja más al color que tiene la caca de perro.

—Entonces le hablaste a la loquera de tu estúpido amiguito —dice Begoña.

Bego no sabe nada de la verdadera historia. Únicamente le he contado algo de él, y de pasada, en un par de ocasiones. Y siempre usando adjetivos negativos, por supuesto. De todos modos, mi amiga es muy inteligente y supongo que piensa que estoy ocultándole muchas cosas. Sin embargo, tiene la facultad de callar cuando toca y de no hacer preguntas comprometidas. Es una de las cualidades que más aprecio de ella.

—En primer lugar, no es una loquera. Y en segundo, no me apetece charlar sobre eso —respondo poniendo morros.

—Ni falta que te va a hacer. Por ahí vienen. —Señala a dos chicos que se acercan a nosotras hablando entre sí.

Uno, sin lugar a dudas, es gay. Imagino que los conoce de hace poco porque nunca me ha comentado nada de ellos. Cuando llegan, me fijo en que el otro es un hombre bastante atractivo. Tiene los ojos verde oscuro, muy grandes, y unas pestañas larguísimas. Además del buen cuerpo que se gasta. Vamos, que es un bomboncete. Tras darles dos besos a cada uno, Begoña se vuelve hacia mí y me presenta.

—Chicos, esta es mi mejor amiga, Blanca. Él es Pedro. —Señala al chico que pienso que es gay y después al otro—. Y este es Hugo.

El primero me saluda con toda su efusividad, halaga mi cabello, mi ropa y también el color rojo putón del carmín con el que me he pintado los labios. El segundo se inclina para darme un beso en la mejilla, y su escasa barba me hace cosquillas. Su perfume flota hasta mi nariz, y sonrío para mis adentros. «Blanca… No empecemos», me digo.

—He reservado mesa en Miss Sushi —nos anuncia Begoña, y tanto Pedro como yo damos unas palmadas de ilusión. Me encanta ese restaurante. Es tan cuco, tan rosa, y la comida está tan buena…

El Miss Sushi de la plaza de Cánovas del Castillo se encuentra a unos cinco minutos tan solo de donde hemos quedado. Mientras caminamos hacia allí, Begoña se tuerce el mismo tobillo un par de veces y Pedro le grita que acabaremos la noche en urgencias.

Me doy cuenta de que Hugo me mira con una sonrisa.

—¿Tú también eres abogada?

—Sí. Aunque Begoña y yo no trabajamos en el mismo despacho. ¿Y tú?

—Soy arquitecto.

—¡Un partidazo! —exclama Begoña, que va del brazo de Pedro para no caerse de morros.

En ese instante el restaurante aparece ante nosotros. Uno de los camareros nos guía hasta nuestra mesa. Nos ha tocado una con sillones, y Begoña y yo nos apresuramos a ocuparlos como hienas lanzadas sobre su presa.

—Sí, eso… Las damas primero —se mofa el tal Hugo.

Me río… Muy coqueta.

Mi amiga y yo nos pedimos un cóctel —yo uno sin alcohol, por favor—, mientras que Pedro acaba rindiéndose y acepta uno también y Hugo se decanta por una cerveza. Durante un buen rato discutimos sobre lo que vamos a pedir. A Pedro el sushi muy simple no le agrada mucho, así que al final nos decidimos por un plato de delicias mix que lleva un poco de todo, unas japobravas y dos platos de Miss Dragón.

—¿Desde cuándo os conocéis Begoña y tú? —me pregunta Hugo cuando los otros dos se ponen a charlar sobre los mejores locales de ambiente de la ciudad.

—Desde el primer año de la facultad. ¿Y tú? ¿Cuándo y cómo la conociste? No me había hablado de vosotros.

—Me ayudó hace unas semanas en unos asuntos. Le dije que la invitaría a cenar —me explica él echándose hacia atrás para que la camarera pueda dejar la cerveza en la mesa.

Mi mirada se desliza, sin poder evitarlo, por el cuerpo que se adivina bajo su camisa. Está bueno, no vamos a mentirnos. Pero prometí a Emma que no me dejaría llevar por las primeras impresiones y que avanzaría en todo esto.

