16

 

 

 

 

Begoña llegó veinte minutos después sin bragas y a lo loco, con sus rizos negros revueltos y una cara de satisfacción que no podía con ella. Me encontró en el portal de la finca, sentada en la escalera con la mirada perdida. Me había pasado ese rato pensando en todo lo que había ocurrido con Adrián en tan poco tiempo y en sus duras palabras, que me habían dolido a pesar de todas mis protecciones.

—¿Qué haces aquí? —preguntó una Bego sorprendida cuando le abrí la puerta—. No me digas que has perdido las llaves y que tus padres no oyen el timbre.

Alcé el llavero y soltó un suspiro aliviado. Se sentó a mi lado y se quejó de lo frío que estaba el suelo. Normal, si se había dejado la ropa interior en el coche de aquella chica, según me contó después.

—¿Por qué tienes esa cara?

—Adrián y yo hemos discutido… o eso creo —contesté con una mano apoyada en la barbilla.

—¿Me lo acabas de explicar tumbadas en la cama? Estoy agotada.

Asentí, y ambas nos incorporamos y nos dirigimos al ascensor. Begoña se moría de ganas por relatarme todo lo acontecido con la morena del buen culo, pero se contuvo por culpa de mi ceño fruncido y mis morros arrugados. Una vez en el dormitorio, con nuestros camisones suaves y frescos, volvió a interrogarme.

—Quería hablar sobre lo que pasó años atrás.

—En realidad, lleva algo de razón.

—Puede, pero también debería entender que me causa dolor recordarlo y que, en ocasiones, es mejor olvidar.

—Que no es lo mismo que superarlo. Y quizá vosotros necesitáis una charla en la que os digáis todo lo que sentís.

—Begoña, sabes que se me da fatal hablar de sentimientos.

—Nunca es tarde para aprender. —Se encogió de hombros y, mirándome con sus ojazos, añadió—: El silencio se enquista en el alma.

—Ya llegó la filósofa —bromeé.

Nos quedamos calladas, y ya pensaba que Begoña se había dormido hasta que, unos diez minutos después, susurró:

—No sé lo que Adrián hizo realmente, pero si algún día te sientes preparada, cuéntamelo. Y si crees que va a dolerte seguir encontrándote con él, detente. Páralo antes de que sea dañino para ti. O para los dos. Nadie es capaz de controlar lo que siente.

Desde que el domingo Bego se marchó, Adrián y yo no hemos vuelto a encontrarnos a pesar de que he salido a comprar el pan, a correr o a tomar algo. Lo más probable es que todavía esté molesto, ya que siempre fue así: los enfados le duraban. Y aunque me he convencido de que la lejanía es lo mejor, un vacío me asalta cuando pienso en las pasadas noches. Y de repente me descubro imaginándolo desnudo ante mí, besándome, tocándome, susurrándome que todo ha cambiado y que puede ser mejor, que llevo razón en no querer sacar a relucir el pasado y que nos centremos en disfrutar del presente. Cuando abro los ojos me veo sola en la cama, con la mano en la entrepierna húmeda.

En cuanto a mi familia, he decidido ser más simpática con ellos. Mis padres se sorprendieron muchísimo cuando, el domingo por la tarde, una vez que Bego se hubo marchado, dejé los expedientes de un cliente por un rato y me uní a ellos en el juego de las cartas. Y luego al del parchís. Y al del bingo. A mi madre le hacían chiribitas los ojos. Un poco más y se me echa a llorar ahí mismo. Hasta Javi ha notado mi cambio y ya no me suelta tantas tonterías.

En el cuaderno he anotado mis porcentajes de bienestar y lo cierto es que son aceptables, a pesar de todo. He conseguido apuntar tres cosas positivas sin tener que pensar mucho. ¡Vamos por el buen camino!

