7
Nos quedamos mirándonos en silencio en este callejón donde apenas llega la luz de las farolas de la avenida. Aun así, mal iluminado y con mi tremenda turca, puedo apreciar que Adrián es muy alto. Es como si hubiera borrado de mi mente ese detalle. Pero veo que su sonrisa sigue siendo la misma, fanfarrona y segura, y de eso no me había olvidado. Ese gesto tan suyo, de sonreír con los dos dientes delanteros apoyados en los labios como un chico malo, lo he tenido clavado en la cabeza. En un lugar oculto en la parte más oscura; aun así, siempre ha estado ahí.
Mi primer pensamiento es salir por patas, pero me digo que parecería una cigüeña borracha y que, además, no tengo por qué comportarme como una cagada. Ya no lo soy. Ni siquiera con él. El segundo es gritarle, materializar todos los insultos que hubo en mi mente, tanto que creo que hasta inventé algunos nuevos. Decirle que se aleje de mí, que no me apetece hablar con él, si es lo que se propone. El tercero, algo irracional en mí, es lanzarme a abrazarlo para confirmar que su tacto continúa provocándome calidez y, al mismo tiempo, frío. No hago nada de eso, por supuesto. Me dedico a maldecir a Emma en silencio, que es más fácil. Adrián interrumpe mi cháchara mental con un carraspeo.
—Hola —lo saludo, con el tono más sereno que la cogorza me permite.
—Qué casualidad, ¿eh? ¿Qué haces aquí? —Y su voz todavía está cargada de… ¿rencor? ¿Enfado? ¿Rabia? ¿Malestar? ¡Será posible!
—He venido a pasar unos días con mi familia —respondo.
—Yo también.
—Qué bien —murmuro, sin saber qué más decir.
—Es lo que suelo hacer. Vengo cuando tengo unos días libres, sobre todo durante la fiesta mayor, en verano.
Está dándome demasiada información que no necesito. O sí. No lo sé. El alcohol está afectándome. Adrián me habla como si no hubiera pasado casi una eternidad desde nuestra «separación». Parece haberme leído la mente porque dice:
—Han sido muchos años, ¿eh?
—¿De qué?
—Desde que hablamos por última vez.
Todavía ese tono recriminatorio. Puedo apreciarlo no solo en su voz, sino en el ambiente, que de súbito se ha enrarecido. Después de bajarme del contenedor y de haberse dado cuenta de quién soy, Adrián se ha echado hacia atrás como si yo quemara. O como si le diera asco y no quisiera ni rozarme. Pues no es que él sea la persona a quien yo estaba deseando ver, no te jode.
—Sí. Han sido bastantes —respondo, e intento restar importancia al asunto.
—Tus padres estarán contentos —murmura. Entre sus dedos se mueve algo. Bajo la vista y descubro el mechero.
—Claro.
—Pensaba que no vendrías al pueblo nunca más. —La sonrisa sigue dibujada en su rostro, pero en su voz no hay ni rastro de simpatía.
—Al final todos acabamos regresando a nuestros orígenes.
—¿Tienes un cigarro o sigues sin fumar? —me pregunta de repente.
Rebusco en mi enorme bolso, en el que casi podría meterme, hasta dar con la cajetilla. Todos estos años me han servido para comprender que lo mejor es no caer en el juego de los otros. Mirar con buena cara a aquellos que nos dijeron cosas malas, enseñarles que podemos ser amables porque no somos como ellos.
Estira el brazo para coger el cigarro que le tiendo. Le dedico una sonrisa más falsa que un billete de treinta euros, aunque eso solo lo sé yo. No obstante, algo ocurre. Sucede que, sin querer, se produce un roce. Uno muy breve, apenas nada. Pero ahí está. Y un cosquilleo en la punta de mis dedos. Al alzar la vista, veo que está mirándome fijamente con esos ojos verdosos que se me clavan muy dentro.
—Así que ya no eres una chica sana. ¿O es que eres de las que, por si acaso, llevan cigarros y mecheros en su bolso? Que, por cierto, es gigantesco y pijo. Nada que ver con las mochilas que usabas antes.
No me apetece que mencione nuestra época anterior. Y digo «nuestra» porque desde que él apareció en mi vida cuando era una niña ya no existió la palabra «yo», sino «nosotros». Es algo que comprendí tarde, y mal, y que me provocó más dolor y soledad.
—Un Michael Kors —digo mostrándole el bolso con orgullo.
Adrián enciende el piti y le da una calada. Aprovecho para sacar otro y espero a que me ofrezca el mechero.