Mientras cenamos los cuatro charlamos de diversos temas. En realidad, son Pedro y Begoña los que llevan la voz cantante. Yo trago como si no hubiera un mañana; no puedo evitarlo, la comida me chifla y me desinhibo cuando voy a un restaurante porque entre semana como poquísimo. Hugo me observa todo el rato. Begoña me da un par de codazos en el costado, y al tercero un maki se me va por otro lado y me atraganto. Con la mirada le aseguro que, si continúa por ese camino, no acabará viva la noche.

—Y aparte de trabajar, que eso está muy bien, claro… ¿qué más haces? —me pregunta Hugo una vez que hemos salido del restaurante. Estamos buscando un bar en el que tomar unas copas. Bueno, yo no. Me tomaré un refresco, a pesar de estar muriéndome de la envidia.

—No mucho. Lo que más hago es currar porque… ya sabes eso que se cuenta de los abogados, ¿no?, que estamos casados con nuestra profesión. Pero me gusta. ¡Ah! Algunas mañanas salgo a correr.

—Ya se te nota. Estás en muy buena forma.

Le sonrío con coquetería, aunque sé que es solo el cumplido de un casanova. Durante un tiempo el peso me llevó de cabeza. Quería cambiar a toda costa. Menos mal que conseguí madurar y ahora aprecio mis curvas. Me sobran unos kilos y tengo muy poco pecho, pero tengo un buen culo al que agarrarse y unas bonitas piernas. Aunque quizá sean mis labios lo que más llame la atención. Y hasta Hugo se ha dado cuenta, porque se los está comiendo con los ojos.

—A mí me gusta ir al gimnasio también. No mucho, dos veces por semana porque no tengo tiempo. Y me encanta el cine.

—¿Sí? ¡Y a mí! ¿Cuál es la última peli que has visto?

Reservoir Dogs, de Tarantino. No es que sea nueva, pero me encanta…

Nos metemos de lleno en una conversación sobre ese director. Hugo es ingenioso, divertido, y me encantan sus dientes perfectos y la cara de pillo que pone cuando sonríe. Begoña está de lo más contenta al verme tan compenetrada con su amigo. Por suerte, no me ha pegado más codazos porque sabe que corre el riesgo de llevarse un empujón y acabar despatarrada en el suelo.

En el bar, Begoña y Pedro le dan al alcohol como si fuera alpiste. Por Dios, parecen desesperados. Una hora después yo continúo con mi Coca-Cola, ya sin gas, y Hugo se pide una segunda cerveza.

—Begoña tendría que haberme contado mucho antes que conocía a una mujer tan interesante como tú —me dice en un momento dado.

Vuelvo a dedicarle una sonrisa. Más que conocernos, más que charlar, estamos tonteando y no solo con palabras, sino también con miradas y con el cuerpo. Se nota que le gusto, y supongo que se ha dado cuenta de que estoy receptiva.

—¡Vámonos, pendones! —exclama Begoña un rato después.

—¿Adónde? —pregunto con curiosidad.

—A Deseo. ¿Dónde si no? —Mi amiga me lanza una mirada borrachuza.

Pongo los ojos en blanco. Deseo 54 es una de sus discotecas favoritas. No hace falta que diga que es un local de ambiente, ¿no? La música que ponen en la primera planta no es de mi agrado, pinchan electrónica, y en la segunda, reguetón, pop y esas cosillas. Sin embargo, la mayoría de las noches que salimos vamos allí, y termino perdiendo de vista a mi amiga para, una hora después, recibir mensajes suyos en los que me pide disculpas por haberse marchado con una tía.

Por el camino, Begoña hace movimientos de contorsionista y acaba por los suelos, aún colgada del brazo de Pedro como si se tratara de una liana y ella Jane abandonada por Tarzán. Nos reímos a gusto en su cara, cómo no, pero se lo toma a cachondeo y se queda unos segundos arrodillada en el suelo sin poder aguantarse la risa ella también.

—¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a ponerme estos tacones! —exclama una vez que la hemos ayudado a levantarse.

—Deberías haber elegido mejor, como tu amiga. —Pedro señala mis sandalias, que, aunque tienen plataforma, son bastante cómodas—. Con esas que tú llevas, Begoña, podrías competir con una drag-queen.