El martes me levanto temprano para correr y, de ese modo, relajarme. Eso sí, da igual a la hora que lo hagas, pueden ser las cuatro de la madrugada que tu madre ya estará despierta y habrá hecho un montón de faena.

Cuando entro en la cocina, dispuesta a tomarme un yogur líquido y coger una botellita de agua para el camino, un maravilloso olor me conquista. Enseguida caigo en que mi madre debe de haber hecho una de esas cocas con trocitos de chocolate que tanto me han gustado siempre. ¡A las ocho de la mañana!

—Blanca, ¡qué bien que te hayas levantado!

—Buenos días para ti también, mamá —la saludo. Me acerco a la nevera, saco una botellita de Actimel y me la bebo de un trago sin apartar los ojos de ella—. ¿Ocurre algo?

—He preparado una coca —me dice sonriente.

—Genial. Pues cuando vuelva me como un trozo.

—No, no. Es que no es para ti.

—¿Para quién, entonces? —le pregunto con una ceja arqueada.

Me da la espalda, abre uno de los cajones, saca papel de aluminio, corta un pedazo grande y se pone a envolver la coca. Me arrimo un poco para verla. Madre mía, qué bien huele, y me la quiere negar. Cuando se da la vuelta, me mira con los ojos brillantes.

—Es para Nati. —Me tiende el paquete—. Iba a llevársela yo, pero estoy muy liada y como tú vas a salir…

—Es una trampa, ¿verdad?

—¡No digas tonterías!

—Está claro. ¿Qué has ideado? ¿Que Adrián y yo retomemos nuestra antigua amistad?

—¿Qué trampa ni qué niño muerto? Yo tengo muchas cosas que hacer y tú, en cambio, vas a salir a la calle ahora mismo. Vamos, blanco y en botella. —Y me tiende la coca con más insistencia.

—He de salir a correr. —Me cruzo de brazos.

—¡La tía Nati se muere de ganas por verte!

—Pues que venga ella aquí —me quejo—. Además, ni siquiera es mi tía, por favor.

—¿A qué viene eso ahora? ¿Qué te ha hecho a ti la pobre mujer, con lo que te ha querido siempre? —Lo ha dicho con ojos tristes, para que me sienta mal, que ya me conozco yo sus tretas.

—Mamá, tengo cosas que hacer.

Me dispongo a dar media vuelta y salir pitando, pero mamá chasca la lengua y me llama como si yo fuera una cabra triscando por el monte.

—¡No tienes ninguna excusa buena para no ir! —insiste. Ya se le están poniendo los mofletes rojos. Eso significa que está cabreándose. Mi madre es como Hulk, solo que, en lugar de ponerse verde, se tiñe de magenta—. La tía Nati sabe que estás aquí, y se siente apenada porque no has ido a saludarla siquiera.

—¿Apenada? Pero ¡será posible! —Se me escapa una risa sardónica. Un poco más y le suelto que es que he estado ocupada con su hijo entre las piernas.

—Ya sabía yo que esa simpatía que derrochabas iba a durarte poco —se pone a murmurar. Ahora emplea la psicología inversa.

Total, que cinco minutos después me ha convencido con sus empujones hulkonianos y con sus ataques sentimentales que han logrado hacer mella en mí.

¿Es necesario que explique quién es la tía Nati? No es mi tía de verdad. No compartimos la misma sangre, ni está casada tampoco con un hermano de mis padres. Nada de eso; la tía Nati es la madre de Adrián. Que conste que le tengo un enorme cariño, que, como mi madre afirma, siempre me ha tratado como a una hija. Es otra persona quien me incomoda porque no sé qué podría decirle después de lo de la otra noche. Solo espero que todavía esté durmiendo o que, por un milagro divino, lo hayan llamado para una nueva obra teatral y haya tenido que marcharse de súbito.

Llamo al timbre. Me aclaro la garganta para contestar, pero me abren la puerta sin preguntar. Imagino que mi madre ya ha telefoneado a Nati para avisarla. No aguardo al ascensor, sino que empiezo mi ejercicio subiendo escalones. Este culo hay que ponerlo duro, que aquí en el pueblo estoy pasándome con los postres.

