24

 

 

 

 

Alzo la mano para atraer la atención del camarero. Le pido una Coca-Cola. Necesito engañar a mi estómago hasta que venga Begoña; las tripas ya me rugen.

Esta mañana ha sido horrible. Tras una semana de estudio y revisión concienzudos del caso, por fin he tenido la cita con mi clienta. Al principio todo ha ido bien. Parecía amable, atenta y dispuesta a que trabajásemos juntas. No obstante, cuando le he dicho de buenas maneras si podíamos hablar a solas, pues los padres también han acudido, las cosas se han torcido. Se han defendido con el pretexto de que me pagaban ellos y de que habían cuidado también a los niños durante todo este tiempo y que, por tanto, tenían derecho a estar presentes. He accedido para que el asunto no fuera a peor. Después he pasado a explicarles cómo vamos a trabajar y cuáles son, a mi entender, las mejores opciones, que en realidad coinciden bastante con las que les había ofrecido Nieves.

—Queremos que en el acto de vista solicite una exploración de menores —ha dicho la madre, una señora con pinta de estirada y marimandona. Y puesto que el marido de la susodicha apenas ha abierto la boca, no me ha costado adivinar quién lleva los pantalones.

—¿Y cuáles son sus motivos para dicha decisión? —he preguntado parpadeando—. Ya se lo pidieron a Nieves y ella les explicó que…

—El padre es un maltratador. Esos niños no están bien con él. Tenemos pruebas. Testificales.

—Lo primero y básico es que necesitamos pruebas reales de que lo sea —les he anunciado muy seria. No es la primera vez que se aportan pruebas falsas por chanchullos y, aunque a mí la falsedad debería darme igual si con eso consigo ganar, no sé muy bien por qué pero no me agrada todo esto—. Lo segundo es que el interés del menor es lo que prima, incluso en las reglas del juicio. En caso de que pudiéramos solicitarlo, el juez designaría a un perito psicólogo para que estudiara la relación que los niños mantienen con el padre, pero eso retrasaría muchísimo todo. Y no es lo que queremos, ¿verdad? Y tampoco deseamos que esta demanda de modificación de medidas parezca que se busca voluntariamente para beneficio de la solicitante.

La señora me ha mirado como si fuera tonta. Le he dedicado una sonrisa, pero ha torcido los morros como si mi gesto le resultara incómodo, así que me he apresurado a borrarlo.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —ha preguntado.

Por Dios, pero si Nieves ya se lo había dejado claro.

—Pues, en el caso de que el juez lo aprobara, el psicólogo judicial podría tardar seis meses…

La mujer ha resoplado y se ha cruzado de brazos. Y todo esto con mi cliente —la que de verdad debería estar interviniendo— totalmente callada y con la cabeza gacha. Al final hemos llegado a un acuerdo: ellos se pensarán lo de la exploración de menores con la condición de que yo les ofrezca mejores opciones. Y hemos quedado para otra cita la próxima semana. Y el tiempo irá pasando y estaremos, me temo, con la misma mierda.

Cuando salían he oído que murmuraban y me he acercado a la puerta del despacho para cotillear. Me ha parecido entender que la señora decía que yo era demasiado joven y que no se fiaba. Mal empezamos.

Esta tarde, después de la comida, ya continuaré con el caso. Ahora quiero centrarme en las magníficas hamburguesas de este restaurante, The Black Turtle. Está en el barrio de Ruzafa, que siempre he adorado, y lo han decorado de manera muy atractiva para que los clientes se sientan como en un auténtico local americano. Aunque, para mí, eso es lo de menos. Lo que a menudo me trae aquí es la deliciosa comida.

Estoy dando un trago a mi Coca-Cola y echando un vistazo a la carta cuando oigo el inconfundible taconeo de mi amiga. A Begoña le da igual que sea de día o de noche, festivo o laborable, que sin sus taconazos no sale a la calle. Hoy, como viene de trabajar, lleva una falda de tubo de color azul marino y una blusa blanca. Se ha recogido el oscuro cabello en una cola alta y luce un maquillaje de lo más natural. Aun sin tener una cara o un tipo excepcionales, la muy perra destaca entre la multitud con esa elegancia y seguridad que desprende.

