28

 

 

 

 

Adrián parece confundido al principio, pero de inmediato se aferra a la parte baja de mi espalda y me la aprieta con fuerza; a continuación, la abarca entera y me la masajea de una manera nerviosa, casi posesiva. Sus labios se mueven sobre los míos con tal urgencia que un suave gemido brota de mi garganta. Las lágrimas me corren por el rostro y no soy capaz de detenerlas. El beso que nos damos es brutal, cargado de unas ganas y una electricidad que me ahoga y me abrasa.

Me aparto lo mínimo, aunque lo suficiente para detener el beso y poder hablar.

—¿Por qué me haces esto, Adrián? Que caiga… —susurro con voz pastosa.

—No, Blanca. Te equivocas. —Me sujeta de las mejillas cubriéndome los pómulos con sus dedos—. Eres tú la que me hace caer a mí. Me has arrollado siempre —dice con un tono oscuro, sexual. Sus ojos escrutan mi rostro—. ¿Por qué? Dímelo. Cuéntame por qué nunca me explicaste lo que te hicieron en realidad.

—Porque me avergonzaba —confieso con un nudo en el estómago que apenas me permite respirar—. Porque no quería que tú pensaras lo mismo que ellas ni que te fueras de mi lado. Porque creí que podría solucionarlo todo por mí misma. Porque pensé que callando, mostrando indiferencia, fingiendo ser fuerte, se detendrían. Decidí actuar así, y me equivoqué. Tendría que haberles gritado más, hacerles frente, volverme en su contra. Quizá me habría llevado más golpes, y más insultos, pero al menos habría hecho algo. —Lo he dicho de un tirón, soltando de golpe todo el malestar que llevaba dentro desde hacía tanto y no quería desvelar a nadie. Ni siquiera a mí.

—Estuve tan ciego…

Adrián trata de besarme de nuevo, pero niego con la cabeza. Me incorporo un poco y me limpio las lágrimas con los pulgares.

—Solo el ser humano tropieza dos veces con la misma piedra porque piensa demasiado con el corazón. Y eso no es sano. Noto que me quemo cuando estoy entre tus brazos.

Me sorbo la nariz como una cría. «Por Dios, Blanca, quién te ha visto y quién te ve.»

Adrián se incorpora y acopla mis piernas a sus caderas. Noto la erección que presiona en sus vaqueros negros. Y esto no es algo sucio, es algo más intenso, porque cuando él me besa la boca le sabe a algo más que a sexo, no como ocurre con los otros hombres.

Acerca el rostro al mío. Sus dedos apartan los mechones sudados de mi flequillo.

—No, Blanca. Si eso fuera verdad, si hubiéramos pensado más con el corazón, ahora no estaríamos así —susurra en mis labios, y deseo a muerte tenerlos otra vez—. Y no me importaría caer, ¿sabes? Para ser sincero, volvería a tropezar con la maldita piedra una y otra vez, siempre y cuando esa piedra fueras tú.

—Me gustaría ser capaz de odiarte —murmuro ladeando el rostro para no perderme en sus ojos verdosos.

Me coge de la barbilla y me vuelve hacia él. Aprieto los labios. Aprieto el corazón. No voy a soltar más lágrimas delante de Adrián.

—¿Significa eso que me perdonas? —Estudia mi cara en busca de alguna señal que le confirme mi frase.

Asiento débilmente. Creo que lo hice desde el primer segundo en que nos reencontramos.

—No quería hacerte daño. Y ahora tampoco. No llores más. Me rompes el corazón.

Un nuevo sollozo se me escapa. Y ahí están los ojos brillantes de Adrián llenándolo todo, más grandes y profundos que este cielo estrellado que nos espía sobre nuestras cabezas.

—A veces, al intentar no dañar a quienes nos importan, cometemos la estupidez de provocarles más dolor —dice con una voz tan seria, tan plagada de tristeza, que me echo a temblar.

Abarca mi cara con sus manos masculinas, esas que tanto me gustaban y que siguen despertando mi cuerpo. Me seca los últimos restos de lágrimas.