Deseo 54 está muy animado. Unos cuantos gogós bailan como posesos y la gente se agolpa en la barra en busca del elixir mágico para aguantar el resto de la noche. Al final, acabo cayendo y me pido un ron con Coca-Cola. Nada demasiado fuerte. Y solo uno. Esto no lo apuntaré en mi cuaderno. No soy alcohólica, así que no tengo por qué poner tanto cuidado en algo que no tiene más importancia, pero no quiero que Emma me dé la tabarra.

—¿Te gusta esta música? —me pregunta Hugo alzando la voz cuando ya nos han dado nuestras bebidas.

—¡No mucho, pero a lo largo de la noche te vas acostumbrando! —grito, acercándome a su oído.

Huele bien. No solo a colonia, sino también a hombre. A ese aroma que tanto me pone.

—Venga, aburridos, vamos a bailar. —Pedro nos coge de las manos a Begoña y a mí y nos guía hasta la pista.

Mi amiga es la mujer más seria del universo cuando está trabajando o cuando se trata de asuntos importantes. Hasta que la conocen, todos piensan que es una antipática. Sin embargo, cuando sale de fiesta se convierte en otra Begoña, una mucho más desinhibida y alocada. Y ahí está, dándolo todo en la pista junto a su amigo. Si no fuera porque a ella le encantan las mujeres y a él se le nota que le van los tíos, cualquiera pensaría que van a ponerse a fornicar delante de todos.

Hugo aprovecha y se acerca a mí, dispuesto a bailar. Le permito apoyar una mano en mi cintura y me muevo al ritmo de la música, gritando y levantando el brazo que tengo libre. Cuando quiero darme cuenta, tengo su nariz en mi cuello y doy un respingo. Se aparta sobresaltado, y trato de apaciguarme pasándole una mano por la nuca para que vuelva a acercarse.

—¿Te han dicho alguna vez que eres una mujer muy sexy? —me pregunta con su rostro cerca del mío.

—Unas cuantas… —contesto con una sonrisa pilla.

Se me pega un poco más. La mano que tenía en mi cintura se ha deslizado hasta mi cadera.

—Ya me lo imaginaba…

—Voy a salir a fumar. ¿Te vienes? —le propongo.

Asiente con la cabeza. Me doy la vuelta para avisar a los otros dos. Pero no veo a Pedro por ninguna parte, y mi amiga tiene la lengua metida en la boca de una tía. Se me escapa una carcajada. Hugo se acerca sin entender qué es lo que me pasa, así que le señalo a Begoña, quien no aparta los morros ni por un segundo de su ligue.

—Ella sí que sabe lo que es divertirse —bromea.

—Y yo, chato. Por algo somos amigas —respondo.

Hugo se muerde el labio inferior ante mi juguetón comentario. Lo cojo de la mano y nos perdemos por entre la multitud que llena la pista. Una vez fuera, suelto un suspiro.

—Aquí hace calor, pero es que ahí dentro parece que vaya a acabarse el aire —murmuro al tiempo que saco la cajetilla del bolso.

—¿Me das uno? —me pregunta Hugo.

—¿Tú también fumas?

—Solo cuando salgo por ahí. —Me dedica una sonrisa de lo más atractiva y me digo que le tengo ganas.

—Eres un fumador social, vamos. —Le entrego un cigarro y se lo enciendo.

Da una calada honda y me observa por entre la cortina de humo sin dejar de sonreír.

—¿Damos un paseo? —me ofrece.

Acepto, y nos alejamos del molesto ruido de la discoteca. Avanzamos en silencio, fumando, hasta llegar a una calle principal. Hugo camina muy arrimado a mí, y en un par de ocasiones me roza el brazo con el suyo. El suave tacto de su vello me eriza la piel. Estoy cachonda, para qué mentir. Este tío me pone y tengo ganas de sexo. No pasa nada. Esta vez sí que es porque realmente me apetece pasármelo bien. Y creo que Hugo me atrae lo suficiente para que no se quede en un simple polvo. Apenas lo conozco, pero me causa una buena sensación.