—Hola, baby —me saluda sonriente y se deja caer de golpe en la silla.

—Llegas tarde —le recrimino mirándola por encima de la carta.

—Se me habrá contagiado de ti. —Me devuelve la pulla. Nos echamos a reír—. Anda, dame dos besos. —Se inclina hacia delante y me coge de la nuca.

—Antes de ponernos a hablar, vamos a pedir. Me muero de hambre.

—¡Déjame pensar, por favor! —se queja arrugando los labios brillantes por el carmín.

—Tú hazme caso: pide una Tower Burger. —Le arranco la carta de las manos—. Y, de paso, unos nachos.

—¿Dónde ha quedado la dieta? —me pregunta asombrada.

—¿Eso qué es? —respondo encogiéndome de hombros.

—Bueno, te haré caso porque yo también estoy hambrienta. —Se desabrocha un botón de la blusa y se abanica con la mano derecha—. Hoy hace un calor terrible, ¿eh?

—Terrible ha sido mi mañana.

—¿Y eso por qué?

Le indico con un dedo que espere y llamo al camarero. Este se acerca con su libreta, dispuesto a anotar lo que queremos. Tras pedir, Begoña parpadea para que le cuente.

—He tenido una reunión con la clienta. Más bien, con todos menos con ella. Los padres, que son un poco extraños. La madre es una ricachona estirada. Debe de llevar al marido más tieso que un palo.

—No está bien que hables así de tus clientes —me regaña, y a punto estoy de creerme que va en serio.

—Sabes que no suelo hacerlo, pero es que… —Suelto un gruñido—. Esa mujer va a ser un hueso duro de roer.

—Míralo por el lado bueno: en el despacho estarán contentos si todo sale bien y, a lo mejor, cae alguna proposición. —Me observa con un semblante ilusionado.

—Vale. —Levanto las manos—. No hablemos de trabajo, que me estreso más.

—Entonces cuéntame qué tal te ha sentado la visita al pueblo. —Me echa un vistazo de arriba abajo, aunque la mesa me tapa la mitad del cuerpo—. Te veo la mar de bien.

—No puedo quejarme. He comido como una cerda, me he relajado, me enfrenté a las buitronas… Vamos, que he cumplido con todos mis quehaceres.

—Y… —Abre los ojos, con una sonrisa llena de dientes.

—¿Y…?

—¿De verdad quieres que lo explique? Luego te enfadarás.

—Begoña, nos conocemos de hace ya bastantes años y sé lo que quieres.

—Claro. Pero la cuestión es: ¿tú quieres dármelo? —Pone cara de picarona.

—¿Vas a insistir hasta que desee que te ahogues con un trozo de hamburguesa?

—Sí…

—Entonces me veo obligada a contarte cosas. No deseo que mi mejor amiga sufra una muerte tan terrible. —La miro con fingido horror.

Bego da un par de palmadas. Se recompone de inmediato cuando el camarero nos trae los nachos. Nada más depositarlos en la mesa, ambas los atacamos sin piedad. Begoña esboza un gesto de placer tras el primer bocado.

—A ver, que si no te apetece, no pasa nada. Durante cinco minutos, los que tarde en comerme estos maravillosos nachos, puedo estar callada —dice con la boca llena.

—Lo he conseguido. He logrado que Adrián solo sea un polvo y no dejarme llevar por viejos sentimientos —le suelto de repente. Ella me mira sin entender.

—¿Qué? —Arquea una ceja. Da un trago a su agua y adelanta una mano—. Espera, espera. Necesito grasa para poder digerir lo que vayas a decirme.

—Pues mientras cuéntame por qué has entrado tan feliz —le propongo al tiempo que alcanzo otro nacho—. ¿Te has enamorado ya esta semana?