—Te echo de menos, Adrián. No lo entiendo, pero pienso en ti, y en tu manera de mirarme y de tocarme, y en cómo eres capaz de hacerme entrar en el cielo y en el infierno con tan solo un susurro tuyo en mi oído —confieso sin poder contenerme—. Pero también me arrepiento de haber ido al pueblo y de habernos encontrado, porque estaba tranquila y trataba de olvidarte por completo, y seguir con mi vida sin que tu sombra planee sobre ella.

Adrián me observa atónito, con la boca entreabierta, los dientes que tanto deseé asomando de entre sus labios, con los ojos embargados por la sorpresa.

—Me iré —susurra sacudiéndome la cabeza—. ¿Vale? Pararé esto si es lo que necesitas. Si mi presencia te hace daño, ya está. Te lo dije.

Niego con los ojos cerrados y suelto un grito frustrado. No sé lo que quiero. No sé lo que necesito. Me da miedo tenerlo cerca, pero también lejos. Cuando estoy con él pienso en los momentos bonitos y en los malos. Me duele y me sana. Y deseo ser como antes, pero a la vez como ahora. No sé amar. Él tampoco. Quizá los dos estemos muy dañados. ¿Cómo podrían estar juntas dos personas así?

Adrián deja escapar un suspiro y apoya su frente en la mía para abrazarme. Esta intimidad me vence. Detengo los pensamientos. Me guío por mi cuerpo, por lo que me reclama. Por esas cosquillas en el vientre que me asaltan.

—Te necesito —digo sin apenas fuerzas.

—¿Qué?

—Fóllame. Destrózame, pero con tus besos, con tus manos, con tu piel.

—Blanca…

—No puedo evitarlo. ¿Lo entiendes? Es superior a mí. Quiero tocarte y que me toques, olerte… Esto ya no es solo atracción, es necesidad. —Abro los ojos, un poco avergonzada, y clavo mi mirada en la suya, que me observa con preocupación y también con un deseo brutal.

—Haces que pierda toda la cordura. —Sus manos se meten por debajo de mi vestido y me aprietan los muslos—. Ignoro cómo arreglarlo todo, pero tú tampoco me ayudas.

—No sé si nuestros corazones están hechos el uno para el otro, pero nuestros cuerpos sí —susurro, y acerco mis labios entreabiertos a los suyos para aspirar su respiración.

Adrián me aprieta contra él y acoge mi boca, que lo espera ansiosa. Tiemblo de ganas, de deseo contenido durante mucho tiempo. Besos húmedos, escandalosos, llenos de jadeos; besos como ningún otro, como los que solo él puede darme. Adrián sabe a peligro, a lujuria, a condena, a dolor, a paz, a recuerdos, a juventud, a libertad.

Me aferro a sus hombros y me coloco de forma que su abultado sexo presione contra el mío. Me sube el vestido para que la fricción sea mayor. Gimo. Adrián me coge de la cintura y, de golpe, me tumba de espaldas al suelo. Se deshace de la camiseta, y me parece que sus tatuajes resplandecen en la noche. Y él es también oscuro, y tan masculino, tan salvaje y dulce a la vez… Se me encienden las mejillas al verlo así y me humedezco, tanto que cuando palpa entre mis piernas gruñe de satisfacción.

—Blanca —jadea Adrián entre un beso y otro—. O estás loca o…

Ni siquiera me molestan sus palabras. Es más, yo misma lo empujo contra mi piel ardiente y lo animo a continuar.

—No me follan como tú —le digo al oído con un gemido, y su corazón palpita en mi pecho.

—¿Cómo te follo yo? —susurra con su jodida voz erótica.

—Con todo tu cuerpo, con tus manos, con tus ojos…

Me agarra de las muñecas y me levanta los brazos por encima de la cabeza, apoyándomelos en la hierba. Con una rodilla me separa las piernas y se coloca entre ellas. Empieza a frotarse de tal manera que pienso que me correré sin que entre en mí. Su boca deja una estela de besos húmedos en la mía y enloquezco, muero bajo su peso. Trato de desembarazarme de sus manos para aferrarme a su espalda desnuda, pero me aprieta los dedos con más fuerza.