Y la sorpresa me llega cuando alcanzo el rellano. ¿Que por qué? Apoyado en la puerta, con el pelo revuelto, cara somnolienta y pecho desnudo, porque lleva solo unos calzoncillos, me espera Adrián. Esto ha sido una treta urdida por estos tres, estoy segura.

—Vaya, ¿a qué se debe esta visita?

Ni un buenos días ni nada. El tío va directo al grano. No puedo apartar la mirada de su pecho. De su abdomen. De su piel. De su tatuaje en el bajo vientre que quiero lamer… ¡Stop! «Blanca, por favor. Vale que sueltes la mente, pero hasta cierto punto.» Como no contesto, Adrián ladea la cara y esboza una sonrisa.

—Mi madre, que se ha empeñado en que…

No me deja terminar. Me arranca el paquete de las manos, vuelve la cabeza hacia el interior del piso y grita:

—¡Mamá, mira quién ha venido!

La tía Nati sale corriendo, se lleva las manos a la boca y, en cuestión de segundos, se me lanza a los brazos y me come a besos. Por un momento hasta me siento mal por no haber querido venir. Esta mujer es puro sentimiento. La apretujo yo también, sintiendo su cuerpo menudo. Huelo ese aroma tan suyo, un olor que es mezcla de suavizante y canela, y me doy cuenta de que está llorando. Me aparta, sin soltarme de las manos, para echarme un vistazo.

—¡Mírate, corazón! Pero ¡si estás hecha una maravillosa mujer! ¿A que sí, Adri?

—Vaya que sí —contesta él dándome un repaso. Su mirada se detiene en mis pechos, que, aunque sean pequeños, se marcan bastante con esta camiseta que uso para correr. Ni me molesto en ocultarlos. ¿Quiere mirar? Pues, hala, que lo haga.

—Cuánto tiempo, mi vida. Siempre pregunto por ti a tu madre, y lo único que me dice es que estás muy ocupada, que trabajas mucho, pero que estaba segura de que pronto vendrías y te quedarías unos días…

El mamón de Adrián ha rasgado el papel de aluminio y se ha puesto a comer la coca. La tía Nati habla que te habla, pero yo no puedo apartar la vista de él, quien tampoco deja de mirarme. A la luz del día puedo apreciar mejor su cuerpo y… Joder, qué pecho. Menudo abdomen. Y esas dos líneas que se deslizan hacia un lugar que debería estar prohibido. Creo que hasta me ruborizo, así que me apresuro a despedirme.

—Tengo que ir a correr.

—¿Ya nos dejas? —La tía Nati esboza un gesto triste—. Pues ven mañana a comer. Haré puchero, que te gusta mucho y seguro que lo echas de menos.

Lo cierto es que sí, que me comería un buen plato.

—Pues no sé cuándo…

—¡Que venga también tu madre y así celebramos tu visita!

—Oye —interviene Adrián en ese momento, con la boca llena de coca—, espérame y salgo contigo a correr.

¿Qué? ¿Él y yo? Pero ¿a santo de qué viene esto? ¿Se cabrea hace unas noches y está tan normal? De verdad que cada vez entiendo menos a la gente de este pueblo. Aunque, bien mirado, Adrián siempre fue un enigma para mí. La tía Nati le lanza una mirada y dice:

—Eso, hijo, ponte algo de ropa, que no sé qué haces abriendo la puerta de esa guisa.

—No te preocupes, que aquí no hay nada que Blanca no haya visto —suelta tan feliz con una sonrisa maquiavélica.