—Eres una pérfida, Blanca. Por supuesto que no. Mis enamoramientos van de mes en mes, ya deberías saberlo. La última fue la morena de tu pueblo. Pero ella ya me dejó claro que es un alma libre, y yo quiero sentar la cabeza. —Me apunta con un triángulo de maíz cargado de salsa cheddar—. Estoy contenta porque ha vuelto mi compañera de aventuras. —Me guiña un ojo—. Y porque el próximo sábado saldremos a divertirnos y…

—Y traerás contigo al tío ese del que me hablaste —termino por ella poniendo los ojos en blanco—. Que sepas que me encerraré en casa si lo haces.

—¡Pero…! —empieza a quejarse, aunque se ve interrumpida por dos nuevos platos con nuestras enormes hamburguesas.

Doy un bocado a la mía y un chorretón de salsa me resbala por la barbilla. Begoña juguetea con una de las patatas mientras me mira con curiosidad.

—Vale, ya estoy preparada para que me cuentes lo de Adrián.

—Cógete a la mesa —le advierto.

Me sigue la broma y se inclina hacia delante, con toda su atención puesta en mí. Yo también me acerco y digo en voz bajita:

—Volví a acostarme con él, antes de marcharme.

Begoña se aferra con fuerza a la mesa, abre los ojos como platos y exclama:

—¡Joder, tía, no me lo puedo creer! —Luego suelta una carcajada que retumba en el local semivacío—. Venga ya, ¿eso es todo? Como si fuera algo nuevo.

Me rasco la frente, conteniendo la sonrisa. Mi amiga da un buen mordisco a su Tower Burger y se queda a la espera de que yo continúe.

—Es que todavía no te he contado cómo ocurrió.

—A ver, que trato de adivinarlo… —Se lleva las manos a las sienes y se las frota, con los ojos cerrados—. Te cantó y se te derritieron las bragas.

—Pues…

—¡Lo sabía! Es imposible no caer en las artes de un músico atractivo.

—Llevé a mis padres a cenar a un bonito restaurante —le explico, haciendo caso omiso de su comentario— y adivina quién estaba allí…

—¡Uf! ¡Qué difícil es esta! —Cierra de nuevo los ojos y finge concentrarse—. ¡Ya lo tengo! —exclama chascando los dedos—. El músico sexy.

—Acompañado. De una mujer.

—¡No me jodas! Ahora sí que está poniéndose interesante la cosa —comenta en tono malicioso—. Y claro, te molestó que no veas.

—¡Por supuesto que no! —rechazo, como si lo que acaba de decir fuera una locura. Begoña se pone seria y me mira en plan: «Nena, no te lo crees ni tú»—. Además, según él era una compañera.

—De fatigas en la cama.

—No lo sé, ni me importa. —Me encojo de hombros mientras mastico una patata—. Pero lo que a ti sí te importa es que al regresar a casa… —Voy a contarle que casi tuve un accidente de coche debido a viejos recuerdos. Sin embargo, decido omitir esa información—. Me lo encontré de nuevo.

—¿Y la tía esa?

—No estaba.

—O sea, que prefirió ir a buscarte. —Begoña esboza una sonrisa cómplice a la que también hago caso omiso.

—Total, que dijo que teníamos una conversación pendiente…

—Lo que yo te comenté. Si es que tú eras la única que no lo veía.

—¿Puedes dejar de interrumpirme?

Begoña alza una mano en señal de disculpa y se centra en comerse la hamburguesa. Eso sí, sin dejar de mirarme de manera expectante.

—Acepté porque, bueno, en el fondo yo también pensé que debíamos hablar y superar rencores. Fuimos a su casa… —Reparo en que Begoña va a decir algo, pero le pongo mala cara y hace un gesto como de coserse los labios—. Y de repente saca la guitarra y se pone a cantar Eternal Flame.

—¡Ese fue el momento desintegración de bragas! —chilla. Me fijo en que el camarero que nos ha atendido nos mira con curiosidad.

—¡Por favor, que esto es serio! —me quejo, aunque se me escapa la risa. Con Bego, la vida es más divertida, para qué mentir, incluso en los momentos complicados—. Lo que hizo después… Vale, más bien lo que dijo, fue una cabronada.

