22

 

 

 

 

Consigo controlarme, como de costumbre en los últimos años, y simplemente vuelvo el rostro hacia él y lo miro casi sin parpadear. En ese momento Adrián deposita la guitarra en una de las sillas con mucho cuidado, se incorpora y me observa desde su altura.

—Blanca…

—¿Sabes qué, Adrián? Que ahora tendría que enviarte a la mierda por tus mentiras y tal. Porque te juro que no entiendo nada. No debería permitir que te mofes de mí una vez más.

—¿Mofarme? ¿En serio lo crees? —Advierto que empieza a enfadarse.

—Eso que me has dicho hace nada es increíble. ¿Cómo te parece que actuaría cualquier otra? Te lo diré: se habría levantado y se habría largado.

—Solo trato de ser sincero.

—Y después de todo lo sucedido, ¿debería creerte? Así pues ¿me muestro contentísima?

—¡Claro que no! —exclama alzando los brazos con exasperación—. Sé que es extraño, después de tanto tiempo, pero eso no significa que no sea cierto.

Niego con la cabeza, sin poder entender a qué vienen todas esas tonterías. Pero ¿qué espera con esta confesión? Adrián se frota los ojos con las manos y, a continuación, vuelve a tomar asiento. Baja la cabeza y se queda un buen rato en esa postura mientras me mantengo callada.

—Supongo que sigues pensando que soy un cabrón —dice con voz trémula.

Realmente ya no sé qué pensar, viéndolo tan apesadumbrado. Y la verdad es que ignoro qué es mejor: que esté marcándose un farol para encandilarme y hacerse el hombre superguay con sentimientos, o que me mintiera cuando éramos unos críos.

—Esto es una locura. Lo sabes tú. Lo sé yo. No tiene ningún sentido. Y te juro que no lo entiendo. No logro explicarme por qué me habrías mentido en algo así, Adrián. Porque te recuerdo que tú, un montón de veces, me contaste lo que hacías con cada una de las chicas que te tirabas. —He recalcado esta última palabra mientras mantengo la mirada clavada en él, a ver si de una puñetera vez alza la cabeza y se digna corresponderme.

—Era gilipollas. No hay otra explicación. No puedo ofrecerte más que esa.

Se frota el cabello. Brillante, rebelde, suave… Como él. O, al menos, como yo creía que era él. Ahora mismo me siento como si el Adrián al que yo conocía nunca hubiese sido real.

—¿No te acostaste con ninguna chica antes que conmigo? ¿En serio? —pregunto curiosa.

Al fin mueve ligeramente el rostro para mirarme. Nos observamos unos segundos, con cautela. Los ojos de Adrián parecen tristes. Todo su rostro, de hecho. Jamás lo había visto así.

—Había hecho muchas cosas —dice en voz tan baja que apenas si puedo entenderlo—. Pero no acostarme con ellas. Hay muchas maneras de tener sexo, Blanca. Yo ese no lo quería. Las otras tías me importaban tan poco que ni me merecía la pena hacer ese esfuerzo.

—Pero… entonces… —Trato de buscar las palabras adecuadas—. ¿Por qué me decías todo eso? ¿Por qué me mentiste? Era tu amiga, Adrián. Y luego me demostraste que jamás me apreciaste. ¿En cuántas cosas me has mentido?

—En nada más… —responde mirándome, aunque lo cierto es que no parece verme. Como si estuviera muy lejos de aquí—. Y, joder, en realidad, en todo.

—¿Qué quieres decir?

—Te contaba que me acostaba con esas chicas y… No sé. No sé lo que esperaba, pero sé que esperaba algo. Una reacción por tu parte. Un gesto. Una mala cara. Un insulto, llamándome guarro, por ejemplo. Lo que fuera que me hiciera pensar que te molestaba que anduviera con otras.

—¡¿Qué?! ¿Por qué? ¿Para qué querías que me enfadara?

—Blanca, yo no sé cuándo cambió todo. —Se muerde el labio inferior con nerviosismo—. Tú habías sido siempre mi mejor amiga, casi como una hermana pequeña. Y, de repente, un día me levanté y ya no era el mismo, y tampoco lo eras tú a mis ojos. Te miraba y me encontraba con una chica a la que deseaba abrazar, besar, saber cómo olía su piel.