—Gracias —respondo cuando lo acerca. Adrián arruga el entrecejo mientras me observa. Supongo que resulta raro verme fumando—. Un placer haberte visto otra vez.
Me despido de él con una sonrisa. Me apresuro a pasar por su lado y, en cuanto lo he conseguido, con el rabillo del ojo veo un movimiento. Es él, que para mi sorpresa está caminando a mi lado. Vaya, vaya, así que le interesa seguir con la conversación.
—¿Ocurre algo?
—Voy a mi casa también. Justo cuando nos hemos encontrado regresaba de pasar un rato con mis amigos. ¿Recuerdas que mi madre vive en la calle que está detrás de la tuya? —dice con sorna.
Vaya que sí. ¿Cómo olvidarlo? Deduzco que él ya no vive aquí, pero su madre sí, claro.
—Por supuesto que me acuerdo.
—Creía que habías perdido tu buena memoria.
Está provocándome. Más de diez años y nada ha cambiado. Adrián continúa siendo el tío chulo y presuntuoso que era. Quizá desea torturarme, y una parte de mí considera que me lo tengo merecido. La otra piensa que es un gilipollas y que la culpa de todo la tuvo él.
—Además estás muy borracha. ¿Y si alguien quiere aprovecharse de ti? —Otra burla. Ahora recuerdo por qué lo odié tanto.
—No te referirás a ti, ¿no? —Dibujo una sonrisa cuajada de dientes. Desde el primer momento me he fijado en cómo me mira, de arriba abajo.
Adrián parece confundido. Seguro que no se imaginaba que le seguiría el juego. No sabe lo mucho que he cambiado. Que me ha costado lo mío, pero bien vale la pena por ver su cara de sorpresa.
Al salir del callejón doy un traspié, trato de mantener el equilibrio, algo sumamente difícil con este pedal y las sandalias que me muerden, y cuando quiero darme cuenta me tiene cogida del codo. Solo del codo. Pero sus dedos en mi piel me provocan unas cosquillas raras en el estómago. Me incorporo, me aparto el flequillo de la cara y murmuro:
—Gracias.
—Me parece que te iban mejor las deportivas —dice señalando mis pies y rememorando nuestra época juvenil.
—Prefiero los zapatos y las medias —le rebato.
Adrián sonríe, con las dos paletas rozándole el labio inferior, uno que era carnoso y suave. ¿Seguirá así? En todo caso, debería darme igual.
Ahora hay luz. Una farola nos alumbra. Observo su rostro, con ciertos rasgos aniñados. Eso todavía lo hacía más atractivo. Lleva una barbita y tiene el pelo alborotado, como de costumbre. Tantos años y todo sigue igual. Nada ha cambiado en él, excepto su ropa. Adrián no viste una camiseta de los Ramones y unos vaqueros negros desgastados, sino una camisa azul, que parece elegante, y unos pantalones cortos de color marrón claro. Estoy muy borracha, y él, muy guapo. Puede que aún más. Mucho más. Porque ahora es un hombre y su cuerpo se ha desarrollado. No es el jovenzuelo tirillas al que vi por última vez hace once años. Percibo los músculos que asoman de las mangas de su camiseta. No muy grandes, nada exagerados, sino lo suficientemente perfectos para que algo en mi pecho palpite. Y en mi entrepierna.
Él también está mirándome, entre calada y calada, y caigo en la cuenta de que todo esto le divierte. «Es un cabrón. Un tío sin sentimientos, sin aprecio por los demás», pienso para borrar de mis ojos, e incluso de mi cabeza, todo lo que acabo de ver.
—Estoy seguro de que será un espectáculo digno de presenciar verte con taconazos y medias —responde con su actitud de fanfarrón, y luego tira la colilla. De nuevo dirige la vista hacia mí y dice—: Te noto muy cambiada. Pero la verdad es que hace tantos años que… —Se corta.
¿Que fuimos amigos? ¿Que follamos? ¿Que nos comportamos ambos como unos cagados, pero fuiste tú quien me dio la patada? ¿Qué irá a decir?
—Que perdimos la amistad —termina.
—La vida es así, Adrián. Unos llegan y otros se van. Como dice Antonio Machado, «todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar» —respondo.
Me mira con los ojos muy abiertos. Continuamos nuestro camino en silencio y todo es incómodo, extraño, como si algo fuera a estallar de un momento a otro. En ocasiones soy yo quien se adelanta y otras es él quien aprieta el paso, pero al final siempre acabamos al mismo ritmo, a idéntica altura. Quizá así podría definirse también nuestra vieja amistad.
—¿Y cómo te va todo? —me pregunta en un momento dado.
—Genial. Supongo que a ti también, ¿no?