—¡¿Qué, qué?! ¡Suéltalo ya!

—Que yo fui la primera chica con la que se acostó.

—¡La madre que lo parió! —Mi amiga suelta una carcajada—. ¿Y crees que es verdad?

—Al principio no. —Toqueteo la servilleta, recordando el mal momento que me hizo pasar. Y aún me provoca una sensación rara en el vientre pensar en ello—. Pero luego se puso a explicarse. Me confesó que yo le gustaba cuando éramos críos, se disculpó por lo que hizo. Encima repetía que no podía contarme por qué actuó de esa forma, como si tuviera un horrible secreto, y…

—Lo sé, Blanca: os acostasteis. —Begoña asiente, comprensiva.

—Yo no quería. Me pilló con las defensas bajas —me quejo, mordisqueando una patata—. Estaba a punto de marcharme y me empotró contra una mesa, ¿sabes?

Begoña vuelve a reírse, pero al ver mi cara de fastidio, agita la mano y asiente con la cabeza, como asegurándome que se calla ya.

—Vale, vale. Sé que todo esto es duro para ti.

—¿Duro? Una jodienda, eso es lo que es. Quería mantenerlo como simple sexo, pura diversión.

—¿Y lo lograste? —me pregunta Bego con curiosidad.

—Pues… —Titubeo unos segundos al tiempo que la miro—. Sí…

—Ya. —Begoña asiente, y se pasa la lengua por el labio superior para quitarse los restos de salsa—. ¿Piensas que él siente algo por ti todavía? ¿Te gustaría, Blanca? —Me mira muy seria.

—¡No! Quiero decir que me daría igual.

—¿En serio?

—¡Ay, no sé! Es que me niego a caer en los brazos de alguien que me hizo tanto daño en el pasado. Es como si no tuviera autoestima, ¿no?

Mi amiga se mete el último trozo de hamburguesa en la boca y se dedica a masticarla con parsimonia, observando el plato. La miro en espera de que diga algo, que me dé la razón y me anime a olvidar a Adrián.

—Chica, tampoco es eso. Hace mucho tiempo que pasó. Y créeme que los adolescentes son imbéciles. Yo misma lo fui. Me comporté bastante mal con algunas personas y luego me arrepentí. Pero eso no significa que sea una mala chica, ¿no?

—No.

—Pues ya está.

Me quedo callada y me doy cuenta de que se me ha formado un molesto nudo en la garganta.

—Blanca… ¿No será que lo que te pasa es que temes enfrentarte cara a cara con esos viejos sentimientos que creíste superados? Porque supondría que no tienes tanto control como pensabas, y sé que esa es una de las cosas que más te aterrorizan.

Begoña sonríe y, un segundo después, requiere al camarero. Se pone a preguntarle qué hay de postre, pero mi cabeza acaba de desconectar. Si se supone que soy tan valiente y fuerte, que he superado mis temores y estoy tan segura, ¿por qué noto esta presión justo en el centro del pecho? ¿Por qué siento que, una vez más, me he equivocado en todo?

—¿Blanca? ¿Estás ahí o te has marchado ya? —bromea Begoña agitando la mano delante de mi cara.

—Voy a pedirme el postre más grande que haya. Y con más chocolate.

—No te preocupes, cielo, que ya lo he hecho por ti. —Me guiña un ojo.

Entonces comprendo que justo es esto lo que Begoña pretendía con sus palabras: que me pusiera a pensar en todas las estupideces que cometo, en lo que yo creo pero no coincide con lo que en realidad es, y en las veces que me miento. Pero como odio sentirme así, como me aterroriza flaquear, como ella dice, y cometer los mismos errores, mi mano se mueve sola por mí. Y saca el móvil del bolso. Begoña me observa con curiosidad mientras tecleo con rapidez.

—No cuentes conmigo para este sábado —le digo, y arruga las cejas sin entender.

Unos segundos después el whatsapp me avisa de que mi mensaje acaba de llegar a su destinatario: Sebas.