Carraspea. Imagino que tendrá la boca tan seca como yo. Necesito un cigarro. O dos. Y una copa. Algo que me ayude a olvidar que todo podría haber sido distinto. Mucho mejor. Más bonito. Con un final feliz.

—Pero tú… Maldita sea, no sé. Es muy difícil explicarlo. Aunque pienso que somos nosotros los complicados y los que hicimos que todo lo fuera. Tú… tú no te fijabas en los tíos. Ni siquiera hablabas de ninguno. No te inmutabas ante mis comentarios. No te dabas cuenta de cómo te miraba o de cómo me ponía de nervioso estar cerca de ti. Y yo mismo no me entendía. Estaba cagado, Blanca. Ese es uno de los principales motivos por los que lo fastidié todo. Por miedo, por cobardía. Y por otras razones ajenas a ti… Otras que quizá no podrías entender y que no puedo explicar ni siquiera ahora mismo, pero que me mataban por dentro. Y te juro que no tuve nada que ver con esa carta. No lo descubrí hasta que hablasteis de ella. No la escribí para burlarme de ti. No formé parte de esa cruel broma.

Lo detengo con una mano. ¿Qué es esto? ¿Es la confesión que yo esperaba? Puede, pero hace diez años. No ahora, después de todo el dolor que tuve en el corazón.

—¿Intentas decirme que te gustaba, Adrián? —Lo miro con incredulidad—. ¿Que todas las cosas horribles que me soltaste esa tarde fueron una mentira? ¿Por qué? ¿Qué querías conseguir? ¿Quedar de tipo duro y guay que se había burlado de la gorda fea y que, encima, ella va y se prenda de él? Porque eso es muy retorcido, Adrián. Eso es muy jodido, de verdad. Quizá hasta habría sido mejor que no hubieras sentido nada por mí.

No contesta. Noto un ligero escozor en los ojos. «No, Blanca, no. Te prometiste no llorar por un hombre. Cumple tus promesas y sé fuerte.»

—El último día que nos vimos estabas hablando mal de mí con la persona que tanto daño me hizo. Luego no me defendiste y, al final, me rechazaste de malas maneras —le recuerdo molesta.

—Me arrepentí enseguida.

—Podrías haber ido a buscarme, y no lo hiciste.

—Pensé que, después de eso, no querrías volver a saber de mí. Pero aprendí que la mejor forma de solucionar las cosas es siendo sincero y valiente. Fui a verte. Llegué tarde. Ya te habías ido esa mañana. Tu madre no te dijo nada, ¿verdad?

—Me hiciste daño, Adrián. Muchísimo. En realidad, fuiste tú quien echó por tierra todos mis intentos de ser una persona valiente.

—Lo sé. Joder, es que tú… Siempre eras tan fría conmigo… Nunca acertaba a saber qué estabas pensando o qué sentías. Me dabas una de cal y otra de arena. Intentaba abrirme a ti como jamás lo había hecho con nadie. Pero entonces te miraba a los ojos y me topaba con un muro.

Me echo hacia atrás y apoyo la cabeza en el respaldo del sofá. Me dedico a mirar el techo con la rabia hirviéndome en el estómago. Y hay otro sentimiento más: lástima. Por él. Por mí. Por los ratos que podríamos haber compartido. Por el dolor y el rencor que nos habríamos ahorrado.

—Siempre decías o hacías algo que me impulsaba a recular. Íbamos hacia atrás continuamente. Los dos. Ambos fuimos culpables de lo que ocurrió.

Abandono el respaldo y lo miro con una ceja arqueada, enfadada.

—¿Perdona? Fuiste tú quien se comportó mal —respondo con voz seca, la de esa Blanca fría que soy desde hace tiempo—. Te escribí una carta en la que puse todo. Y tú, al parecer, te vengaste porque, hasta entonces, no había sabido cómo expresar lo que sentía, y te daba rabia. Es eso, ¿no?

—¡Y tú me jodiste una de las cosas más importantes para mí! Me pinchaste las ruedas de la moto y me la rallaste. ¿Es que ya no lo recuerdas, Blanca? —me escupe con acritud.