Me dedica una sonrisa y yo se la devuelvo. ¿Por qué nos comportamos de forma tan amable después de lo que pasó?
Vaya, ya hemos llegado a mi calle. Me dispongo a ir hacia el portal, pero entonces Adrián carraspea y al mirarlo descubro en él un semblante que no acierto a descifrar.
—Me he preguntado muchas veces qué habría sido de ti durante todo este tiempo.
Regresa el sabor amargo a mi boca. ¿Lo dice de verdad? Me mantengo callada.
—Por tu cara imagino que tú no te has parado a pensar en mí —continúa—. Vivimos muchas cosas juntos, ¿o no? —me espeta con un tono muy duro.
Cojo aire y luego lo suelto con fuerza. Me llevo la mano al flequillo y me lo aparto. «Paciencia, Blanca.» Hay gente a la que le cuesta entender que ha hecho un daño horrible.
—Adrián, es la primera vez que nos vemos en diez años y te aseguro que me ha hecho ilusión. —Me llevo una mano al pecho como si estuviera un poco indignada—. Pero no tengo claro si a ti también, porque parece que estés enfadado y que te apetezca discutir.
—Eh… Esa no es mi intención. —Levanta las manos en un gesto inocente. Por un momento aparece en mi mente la imagen de un chico descuidado, con el pelo desordenado y constantes palabrotas en su boca, y noto una sacudida en el pecho.
—¡Genial! Pues nada… Quizá nos veamos por el pueblo —me despido.
—¿Y eso es todo?
—¿Qué quieres decir?
—Ni siquiera nos hemos saludado con dos besos. Es más, creo que lo de esta noche podría entrar en el récord Guinness de los reencuentros raros.
—¿Darnos dos besos? —Arqueo una ceja, un poco confundida.
—Es lo que hacen los viejos amigos cuando vuelven a verse.
—Los que no terminaron como nosotros.
Adrián se calla, como si mis palabras fueran para él un golpe. Frunce el ceño y acto seguido se rasca la barbilla con aire pensativo.
—Me habría gustado que…
—Buenas noches, Adrián. Ha sido un placer verte de nuevo.
—Vamos, Blanca. ¿Ya te vas? ¿No te apetece ir a tomar algo?
Se está pasando. Es nuestro primer encuentro desde hace un montón de años después de lo que hizo y está comportándose como si no me hubiera roto el corazón. «Es el mismo Adrián de siempre, ese que quiere salirse con la suya sin pensar en cómo se sentirán los demás», pienso.
—Estoy agotada. He llegado hoy y me gustaría descansar.
Me coloco bien el bolso en el hombro y me doy la vuelta. Echo a andar hacia el portal, pero entonces oigo un silbido y a continuación una voz familiar. El alma se me cae a los pies. Con lo bien que iba todo.
—¡Blanqui!
Es mi hermano, cómo no. Pero ¿no estaba divirtiéndose con sus amigos? ¿Por qué cojones no se ha quedado con ellos más rato? Estoy volviéndome cuando oigo que saluda a Adrián.
—¡Eh, tío! ¿Cómo estás?
Chocan las manos, como lo hacían tantos años atrás siempre que se veían, cuando Javi era un criajo que me llegaba por el pecho. Adrián era el modelo a seguir para los ceporros. También el de mi hermano, por supuesto. Y yo sigo de espaldas a ellos, con las llaves en las manos y maldiciendo para mis adentros.
—¿Mucha fiesta hoy, Javi? —le pregunta Adrián en tono amistoso, muy distinto al que ha empleado conmigo todo este rato.
—¡No lo sabes tú bien! Y mañana más, ¡que es la gran noche!
Sé que mi hermano también ha bebido bastante porque lo he visto mientras estaba con él; sin embargo, tiene la capacidad de mantenerse sereno.
—¡Blanca! —me llama—. ¿Qué haces ahí tan tiesa? ¡Tía, que es Adrián!
Como si no me hubiera dado cuenta. Al final tengo que volverme hacia ellos y forzar otra sonrisa. Javi está mirando a Adrián con una cara de adoración que no puede con ella.
—Te ha sorprendido ver a mi hermana, ¿eh?
Puto Javi. Tiene el don de hacer comentarios fuera de lugar. Y en ocasiones no son a propósito, como el de ahora mismo. Él no sabe nada de lo que ocurrió y, aunque algunas veces me preguntó cuando era un crío, supongo que mis cabreadas contestaciones le quitaron las ganas. O eso, o que es más inteligente de lo que pienso.
—La verdad es que sí —responde Adrián pasando su mirada de mi hermano a mí.
—¿A que está guapa? Y mira cómo viste. Parece una mujer con pasta, ¿o no?