—Dios, Adrián. Dios…

Por un momento pienso que esto va demasiado rápido y que en nada todo habrá terminado y volveremos a ser los mismos de siempre, pero por suerte la voz de mi cabeza se apaga y tan solo quedamos la noche, el sudor de nuestros cuerpos y la lengua de Adrián bajando hasta mi canalillo. Me suelta una mano para bajarme un tirante. El encaje del sujetador le molesta, de modo que ahueca la copa hasta que mi pezón aparece. Se lo mete en la boca, lo lame, lo mordisquea, sopla en él, y me retuerzo y alzo el trasero para notar su sexo, que al final no alcanzará a adentrarse en mí.

—Blanca, eres mi puta locura —jadea en mi pecho.

Deslizo las manos hasta su culo y se lo aprieto. Adrián abandona mi otra mano y la baja hasta mis bragas. Tira de ellas y las rompe a medias. Son caras, pero no me importa. Lo único que deseo es que las haga pedazos y después a mí, porque quiero romperme entre sus brazos como consecuencia del placer.

Al fin logra arrancarlas y, a continuación, trata de desabrocharse el vaquero. Le tiemblan tanto las manos que tengo que ayudarlo. Pero a mí también me cuesta, y al final terminamos riéndonos de forma nerviosa. Nunca me río con un hombre cuando estamos en la cama.

Adrián apoya las manos en mis rodillas y me separa las piernas. Me sube el vestido hasta el vientre. Observa mi sexo rasurado y se chupa un dedo. Suelto un gritito cuando me lo introduce. Le pido más. Muchísimo más. Todo. El infinito. A lo lejos suena una melodía. Puede que por aquí haya alguna otra pareja haciendo lo mismo que nosotros, pero en la oscuridad de la noche no pueden vernos. La letra de la canción parece hecha para mí. «In your bed, or in your car. On the earth, or up in the stars… I wanna be where you are, even if that means going too far» («En tu cama o en tu coche. En la tierra o en las estrellas… Quiero estar donde tú estés, aunque eso signifique ir demasiado lejos»).

—Si crees que estamos cometiendo un error, dilo ahora, Blanca. Pídeme que pare y lo haré, pero una vez que esté dentro de ti no podré detenerme hasta que te corras. Y no te he traído aquí solo para esto. Créeme cuando te aseguro que quiero ser tu amigo —dice de una manera tan erótica, que el sexo me palpita.

Lo cojo de la cabeza y la bajo hasta mi vientre. Dibuja un círculo alrededor de mi ombligo con sus labios. Arqueo la espalda cuando se desliza hasta mi pubis. Deposita un beso húmedo y, a continuación, su lengua empuja en mi entrada. Un gemido escapa de mi garganta. Me revuelvo en cuanto uno de sus dedos juega con mi clítoris. Esto es el cielo, y anhelo morirme en él.

—Dios… Sabes tan bien, Blanca… Nunca te había probado de esta manera antes, y eres perfecta. Jamás deberías haber creído lo contrario —jadea en mi sexo, arrancándome cosquillas—. Estaría haciendo esto toda mi vida porque tu aroma es parte de mí.

Su lengua se pierde por los recovecos de mis pliegues. Enredo los dedos en su pelo y tiro de él, arrancándole un gruñido de satisfacción. Me alza el trasero con una mano para lamerme mejor, y solo puedo cerrar los ojos y ver las estrellas en ellos. Adrián da un par de golpecitos en mi clítoris con la lengua y me desboco. Gimo, me revuelvo entre sus manos, le ruego más, y él me lo otorga y me hace sentir plena. No me da tregua. Su manera de acariciarme el clítoris, de mordisquearlo, su forma de pasar la lengua por mis labios humedecidos por su saliva y por mis flujos es mucho más de lo que puedo soportar.