Como para no hacerlo. La verdad es que me quedé muy a gusto. Sé que fue una venganza cutre, de joven despechada, pero fue lo único que se me ocurrió. Sabía bien el tiempo que dedicaba a su moto y cómo la adoraba.

—Podrías haberme preguntado, simplemente —le digo más calmada. De todas formas, ya no hay nada que hacer. Ya da igual. Todo eso es pasado y es atrás donde debe quedarse—. Tenías miedo, vale. Pero si me hubieses dicho lo que ocurría…

—Estaba asustado porque era un crío y lo que sentía era demasiado grande. Me ahogaba la idea de que tú, después de mi confesión, cambiaras conmigo. Y había muchas razones más, unas que no podrías entender.

—Deberías explicármelas. Porque, si no, continuaré pensando que hiciste todo aquello porque eras un maldito cobarde que quería mantener las apariencias ante los demás. Un superficial.

—No soy capaz de explicarte los otros motivos, Blanca. Me duelen. Son difíciles. Implican muchas cosas penosas sobre mí. —Suspira con el rostro contraído por el dolor—. No quería perderte, ni hacerte daño. —Suelta un gruñido—. Pero, ya ves, de todas formas lo hice.

—No ganó ninguno de los dos —musito.

Me doy una palmada en los muslos, finiquitando la conversación. Lo único que quería era una disculpa. Sinceramente, todo esto es mucho peor. Me levanto del sofá y me mira desde su asiento con ojos suplicantes.

—Me voy, Adrián. Ya no hay tiempo para nosotros.

Paso por su lado en silencio, sorprendida yo misma de mi serenidad. Quizá soy más fuerte de lo que pensaba. Él no me sigue, pero, a diferencia de aquella vez, me pregunta:

—¿Y tú? ¿Por qué no me confesaste la verdad antes? ¿Por qué no insististe? Me hiciste creer que era un juguete a tu antojo y que solo nos acostábamos por tu deseo de ser otra.

Aprecio ansiedad en su voz. Me quedo plantada en medio del salón, dudando. ¿Cómo explicarle que soy una persona incapaz de revelar mis auténticos sentimientos?

—¿Qué más da? No cambiaría nada, Adrián. Absolutamente nada. Necesitaba sobrevivir, ¿entiendes? Igual que ahora. Protegerme.

Avanzo sin mirar atrás. Mi corazón late a punto de escapar de mi pecho y caer al suelo, abatido. Estoy a punto de alcanzar la puerta cuando lo noto a mi espalda. No me da margen para reaccionar. Me veo empujada contra la mesa. Mi mente viaja en el tiempo, y me parece que estamos viviendo de manera cíclica y cometiendo los mismos errores.

—Eres tan egoísta… —susurra en mi cuello.

Agacho la cabeza, con el flequillo cubriéndome los ojos. Tener a Adrián tan cerca me hará enloquecer. Me estallará el corazón una vez más. Y ya son demasiadas.

—Pero eso era lo que más me gustaba de ti. Tu forma de ser. Esa que me enseñaba que podías comportarte como la persona más egoísta y la más generosa a la par.

El dedo de Adrián se desliza por la piel de mi espalda, confundiéndome. Provocándome dudas. Quiero que me haga sentir como cuando tenía dieciocho años y, al estar con él, todo lo demás desaparecía. Mi sonido favorito era su risa. Y mi lugar preferido, su boca. Pero es solo eso. Intentar revivir un recuerdo. Ya no soy aquella adolescente…

—Alguno de los dos podría haber dado el paso. Tendría que haber sido yo —murmura justo en mi oído.

Las piernas me tiemblan. Adrián apoya la frente en mi nuca, y cierro los ojos, apreciándome condenada. Quiero darme la vuelta y estrecharlo entre mis brazos, pero no puedo. En este juego es muy fácil entrar. Lo difícil es encontrar la salida.

Estoy a punto de conseguirlo cuando noto sus labios en mi pelo. A continuación, llega hasta mis oídos el sonido de una cremallera. No es hasta segundos después que descubro que es la de mi vestido.

—No podemos hacer esto, Adrián. No está bien pensar solo con ciertas partes. Me lo dijiste tú, que las cosas no se solucionan con el sexo.