Por suerte, la tía Nati no entiende, o no quiere entender, lo que el caradura de su hijo ha insinuado. Al final tengo que esperar a que se cambie mientras me como un buen trozo de la coca de mi madre, que sabe a gloria. Nati me cuenta cosas sobre su vida y la del pueblo, y voy asintiendo con la cabeza hasta que, por fin, diez minutos después, Adrián sale de su habitación con unos pantalones cortos, una camiseta y unas zapatillas de deporte. Y hasta así está de lo más atractivo. Me zampo el último bocado enorme de coca para olvidar su magnífico cuerpo.

Los cinco primeros minutos los hacemos en silencio. Después parece que Adrián no puede quedarse callado y empieza una conversación.

—Dime una cosa, Blanca, ¿por qué has decidido venir de vacaciones después de tanto tiempo?

—Supongo que ya era hora. No podía mantenerme alejada toda una vida.

—Te veo muy segura —opina mirándome de reojo.

Je, ¿más segura? Si él supiera que acudo a una psicóloga por mis tontas obsesiones. Pero ¿para qué voy a decir nada?

Se me hace extraño que esté hablándome tan tranquilo, aunque por otra parte él era un tanto extraño en cuestiones de disputas. Se enfadaba, se pasaba días con cara de perro y sin dirigirme apenas la palabra y, de repente, volvía a mostrarse contento.

—No es bueno hablar mientras se corre —digo con esfuerzo.

—¿Qué más da? Yo voy bien. A lo mejor eres tú quien está ahogándose.

Tiene más razón que un santo, pero para disimular mi mal estado físico, me detengo y hago unos estiramientos.

—¿Ya te has cansado? —me pregunta con retintín.

No me molesto en contestarle. Puedo notar su mirada clavada en mi trasero mientras me inclino hacia delante y me toco la punta de los pies. Me quedo en esta posición un poco más de lo necesario.

—¿Estás mirándome el culo? —murmuro, provocándolo.

—Me lo pones casi en la cara, ¿adónde quieres que dirija la vista?

Me incorporo un poco cabreada y, sin darle tiempo a reaccionar, me lanzo a correr una vez más. A los pocos segundos se coloca a mi altura. Marchamos callados cuatro kilómetros, hasta llegar al límite del pueblo de al lado. Damos la vuelta y regresamos, también en silencio. Esto es raro de cojones. O al menos a mí me lo parece. Diez años sin vernos, sin una despedida. La primera vez que nos encontramos, empieza el juego. La segunda, nos besamos y acabamos en mi cama. La tercera, bailamos y tonteamos, follamos en un parque y después regañamos. Y ahora corremos (y no es el verbo reflexivo, ejem) como si nada.

Lo miro de reojo. Está sudado y tiene las mejillas sonrosadas de un modo encantador. Coge aire y lo suelta de manera pausada. Deslizo la mirada por su cuello, sus brazos… Cuando me doy cuenta él también está observándome y sonríe de esa forma suya tan encantadora.

—¿Tengo algo en la cara? ¿Un moco? —se burla.

Continúa siendo el niñato punk, ese que siempre tenía la última palabra. Ese que despertó algo en mí que traté de dormir y no lo conseguí, por lo que parece. Suelto un bufido y acelero. Se une a mí, y como estoy tan rabiosa aún corro más rápido y Adrián me imita. Y al final parece que estemos haciendo un maratón o qué sé yo.

Llego al centro del pueblo resoplando como una cerda. Me ha entrado un dolor en el costado que me está matando. Adrián, en cambio, está tan tranquilo. Sudoroso y congestionado, pero seguro que no va a caerse redondo de un momento a otro como yo.

—Dios, eso ha sido demasiado —digo con la voz entrecortada, sin resuello.

No me detengo hasta llegar a mi calle. Y Adrián trotando a mi lado. Me suda todo, hasta partes insospechadas. Creo que voy a desmayarme como no me meta en la ducha enseguida. Casi me empotro contra la puerta del edificio. Llamo al timbre desesperada. Cuando corro sola, me tomo mi tiempo, voy a mi ritmo. Lo de hoy ha sido demoledor.