—Córrete para mí, Blanca. Quiero guardarme tu sabor muy dentro.

Sus palabras son dinamita. Me muerdo el labio inferior y me abandono a mi suerte. Un fuerte espasmo golpea mi vientre y se encamina a mi sexo. Segundos después me voy en los labios de Adrián y él se bebe mi orgasmo, que no parece detenerse nunca. Me mareo, le aprieto la cabeza contra mis muslos, susurro su nombre en la noche.

Cuando termino se coloca encima de mí con la respiración agitada y el deseo contenido. Su polla dura y húmeda empuja en mi entrada. Se va introduciendo con lentitud hasta conseguir llegar al fondo. Suspiro. Y entonces una embestida. Me duele, pero es ese dolor por el que matarías. Ese dolor que se desborda en mil espirales de placer.

La mano derecha de Adrián se adentra en mi pelo, acariciándomelo, extendiendo los mechones más largos en la hierba alrededor de mi cabeza. El mundo da vueltas, y vuelvo a cumplir diecisiete años y tengo miedo porque la piel me habla de sentimientos que todavía a mis treinta recién cumplidos no alcanzo a comprender.

Y Miley Cyrus canta a lo lejos aún: «I wanna be where you are, even if that means letting go of my heart. You take me higher than I’ve been before. I have a hard time, anyway, saying how I feel. But I’m a little buzzed, so I’m keeping it real. I tried to take it slow, but when you’re around me my pot’s about to blow, and everything you do just turns me out… It never felt right to be so wrong» («Quiero estar donde tú estés, incluso si eso significa renunciar a mi corazón. Me llevas más alto de lo que nunca he estado. He tenido dificultades diciendo lo que siento, pero estoy un poco mareada, así que seré sincera. Traté de tomarlo con calma, pero cuando estás alrededor me siento a punto de explotar y todo lo que haces me enciende. Nunca se sintió tan bien hacer algo incorrecto»). Adrián empuja más, cierra los ojos durante un instante, pero lo cojo de las mejillas, paso los dedos por sus cejas y lo insto a abrirlos. Necesito que me mire. Lo abrazo como se abrazan las cosas que más te gustan en el mundo, las que te hacen sentir especial y asustada porque son grandes y eternas. La piel de su pecho arde, las gotas de sudor recorren su rostro. Sus caderas colisionan entre mis piernas llegando justo al centro, justo a ese remolino que me hace gritar.

—Más… Adrián, más —le ruego al oído.

Jadea. Me levanta las caderas y ambos gemimos.

—Todo, Blanca —dice, y luego me besa con la boca abierta, con su lengua devorando la mía. Nos besamos desesperados sin detener nuestros movimientos, apretando los vientres el uno contra el otro.

Me mueve hasta que quedo sobre él y se incorpora para hundirse entre mis pechos. Me los manosea, los separa y los junta, los muerde por los costados, lame los pezones, tira de ellos y, al fin, los mordisquea arrancándome un grito. Subo y bajo, y él desliza las manos hasta mis nalgas y me las estruja, clavándome las uñas.

—Me gusta verte encima de mí —murmura con voz entrecortada.

Nuestras lenguas se topan de nuevo. Me acaricia el clítoris despacio, logrando que goce de cada espasmo.

—Voy a correrme otra vez, Adrián —gimo, y echo la cabeza hacia atrás.

—Y yo contigo. Quiero contigo…

Me mira con unos ojos que me recuerdan a nuestra primera vez, como si estuviéramos conociéndonos. Y siento tanto miedo… Y quiero que esto nunca termine. Tenerlo siempre así, provocándome placer, satisfacción, libertad.

Adrián gime y empuja con fuerza. Abro la boca y grito. Me deshago entre sus brazos. Su sexo se adentra en mí, palpita, y el mío se contrae. Segundos después, noto su humedad en mi interior.

—Dios, Blanca… No me canso de esto. No me canso —susurra tembloroso, y su pecho agitado contra el mío es una señal de paz.