No contesta. Se limita a rozarme los omóplatos y acto seguido a reseguir mi columna vertebral con las yemas de los dedos. Se me pone la piel de gallina en cuanto me cubre la cintura con ambas manos.

—¿Por qué hablas de eso como si fuera un pecado? —me pregunta acariciándome con suavidad—. ¿Qué más da? ¿Acaso no vas a irte y todo seguirá como antes?

No respondo. Me echo hacia delante con la intención de separarlo, pero lo único que consigo es provocarlo más. Mi trasero choca sin querer, o eso es lo que quiero creer, con su miembro, que, por supuesto, ya ha despertado.

—Sé que me deseas, Blanca. Quizá tan solo sea porque tú eres una mujer y yo, un hombre. Porque te gusta disfrutar del sexo. Y eso está muy bien. Pero, desde que hemos vuelto a encontrarnos, me gustaría pensar que hay algo más, que todavía queda en nosotros parte de lo que fuimos. No te culpes. No te martirices. No te sientas peor por ello. Yo también pensé siempre que lo mejor que podrías hacer es odiarme por lo cabrón que fui. Sin embargo, ahora ya no quiero eso. Ahora yo también estoy comportándome de manera egoísta, pero es que no logro dejar de pensar en ti, en lo que pudimos llegar a ser. Necesito desprenderme de la culpa. Dime que me perdonas, joder.

Algo en mí cruje. Es esa barrera que había construido con mucho esfuerzo. Una vez más, está rompiéndose. Y, en cierto modo, me da igual. Puede que Adrián me destroce el corazón de nuevo, pero eso solo si yo se lo permito. Quiero su cuerpo, sus manos, sus labios, su lengua. Lo necesito dentro de mí. Será sexo, tal como me prometí cuando volví a caer en sus brazos al llegar al pueblo. Y no habrá más. Esta vez sí que no. Ya no me lo encontraré y, con él lejos, podré olvidar. Y si continúa acordándose de mí, entonces estará bien porque entenderá lo que sufrí y lo horribles que pueden ser los recuerdos.

Sin poder aguantarme más, voy a darme la vuelta cuando Adrián me retiene. Pone una de sus manos en el centro de mi espalda y me echa hacia abajo. Cierro los ojos, consciente de lo que se propone hacer. Revivir. Quedarse atrapado en uno de los momentos más jodidamente bonitos de nuestras cortas vidas. Tener, una vez más, dieciocho años. Antes de que todo se derrumbara.

Mi corazón grita que me toque ya. Me acaricia el trasero por encima del vestido, y lo aúpo con la intención de provocarlo. Su mano se mete por debajo de la tela. Suelta un gruñido al encontrarse con mi diminuto tanga.

—Me escuece respirar cada vez que pienso en tu piel —jadea.

Se inclina y me cubre con su cuerpo. Noto en mi espalda desnuda la frescura de su camisa. Su pene se aprieta contra mi culo. Lo muevo a un lado y a otro, frotándome hasta que me humedezco.

Adrián desliza sus manos por mis costados hasta llegar a mis brazos. Los recorre hasta alcanzar mis dedos, que tapa con los suyos. Me muerde la oreja, arrancándome un suspiro. Decido actuar. Me gusta ser yo quien domine la situación y con él no va a ser diferente. Antes lo fue, pero ya no soy esa Blanca; ahora soy fría, dura, insensible, controladora. De modo que me incorporo sacando todas mis fuerzas y, al fin, logro darme la vuelta. Adrián y yo nos observamos en silencio. Sus labios, húmedos, me piden en silencio que me los coma. Paso mi lengua por su sonrisa hasta borrársela. Desde el primer momento, el beso es animal, primitivo, cargado de deseo, de dudas, de rabia, de dolor, de temor, de lucha. Somos dos titanes y ninguno dará su brazo a torcer.

Apoyo una mano en su pecho y lo guío por el salón hasta llevarlo al sofá. Lo empujo y cae con un gemido. Me planto frente a él para mostrarle a la Blanca más sexy, esa que conoció en nuestro último encuentro, y con la que se va a topar una única vez más. Me meto las manos por debajo del vestido y, poco a poco, me deslizo el tanga por los muslos. Me detengo en las rodillas y lo miro con la boca entreabierta. Sus labios brillan por la saliva de ambos. Cuando creo que ya lo he provocado bastante me deshago de la ropa interior con un sinuoso movimiento.