—¡Métete en casa, enano! —siseo entre dientes.
Mis padres ya estarán en el piso, y en verano duermen con la ventana abierta. Viven en el segundo. Mi madre tiene el oído más fino del mundo. Solo faltaba que acabara despertándose con nuestro palabrerío, se asomara y descubriera que estamos con Adrián. Vamos, toda la familia reunida…
—Mucho. Muy guapa —coincide él.
Vaya por Dios, ¿y qué esperaba? ¿Encontrarse con Betty la Fea? Aun así, debería tratarme con respeto de todos modos, pero no está de más recordar que Adrián me demostró que era un maldito superficial.
—Ya te dije que tiene aspecto de abogada de película —fanfarronea mi hermano.
Qué majete. O sea que, al final, mis intentos por que Adrián no supiera nada acerca de mi vida se fueron al traste. Aunque conociendo a mi familia, ¿de qué me extraño?
—Todavía me sorprende que no siguiera sus deseos de ser una gran periodista —apunta Adrián.
—Pues ya ves, la gente cambia de objetivos, madura y esas cosas… —Logro callarme a tiempo para no soltarle que me temo que él no lo ha hecho. Alzo la mano con las llaves y las muevo de un lado a otro—. Me voy arriba, que me muero de sueño.
—Lo que pasa es que todo te da vueltas —se mofa Javi, y luego se dirige a Adrián—. No sabes cómo le da al alpiste.
Estoy a punto de contestarle, pero el chaval continúa con su cháchara.
—Oye, Adrián, ¿mañana vas a ir al discomóvil? —le pregunta.
—No lo sé. Nunca me ha gustado mucho —dice mirándome a mí.
—Blanca y yo volveremos a ir, que hoy nos hemos divertido mucho —se adelanta mi hermano sin contar con mi opinión.
—Entonces puede que yo también me pase —apunta Adrián.
Javi se encoge de hombros. Es demasiado joven para entender algunos de los juegos de los adultos.
—Que descanses, Adrián —murmuro con mi mejor cara de chica amigable.
Él se despide con una sacudida de cabeza, y puedo apreciar que también está un poco confundido con mi actitud amable.
Trato de abrir la puerta, pero con la borrachera me siento como Tom Cruise en Misión: Imposible. Mientras tanto, Javi y Adrián continúan charlando, incluso después de que entre en el portal. ¿Hablarán de mí?
Entro en casa de mis padres procurando no hacer ruido, pero la maldita ley de Murphy me persigue. Me doy un hostión con uno de los muebles y todos los marcos de fotos que hay sobre él se tambalean. Me paso la mano por la cadera murmurando maldiciones. Al fin llego a mi habitación sin ningún sobresalto más. Ni siquiera se me pasa por la cabeza desmaquillarme. Me lanzo sobre la cama sin quitarme la ropa. Ay… Esto da más vueltas que el Dragon Khan de Port Aventura.
Adrián. Su nombre se dibuja en mi mente, sólido y molesto. No pensé ni por un momento que él estaría en el pueblo, ya que desde hace muchos años trato de mantenerlo fuera de mi cabeza. Begoña me diría que esto no ha sido una casualidad ni de coña.
Adrián. No pronuncio su nombre en voz alta, pero el sabor amargo está en mi boca. En mi lengua. Impregnado en mi paladar, y va deslizándose por mi garganta hasta llegar a mi pecho y quemármelo. Su nombre arde en él. Tantos años. Tantas protecciones. Tantos intentos. Soy otra Blanca, una fuerte, una que no permite que nada ni nadie la quiebre. Y mucho menos él. Simplemente ha sido la sorpresa de verlo, está claro. Adrián no ha desaparecido de mi vida, por supuesto, pero ya no puede hacerme daño. Estoy por encima de todo esto. De su olor. De sus largas pestañas. De sus dientes asomándole sobre el labio inferior. De su voz. De sus tatuajes.