No contesta nadie. Pulso el botón de nuevo, empezando a enfadarme. Pero ¿dónde se ha metido la peña? ¡Por favor, necesito una ducha que me limpie todo este sudor! En ese momento, Conchi, que ya está abriendo la pollería, se asoma, me dedica una sonrisa y me anuncia:

—Tu madre me ha pedido que te diga que se iba al mercado.

La miro con horror. Las salidas de mi madre al mercado duran horas.

—¿Cuándo se ha ido?

—Pues hace unos diez minutos.

—¡Jodeeer! —exclamo.

Conchi me mira confundida.

Noto una presencia a mi lado. Ah, sí, Adrián. Por poco me olvido de que sigue conmigo. La pollera lo saluda con una sonrisa y él se la devuelve tan simpático. Mira, qué bien le cae a todo el mundo.

—¿Ocurre algo? —pregunta.

—Que no hay nadie en mi casa. O Javi sí, pero está como un tronco —respondo sin mirarlo.

—¿Y…?

—Pues que no puedo entrar. —Señalo la puerta.

Adrián ladea la cabeza y arquea una ceja. Su gesto es ahora fanfarrón.

Conchi, que ve que el horno no está para bollos, se despide y se mete en el asador.

—¿Y tus llaves?

—Nunca las cojo cuando salgo a correr.

—Entonces ¿cómo entras en tu casa? —me pregunta mirándome como si ahora fuera yo la estúpida.

—Tenemos un conserje. Le dejo las llaves a él.

—¿Y no es más fácil que las lleves al cuello? —Sus ojos adquieren un brillo burlón.

Apoyo la espalda en la puerta con un golpe seco que hasta me hace daño en el culo. Estoy chorreando, con el pelo encrespado y el aspecto de una Miss Camiseta Mojada.

—¿Por qué conviertes cualquier tontería en un drama? —inquiere con una sonrisa ladeada.

—Odio sudar. Quiero ducharme.

—¿A la señorita le molesta un poco de sudor?

Para mi sorpresa, Adrián se coloca delante de mí, con su rostro cerca del mío y dice en voz baja:

—Si tanto ansías una ducha, puedes usar la de mi casa.

Me aparto de golpe y lo miro como si estuviera loco. Se encoge de hombros.

—¿Crees que volvemos a tener diecisiete años o qué?

—Para nada. A tus diecisiete años no eras tan exquisita y borde. O puede que sí…

—No voy a ir a ducharme a tu casa, con tu madre allí y sin ropa para cambiarme.

—No iremos al piso de mi madre.

Arrugo la nariz, sin entender.

—Tengo otro piso.

—¿Y eso? —le pregunto asombrada—. No me lo habías dicho. —Lo miro sorprendida. O sea, que permitió que lo llevara a un parque para acabar teniendo sexo en él. Me dejó parecer una ninfómana desesperada por un coito—. ¿Eres rico y no me he enterado?

Se echa a reír. Niega con la cabeza, mordiéndose con suavidad el labio inferior; un gesto realmente encantador que a cualquier mujer la traería loquita. A mí también, para qué mentir.

—Ojalá. No, lo que pasa es que hace unos años murió mi abuelo y heredamos. Mi madre me dijo que hiciera lo que quisiera con el dinero, y decidí comprar un estudio pequeñito.

—¿Para qué? ¿Y por qué aquí? —Me muestro por completo sorprendida.

—Blanca… Cada vez me preocupa más el odio que sientes hacia este pueblo.

Me quedo callada sin saber qué contestarle. La verdad es que me cuesta creer que comprara un estudio aquí pudiendo hacerlo en cualquier otro lugar muchísimo mejor.

—Entonces ¿qué? ¿Te quedas aquí como una amargada o dejas a un lado tu orgullo? No me como a nadie. A menos que esa persona quiera, claro.