—Blanca… —susurra.

Se lleva una mano al pantalón y se coloca el tremendo bulto que pugna por liberarse.

En silencio, me arrodillo ante él. Le aparto las manos y se las coloco a ambos lados del cuerpo. Empiezo desabrochándole la camisa, lentamente, sin apartar mi mirada de la suya. Cuando sus tatuajes aparecen ante mí el corazón me brinca en el pecho. Basta. Es solo sexo. Adrián, el chico que puede darme el mejor orgasmo de mi vida. El que me sacia, el que quema mi piel hasta hacerla entrar en combustión. Pero ya está. Él debe ser como los otros para no dañarme.

Le acaricio el pecho desnudo dibujando su tatuaje con la punta de los dedos. Bajo por su vientre y, al alcanzar su ombligo, me inclino y se lo beso. Adrián echa el trasero hacia arriba y me golpea la barbilla con su sexo. Lo miro con una sonrisa traviesa, comunicándole con los ojos que aquí se hará lo que yo quiera. Advierto sorpresa en su rostro cuando le desabrocho los pantalones. Aprieto su miembro en mi puño y suelta un quejido. Se muerde el labio inferior mientras le bajo el bóxer. Su erección me saluda con entusiasmo. Al lamerlo, algo me araña el pecho. Me asalta la idea de que mi lengua está hecha para disfrutarlo solo a él. En cuanto me la meto en la boca, da un brinco. Jadea. Gime. Gruñe. Apoya su mano en mi cabeza, me coge de un mechón de pelo y se lo enrolla entre los dedos.

El sabor del sexo de Adrián me confunde. Me gusta. Demasiado. Esto no es algo que me encante, aunque cuando ellos me lo hacen a mí, trato de devolverles el favor. Con Adrián, sin embargo, es distinto. Lo es porque anhelo notarlo en mi lengua, en mis dientes, en mi garganta. Y quiero oírlo gemir y ver cómo se muerde el labio inferior cuando se corra.

—No… Para, Blanca. Para, coño. Me voy a ir en tu boca. Es demasiado sucio hacer algo así.

Murmuro un «calla» que suena raro porque aún tengo su sexo dentro. No obstante, le obedezco y me lo saco, pero continúo masturbándolo con la mano. Echa la cabeza hacia atrás y gime con la respiración agitada. Su pecho sube y baja, expandiendo su tatuaje. Un corazón pigmentado en la piel que parece latir al ritmo del real. Palpita bajo mi mano. Sus dedos estiran de mi mechón, los de la otra mano se le crispan y, segundos después, se corre en la mía.

—Dios… Blanca. Eres tan especial…

Me monto a horcajadas sobre él, con las rodillas apoyadas a ambos lados de su cuerpo, dispuesta a meterlo en mí sin ninguna piedad. Adrián se inclina hacia delante, acercándose peligrosamente, y me pasa una mano por la nuca. Me atrae hacia él con los labios entreabiertos, con la intención de besarme. Ladeo el rostro, con lo que su boca acaba en mi mejilla. Me la besa con suavidad, hasta que se emociona y saca la lengua para lamerme la mandíbula.

Trato de evitar su boca, pero, al final, no lo consigo y caigo. Y quiero pensar que en su lengua y en sus dientes tan solo hay sexo cuando me besa, pero no es así, o al menos no me lo parece. Porque los besos de Adrián son muy distintos a los de los otros hombres con los que he estado. Y eso me da miedo. Tanteo buscando su pene y, cuando lo encuentro, lo guío hacia mi entrada. Él gruñe en mi boca y me da un mordisco en el labio inferior y otro en la barbilla. Me dejo caer y, sin más, se cuela dentro de mí en un suave balanceo. Mi carne tira deseosa por abrirse a él. Noto a Adrián nervioso, apretado contra mí, sujeto a mis caderas.

—Quiero sentirte, Blanca —jadea. Le beso con más fuerza para acallar sus palabras—. Perdonarme en tu piel. Redimirme. Expiar mi pecado.