—¿Tienes pareja? —le pregunto de manera disimulada. Ese es un error en el que ya caí alguna vez…

—No. —Esboza una sonrisa cargada de intenciones—. ¿Y tú?

Niego con la cabeza. Me termino el cigarro y tiro la colilla al suelo para apagarla con la sandalia. Hugo se ha acabado el suyo antes que yo, y está observándome intensamente, con las manos metidas en los bolsillos de esos vaqueros que tan bien se adaptan a sus atractivas piernas.

—¿Te apetece que vayamos a mi casa a tomarnos otra copa? Ya sabes, más tranquilos… —No es un hombre tímido. Su proposición es franca, es sensual, es una puerta abierta por la que quiero entrar.

—Claro. ¿Por qué no?

Esperamos a que pase un taxi y, en cuanto subimos e indica la dirección al conductor, Hugo se lanza sobre mí. Me coge posesivamente la cara y me come los labios. Su lengua se mete en mi boca sin piedad y juguetea con la mía. Se me escapa un jadeo de satisfacción. Una de sus manos me acaricia los hombros y a continuación se posa en uno de mis pechos, estrujándomelo por encima de la blusa. Guío mi mano hasta su entrepierna y la noto dura, mucho, y eso hace que se me humedezcan las braguitas.

—Llevo toda la noche pensando en ti desnuda —murmura con la voz entrecortada.

El taxista nos lanza miradas de cabreo por el espejo retrovisor. No me importa. Deseo a Hugo. Necesito notar su cuerpo contra el mío. Le aprieto el pene por encima del vaquero y suelta un gemido. Se aparta y me muestra una sonrisa de satisfacción.

—A este paso, no llegamos a mi piso —dice divertido.

Cinco minutos después, con una docena de besos húmedos en mis labios y unas cuantas caricias en mi entrepierna, el conductor detiene el taxi y nos anuncia de mala gana el precio del viaje. Hugo se saca un billete del pantalón y se lo da sin esperar el cambio. Cuando salimos, oigo murmurar al hombre que somos unos maleducados y que está harto de todo esto. Hugo y yo nos echamos a reír y corremos hasta su portal. Mientras intenta abrir, vuelvo a lanzarme a sus labios; se los chupo y le doy mordisquitos. Él me apresa por el trasero, me aprieta contra su cuerpo y trata de meter la llave con la mano libre.

En el ascensor es Hugo quien toma el mando y me empuja contra el espejo. Me sube las manos por encima de la cabeza, sin dejar de besarme, y me roza con su estupenda erección. Cuando salimos he perdido un botón de la blusa. Reparo en que está abierta, dejando entrever mi sujetador negro de encaje. Llevo el cinturón de Hugo en una mano, y eso me hace muchísima gracia, así que acabamos riéndonos una vez más. Apenas le doy tiempo a que cierre la puerta. Le desabotono la camisa y me engancho a su cuerpo para dejar en su pecho un reguero de saliva. Me acuclillo y lo beso en el vientre. Se echa hacia delante y me golpea suavemente el rostro con su sexo, que empuja con fiereza la tela de los vaqueros.

—Madre mía, Blanca, vas a hacer que explote —jadea agarrándome del pelo y haciéndome subir.

Me gusta lo que me dice. Me agrada que se comporte con un poco de violencia. Estoy completamente segura de que los dos disfrutaremos esta noche. Y quizá alguna más. De repente noto que me roza el cuello con la nariz. Sé lo que se propone, y todo mi cuerpo se pone en tensión. Me aparto con rapidez, algo incómoda. Él me mira con las manos en alto, sin comprender.

—¿Qué?

—No hagas eso. No me beses en el cuello —le digo cortante.

Hugo arquea una ceja, pero no hace ninguna pregunta. Consigo relajarme y lo despojo de la camisa. Él me desliza la blusa por los hombros hasta que cae al suelo. Me acaricia la piel desnuda que sobresale del sujetador y aprecio que mis pechos le gustan. Eso me satisface y me hace sentir más segura. Lo engancho del borde de los vaqueros con los dedos y camino hacia atrás con él pegado a mí, manoseándome el culo, subiéndome la falda y encontrando mi carne. Me estruja las nalgas. Choco contra algo y descubro que es el respaldo de un sofá. Sin dudarlo un segundo más, lo rodeo y lo empujo contra él. Hugo suelta una carcajada y abre los brazos.