Lo miro unos segundos, que parecen eternos, con cara de tonta, seguro. Echo un vistazo a mi camiseta empapada y a mi cuerpo brillante. Mi familia podría aparecer a la hora de comer, y lo cierto es que no me apetece esperar tanto. Mataría por una ducha. Acepto y, por unos instantes, la voz maléfica de mi cabeza me susurra que ambos llevamos segundas intenciones. No le digo nada, simplemente echo a andar, aunque no sé dónde está su piso.

—Por el otro lado —me guía con su sonrisa sardónica.

—En serio, ¿por qué compraste un piso aquí? —vuelvo a preguntarle.

—A diferencia de ti, me gusta el pueblo. Me trae recuerdos de la infancia. Cuando no estoy trabajando me apetece venir aquí, a casa de mi madre, pero también aprecio la intimidad. A veces duermo en su piso para hacerle compañía. Otras me voy al mío. Además, me viene genial para componer. De esa forma no la molesto con la música.

—¿Así que es como una especie de lugar para trabajar?

—Podría decirse que sí. Aquí todo es tranquilo y consigo inspirarme bastante.

Asiento con la cabeza, aunque de manera indiferente, como si no me importara mucho lo que me está contando. La realidad es distinta: no entiendo bien por qué, pero me apetece saber más sobre él, lo que ha hecho durante todo este tiempo que no nos hemos visto, qué música ha compuesto, dónde vive cuando no está en el pueblo, si todavía le gusta el punk, si ha conocido a muchas mujeres, si se ha acordado de mí… «Eh, Blanca, control. Eso debería darte igual.»

Al final resulta que el piso se encuentra prácticamente a las afueras del pueblo. Como hace tanto calor, continúo sudada. Seguro que apesto. Mientras abre la puerta, empiezo a ponerme nerviosa. Por Dios, ¿qué hago aquí? Es todo tan… surrealista. Mi vida se ha convertido en una película de Almodóvar.

—Pase, alteza —me dice inclinándose hacia delante.

Le dirijo una mueca de desdén y entro en el edificio. Es moderno y cuenta con ascensor. Sin embargo, él va hacia la escalera y no tengo más remedio que seguirlo. Cinco plantas más. Mis piernas van a quebrarse de un momento a otro. Está haciéndolo a propósito, lo sé.

—Es muy nuevo, ¿no?

—Lo compré de obra nueva, sí.

—¿Vive mucha gente aquí?

—No, un par de parejas jóvenes que no son del pueblo. Muy simpáticos. Nunca se quejan cuando toco.

Al entrar en su estudio, me quedo maravillada. Es pequeño, pero bonito y muy luminoso. Está decorado con un estilo práctico y actual, tal como me gusta. Sin duda tiene el aspecto de un piso de hombre, de uno con buen gusto. No puedo creer que él solo haya elegido los muebles. Apuesto a que lo habrá ayudado su madre o alguna mujer con la que…

—El baño está por allí. —Señala el fondo del pasillo, interrumpiendo mis pensamientos—. Te enseñaría antes el estudio, pero como estás tan ansiosa por ducharte… —se burla.

—No tengo ropa para cambiarme —le recuerdo.

—Te dejo algo mío.

Lo miro como si estuviera loco. Suelta un bufido y mueva la cabeza, aunque no parece molesto, sino divertido.

—¿Te importa ponerte uno de mis pantalones cortos y una de mis camisetas? Joder, Blanca, te has vuelto una tiquismiquis. Antes usabas cualquier ropa y te parecía bien. ¿Necesitas lavarte el pelo con champú de caviar?

—Otro comentario de ese estilo, y me voy —lo amenazo. Que me haya recordado mi aspecto adolescente me ha sentado como una patada en el estómago.

—Eres tú la que necesita limpiar su cuerpo. ¿Qué pasa, tan sucia te sientes?