Me acuerdo a la perfección de la primera vez que nos vimos. Éramos unos críos y yo todavía no sufría ese acoso continuo. Mi madre conoció a la suya en la panadería y conectaron desde el minuto cero. Supongo que decidieron que podíamos ser amigos. Mi madre y yo fuimos al parque de al lado de mi casa y allí estaban ellos dos, Nati y Adrián. Él era un niño jovial y hablador y yo ya era una chiquilla taciturna. Aun así, él me preguntaba cosas sin parar y me proponía juegos divertidos. Nuestros encuentros no pasaban de una vez a la semana, siempre acompañados de las mamás, por supuesto. A pesar de no ir a la misma escuela, tampoco al mismo instituto más tarde, vivíamos tan cerca y nuestras madres eran tan amigas que era difícil mantenernos alejados. Tendría yo unos doce años cuando empezamos a conectar más. Ya no nos dedicábamos a jugar, sino a hablar de nuestros sueños de futuro. Como a Adrián no le gustaba estudiar y sacaba malas notas, Nati me pidió que lo ayudara, y eso que yo iba un curso por debajo. Muchas tardes él venía a mi casa y mi madre nos preparaba la merienda mientras estudiábamos. Adrián siempre me chinchaba y yo fingía molestarme, aunque, en el fondo, todo aquello me divertía y hacía que me olvidara de lo demás. En realidad, las horas que pasaba con Adrián estaban impregnadas de luz, a excepción de cuando se enfadaba por cualquier tontería y se tiraba unos días sin hablarme. Pero luego volvía con una nueva ocurrencia, una historia sorprendente o simplemente con sus sonrisas, y todo era como antes. Y así entramos en la adolescencia. Ambos cambiamos. Él se convirtió en el chico rebelde del pueblo y yo, en la amargada. Él parecía tener muchos amigos y a mí nadie se me acercaba. Llegaron las tardes de ver películas y series. Cuando yo tenía quince años empezaron los encuentros alejados del pueblo. En un principio, no me preguntaba los motivos, pero poco a poco fui pensando que se debía a que Adrián tan solo me veía como una carga que su madre le obligaba a llevar. Una mascota a la que pasear, a la que entretener, a la que sacar de su vida insulsa y llenarla con las emociones de la suya. Y, a pesar de todo, me gustaba estar con él.
Un montón de recuerdos se agolpan en mi mente. La primera vez, con la que descubrí que el sexo me gustaba. La segunda. Una camiseta de los Ramones sobre mi cuerpo con su olor. La tercera. Unas caricias demasiado dulces. ¿Por qué se lo pedí, joder? ¿Por qué en ocasiones las personas somos tan estúpidas que no entendemos que algunas decisiones pueden cambiarnos el resto de la vida? ¿Por qué nos conformamos con engañarnos a nosotros mismos? En esa época, perdida en mis propios problemas y en mi terrible falta de autoestima, no me di cuenta hasta muy tarde. Me costó bastante hacerme a la idea de que Adrián era más que un amigo. El único que tuve. El primero. El que perdí. El que accedió a mi tonta petición.
¿Por qué lo hicimos? Siempre pensé que mi decisión se debía al intento por huir de mi vida. Y que para él había sido un reto. Acostarse con su amiga la rara, la gafotas, como me llamaban todos, la que se pasaba los fines de semana estudiando porque no tenía otros planes, la que fingía que no le importaba nada, ni siquiera perder la virginidad con alguien que no era más que un amigo para ella (mentira podrida).
Pero poco a poco fui desnudándome. Yo misma me quité la coraza. Me abrí a Adrián. Y entonces ocurrió lo que imaginaba que pasaría: me rompió el corazón y lo odié.
Y durante un tiempo pensé en todo lo que haría si volviera a encontrármelo. ¿Caer de nuevo en sus brazos? No, por Dios. ¿Insultarlo, pegarle y quedar como una barriobajera? Ni hablar.
Algo mucho más sofisticado y planificado ocupaba el tercer lugar de la lista, y no por eso el menos importante. Emma suele decir que utilizo a los hombres por todo lo que me sucedió en el pasado. No comparto su opinión. Me acuesto con ellos y punto, simplemente porque el amor me queda lejano. Tanto ellos como yo sabemos cuáles son las reglas del juego.
Pero Adrián las ignora por completo porque no conoce a la nueva Blanca. Y quizá jugar un poco con él sea divertido. Demostrarle que soy capaz de atraer a los hombres, de seducirlos y de elegir lo que quiero sin caer a sus pies. Con el encuentro de esta noche me ha dejado claro que él no ha cambiado en absoluto, que es tan frío como para no mostrar arrepentimiento. Además del hecho de que le sigue gustando todo lo que se menea, ya que no apartaba la vista de mis piernas.
Digamos que estaría muy bien darle a probar un poco de su medicina y que, ahora, el cazador podría ser cazado. No obstante, ya no soy una adolescente llena de rabia. Se supone que he madurado. ¿Acaso una venganza iba a cambiar lo ocurrido? Por supuesto que no. Lo único que debo hacer es mantenerme firme, como siempre, continuar con mi propósito de relajarme aquí en el pueblo y punto. El encuentro con Adrián no tiene que significar que cambie nada. Me ha costado llegar hasta donde estoy… Pero estoy aquí. Lo estoy.