Apoyo ambas manos en el respaldo del sofá y empiezo a moverme. Es él quien me pide más. Dibujo círculos con las caderas, me muevo de la manera más sensual posible. Adrián se acelera debajo de mi sexo y gime. A mí también se me escapa un jadeo. Sus dedos se clavan en mis nalgas, separándolas, en un intento por adentrarse más en mí.

—Joder… No quiero que esto se acabe —susurra con la voz cargada de placer.

Pero ya no lo escucho. Si lo hago, estaré perdida. He abandonado mi mente. Me concentro en lo que siento, en las llamas que recorren mi cuerpo, en el estremecimiento en el vientre y en el cosquilleo de los dedos de los pies. Puede que Adrián tenga razón y sea una egoísta. Pero tan solo quiero que no me hagan daño.

Doy un par de bruscas sacudidas, provocando que cierre los ojos y gruña. Sé que está a punto de correrse. Su sexo no para de palpitar en mis paredes. Acelero mis movimientos con tal de alcanzar el orgasmo antes que él. En mis ojos cerrados, veo sus tatuajes. La humedad de mi entrepierna crece. Siento que caigo en un torbellino, una espiral que me impulsa a volar. Me corro en silencio, con la cabeza echada hacia atrás. Me muerde un pezón por encima de la tela del vestido. Como no llevo sujetador, puedo notarlo a la perfección. Hunde la cabeza en el hueco de mis pechos. Se abraza a mí, soltándose, vaciándose. Estoy a punto de acariciarle el pelo, pero logro contenerme.

Cuando estoy segura de que ha terminado, me levanto y lo saco de mí. Me mira algo confundido, aunque en sus ojos advierto que también sabe lo que va a ocurrir. Supongo que, por eso, no dice nada.

Recojo mi tanga del suelo y abandono el salón en dirección al baño. Mientras me lavo, me recuerdo que estoy por encima de todo lo que me ha hecho sentir. Cuando salgo, él ya se ha colocado la ropa y espera sentado en el sofá. Serio, con la mirada perdida. No sé qué palabras puedo dedicarle a modo de despedida. Para mi sorpresa, se adelanta.

—No voy a pedirte nada más, Blanca. Es solo sexo. Sé que todavía no puedes ofrecerte a mí.

Trago saliva, confundida. En mi garganta pugnan unas palabras: «Te perdono, Adrián. Y me gustaría no hacerlo, pero simplemente es superior a mis fuerzas. Todavía estás en mí, ahogándome, quemándome». No se materializan.

—Lo que sí te pido es que no ignores lo que ha ocurrido estos días. Estaré un tiempo en Madrid, lejos, para que puedas reflexionar. Yo lo haré, y si me doy cuenta de que he cometido un error con mi acercamiento, entonces daré marcha atrás. No voy a dañarte otra vez, te lo juro.

—No puedo dejarte entrar en mi corazón. Cuando lo hice, me heriste. ¿Lo entiendes, Adrián? —susurro—. No es que me hagas daño. Es que desde que ocurrió aquello el dolor se halla dentro de mí y no he conseguido desprenderme de él. Puedo evitar que me lastimes, pero no el hecho de que tenerte cerca duele. Duele como si mi cuerpo fuera a romperse.

Asiente con la cabeza. Un nudo me aprieta en la garganta. No nos despedimos. Imagino que es lo mejor. Me doy la vuelta y me dirijo a la puerta, intentando aparentar tranquilidad en mis pasos.

—¿Crees que algún día serás capaz de confiar en mí y tratar de recomponer nuestra amistad? —me pregunta antes de salir.

Me detengo, apretando el pomo con fuerza. Me hago daño, y este dolor es una forma de mantenerme en la realidad. Tardo unos segundos en responder, pero lo hago segura.

—No es cuestión de confianza, Adrián. —Ladeo la cabeza para encontrarme con sus ojos brillantes—. Necesito tiempo. Entender qué ocurrió aquella horrible tarde y qué es lo que ha pasado aquí estos días.

—Lo sé. Y esta vez seré paciente.

Cuando estoy esperando el ascensor, oigo los acordes de su guitarra.

Eternal Flame.