No entiendo nada. ¿A qué vienen estos ataques de macho alfa? La Blanca de la ciudad lo habría mandado a donde amargan los pepinos y se habría marchado con la cabeza bien alta. Sin embargo, me limito a frotarme la frente, tratando de acallar el insulto que me viene a la garganta.

—Dame una toalla —le pido sin ninguna cortesía.

—Por supuesto, alteza —dice sonriendo, aunque ahora ya no parece tan alegre.

Le oigo mascullar por el pasillo algo parecido a: «Debe de cagar terrones de azúcar».

—Perdona, ¿qué has dicho? —exclamo asomándome.

Tan solo me llega su carcajada. Apoyo los puños en las caderas, enfadada. En mala hora he venido aquí. ¿Y si cojo y me voy? ¿Quedaría como una auténtica niñata? No me da tiempo a pensarlo más porque aparece de nuevo. Se detiene ante mí y me entrega una toalla con una sonrisa tirante.

—Espero que sea de su agrado, alteza.

—¡Basta ya de bromitas! —le recrimino.

Me deja en medio del pasillo y se marcha hacia lo que imagino que será el salón. Antes de poder meterme en el baño, me grita:

—¡Por cierto, no hay pestillo!

Su tonito irónico me enfurece aún más. Definitivamente necesito esta maldita ducha. Cierro la puerta y echo un vistazo alrededor. Es un baño pequeño, pero acogedor. Una ducha, un lavamanos y un armario diminuto. Mientras me deshago de la ropa empapada, cotilleo un poco. Tan solo hay pasta dentífrica, un cepillo de dientes y una maquinilla de afeitar. Ni rastro de enseres femeninos.

Me ducho con agua fría primero, después templada y, por último, otra vez fría. Adrián tan solo tiene un frasco de gel del Mercadona y otro de champú. Mi bañera es completamente diferente: enorme, repleta de jabones, cremas suavizantes y demás productos maravillosos que me encantan. A pesar de todo, el agua consigue relajar mis músculos y, una vez que he terminado, me siento limpia de nuevo. Me seco un poco el cabello con la toalla que Adrián me ha dado y después me envuelvo con ella. Mierda, no tengo ropa. Me ha dicho que iba a prestarme algo suyo, pero no me lo ha traído.

Abro la puerta con cautela y asomo la cabeza.

—¿Adrián? —lo llamo. No recibo respuesta—. ¿Hola? —insisto.

En ese mismo instante oigo algo. Música. Arqueo una ceja, confundida. Salgo del baño con la toalla ceñida al cuerpo. Recorro el pasillo de puntillas, tanteando la pared con una mano. La melodía es triste, aunque bonita.

No lo encuentro en el salón. Justo al lado hay otra puerta y de ella parece salir la música. En silencio, me asomo. Lo encuentro de espaldas. Se ha quitado la camiseta sudada y está muy concentrado en algo, con la cabeza ladeada. Me quedo muda, tiesa, sorprendida. Hacía tanto que no lo veía tocando una guitarra…

No conozco la canción, pero me fascina. Está tatareando algo muy bajito. Mueve una pierna al compás de la melodía. Los músculos de su espalda se contraen con cada una de las notas.

Siempre me pareció que su manera de tocar era mágica, que se convertía en otra persona cuando tenía la guitarra entre las manos. Me quedo aquí, apoyada en el umbral de la puerta, con los ojos muy abiertos y el corazón encogido. Recordando momentos pasados que fueron felices. Tal y como Adrián dijo la otra noche, parafraseando la canción de Rihanna, encontramos amor en un lugar sin esperanza. Él me ayudó a creer que podía y merecía ser deseada y querida, aunque luego me arrebatara esa fe de forma rastrera. Por unos instantes pienso que soy una auténtica gilipollas. Una que se ha acostado con el tío que la hizo sufrir y que, encima, ha disfrutado y sentido cosas que no debería. ¿Cómo es que los seres humanos somos tan estúpidos para tropezar dos veces con la misma piedra?