—Eres la mujer más atractiva que he conocido. Tengo ganas de follarte hasta que no pueda más —jadea en mi oído, una vez que me he sentado a horcajadas sobre él.

Nos besamos durante un buen rato, mezclando saliva, jadeos y palabras entrecortadas subidas de tono. Mi sexo vibra contra mis bragas, y cuando Hugo posa uno de sus dedos en la tela, gimo en su boca y le doy un mordisco en los labios.

—Eres una salvaje —me dice con una sonrisa cargada de excitación.

Se la devuelvo y me apresuro a desabrocharle los vaqueros. Me levanto para quitárselos y él alza el trasero para ayudarme a deslizarlos por sus piernas. Se las separo y me arrodillo entre ellas, acariciándole el sexo que despunta en el bóxer. Hugo está observándome con admiración, y las excitantes cosquillas que noto en mi entrepierna me animan aún más. Me inclino y le beso por encima de la ropa interior hasta que le saco un gemido. Estoy convencida de que podría correrse de esa forma.

—¿Tienes condones? —le pregunto, apremiada por las ganas de tenerlo dentro de mí.

Niega con la cabeza, de modo que me levanto y voy a por mi bolso. Por suerte, encuentro uno. Regreso al sofá, me planto ante él y, sin quitarme la falda, me bajo las braguitas. Hugo suelta un bufido al tiempo que me observa con los ojos oscurecidos. Se deshace del bóxer y me muestra una estupenda erección que me muero por probar. Yo misma le pongo el preservativo mientras espera, impaciente, acariciándome los pechos. Me deshago del sujetador y me siento de nuevo sobre él. Se echa hacia delante y se mete uno de mis pezones en la boca. Lo lame con ganas, tira de él con los dientes… Y cierro los ojos.

Noto que está buscando mi entrada. La encuentra enseguida y empieza a deslizarse dentro de ella.

—Joder, qué mojada estás —señala con un gruñido.

Hago un movimiento brusco de caderas para que se introduzca del todo en mí. Hugo jadea, yo gimo y de inmediato empiezo a moverme, despacio al principio y después un poco más rápido hasta encontrar el ritmo adecuado. Él también se menea debajo de mí, con sacudidas expertas. Folla muy bien. Y la tiene tan dura que el placer se entremezcla con un poco de dolor.

—No pares, nena. Así, muévete así —murmura con los ojos entrecerrados.

Apoyo las manos en el respaldo del sofá y subo y bajo, clavándome su sexo cada vez con más fuerza, rapidez y violencia. Grito, y Hugo se une a mí con un gemido que me pone a mil. Vuelve a pegar la boca a mis pechos, así que aprovecho para acariciarle la espalda y arañársela, y darle un mordisco en el hombro para luego pasarle la lengua por la piel.

—Mírame —le ordeno al darme cuenta de que ha cerrado los ojos, y me obedece al instante.

Muevo las caderas en círculos, dominándolo a él, dominándome a mí, y acto seguido me detengo y me levanto para que salga de mí. Se queda sentado, con el sexo a punto de explotar y estudiándome con curiosidad.

—Levántate. Quiero que me lo hagas de otra forma.

Me hace caso, y aprovecho para rodearlo y acariciarle la espalda, el culo…

Justo sobre este, descubro algo. Un tatuaje. Uno de una espiral preciosa que, a mí, sin embargo, me causa un profundo rechazo. Aparto las manos como si el símbolo quemara. Hugo vuelve la cabeza y me mira sin entender lo que pasa.

—¿Blanca?

—Llevas un tatuaje —murmuro sin apenas reconocer mi voz.

—¿Te gusta? —Sonríe.

Me quedo callada porque no sé qué contestarle. No quiero parecer una maleducada ni tampoco una loca, pero no puedo hacer otra cosa que dar un paso atrás mordiéndome el labio inferior. Hugo se da la vuelta con el ceño fruncido y expresión preocupada.

—Será mejor que paremos —murmuro.

—¿Qué? —Se le contrae el pecho al decirlo.