Nos quedamos en esa postura unos minutos. Yo sobre él. Mirándonos. Me aparta del ojo el flequillo rebelde. Eso me hace caer en la realidad. El golpe es más duro, resuena en mi cabeza, y tengo claro que no puedo ignorarlo, que aquí hay un sentimiento intenso que, si bien se durmió con la lejanía y la falta de contacto, ha regresado con todas sus fuerzas. Debo hacer algo.

—¿Blanca? —La voz tenue de Adrián me sobresalta.

—¿Qué?

—Estás dándole vueltas a algo.

—Qué va —miento.

—Es mejor que no. Esto no se arreglará de esa forma. El miedo no se irá tan rápido —murmura traspasándome con la mirada—. Dejemos que el tiempo diga.

Nos quedamos un buen rato tumbados en la manta, abrazados en silencio, escuchando la música romántica de alguien que estará amando en esta montaña. Sé que ambos, en nuestro mutismo, tratamos de buscar las palabras correctas para expresar lo que sentimos, pero ninguno las encuentra. No soy la única a quien le cuesta poner nombre a todo esto.

Creo que nos quedamos dormidos porque cuando abro los ojos el cielo ya no es tan oscuro. Descubro que Adrián me observa con una mirada que no logro descifrar.

—Tengo que bajar, Blanca —me susurra acariciándome los labios—. Me encantaría quedarme aquí todo el tiempo del mundo, pero ya sabes que he de coger un AVE.

Espero a que recoja todo, de espaldas a él. Me guardo las tarjetas en el bolso con un extraño nudo en el estómago. Una vez que me tiende el casco, me lo pongo con descuido. Ni siquiera soy consciente de que me dejo la rebeca al lado de donde acabamos de tener un maravilloso orgasmo.

En la moto me congelo. No me atrevo a cogerme a él. Me obsesiono con lo que ha querido decir eso de que no le dé vueltas, que dejemos que el tiempo diga… ¿Qué quiere de mí? ¿Y yo de él? El viaje se me hace corto. Al bajar de la moto tengo las manos y la punta de la nariz heladas. Adrián me mira de soslayo.

—Pasaré unas semanas en Madrid —me recuerda.

Es lo mejor para meditar, ¿no? No tenerlo cerca. Pero el vientre me duele. Y el pecho. No le contesto. Adrián vuelve a colocarse el casco con gesto serio. Cuando lo veo inclinarse el pulso se me acelera.

—¡Adrián! —lo llamo con una voz más chillona de lo planeado.

Ladea el rostro y me mira con una ceja arqueada. Estoy segura de que cree que voy a decirle que no nos veamos nunca más, que ha sido el último polvo de nuestras vidas. Pero… estoy muy cansada de todo eso.

—Quiero ser tu amiga. Recuperar todo lo que perdimos en el camino.

Se queda parado, confundido. Cuando entiende a lo que me refiero, asiente con la cabeza.

—Y, como tú dices, que el tiempo ponga todo en su lugar. Si tiene que haber algo más que sexo y amistad entre nosotros, estaré esperándolo.

Adrián abre la boca para decir algo, aunque al final se mantiene silencioso y vuelve a asentir. Saco un papelito arrugado de mi bolso y anoto en él mi número de teléfono. Se lo tiendo.

—Es mi móvil —le informo inquieta—. Los amigos tienen sus números, ¿no?

—Claro. Te escribiré. Y si algún día quieres que te llame, también. Y, cuando regrese a Valencia, podemos quedar y comer juntos —añade con una sonrisa que me ilumina el corazón.

La mano me tiembla del frío y de… ¡Joder, no sé de qué. Me siento borracha de sentimientos. Adrián coge el papel y se lo guarda en el bolsillo trasero del vaquero. Sin más, se despide con una mano. Segundos después su moto se pierde calle abajo. Me quedo sola, con la cabeza atontada y el olor de Adrián en mi piel. Cuando subo en el ascensor y contemplo mi imagen en el espejo me siento mucho más libre, como si me hubiera desprendido de un gran peso que me impedía avanzar.