Sin añadir nada más, me apresuro a recoger mi ropa. Me subo las bragas y me pongo el sujetador y la blusa con toda la rapidez del mundo. Hugo se ha quedado sin palabras y sigue mis movimientos con semblante incrédulo.

—¿Se puede saber qué coño te pasa?

Seguro que ya está pensando que soy una tarada, y puede que mañana llame a Begoña para decirle que su amiguita es una tía rara que lo dejó empalmado tras verle el tatuaje. Pero no me importa. Ahora mismo lo único que quiero es alejarme de ese dibujo y de su portador. Una sensación de malestar ha invadido mi estómago y el corazón me palpita a mil por hora.

—Lo siento, Hugo. De verdad, esto ha sido una mala idea. Es que… —Carraspeo. ¿Cómo explicárselo sin que parezca una chorrada?—. No me acuesto con hombres que lleven tatuajes.

Sigue desnudo mientras me dirijo hacia la puerta. Me alcanza y me coge del brazo. Me siento fatal por estar haciéndole esto, ya que de verdad parece un buen tío y no estoy comportándome de la forma más correcta. Compongo nuevas disculpas en mi mente, y cuando me doy la vuelta para decírselas me doy cuenta de que está mirándome con rabia y con asco.

—Sabes lo que eres, ¿no? Una maldita calientapollas, Blanca. Eso es lo que eres.

Lo miro de hito en hito. No esperaba que me dijera algo así. Supongo que me lo merezco, que debe de haber parte de razón en ese insulto que me ha dedicado. Pero me enfado. Esa ira que no quiere marcharse de mi vida vuelve a acudir a mí, y me quema el pecho y me retuerce la garganta. Cualquier otra le explicaría los motivos por los que estoy haciendo esto, pero yo no. Yo lo odio. Y odio a todos los que tienen un tatuaje, aunque no los conozca.

Me zafo de su mano y me cuelgo el bolso del hombro. Trago saliva. Cuesta. Tengo un nudo en la garganta. Uno reconocible. Aun así, no voy a llorar, ni a gritarle ni nada por el estilo.

—Gracias, Hugo —le suelto de manera mecánica, sin inmutarme, manteniendo la compostura de esa Blanca fría que logré llegar a ser.

Me dedica una sonrisa sarcástica. Y me abre la puerta. Todavía está desnudo. La escena es un poco ridícula, con el preservativo arrugado en su pene. No dice nada más. Yo tampoco. Intento salir con la cabeza lo más alta posible.

Cuando el portazo atruena en mis oídos, todo me da vueltas. Y en mi mente se entremezclan imágenes de su tatuaje y de otros que no quiero recordar. Bajo por la escalera. En el ascensor me ahogaría. Ya en la calle enciendo un cigarrillo, pero me provoca náuseas y lo tiro a la segunda calada.

No voy a llorar. Me convenzo de ello. Me obligo. El nudo que noto en la garganta me aprieta aún más. Mientras espero a que pase un taxi, cuento hasta cien para serenarme. No voy a llorar. No es necesario. Solo ha sido una estúpida anécdota más y estoy por encima de esto.

En el coche cierro los ojos unos instantes, y en cuanto consigo calmarme saco el móvil del bolso y llamo a Begoña.

—Pero ¿dónde leches estás? —me pregunta con voz de borracha—. Cuando me he dado la vuelta habías desaparecido.

—No me he despedido de ti porque tenías los ojos, las manos y la boca en otra parte.

La muy perra se ríe como una posesa. Sé que está cuchicheando con alguien. Seguro que se trata de la tía con la que la vi liada.

—Se llama Vanessa.

—Vanessa, la que me la pone tiesa.

—A mí lo que me pone tiesos son los pezones. —Más risas corales.

Sí, está claro que se ha ido con esa chica, y yo aquí en el taxi como una estúpida.

—Gracias por ser tan gráfica. Ya te contaré yo cuando tenga a algún tío entre las piernas.

—¡Oye, eso! ¿Estás con Hugo?

—No… Es una larga historia —respondo. Y añado—: Soy una calientapollas. Y lo más seguro es que mañana Hugo te llame para decírtelo.