1
Intento alcanzar el orgasmo, pero cada vez se aleja más. Me revuelvo bajo el peso del hombre que tengo encima, tratando de que conquiste mis entrañas y me dé algo de placer. No es muy agradable aceptar que esto empieza a aburrirme.
Un molesto pensamiento revolotea en mi mente, y me obligo a apartarlo como tantas veces he hecho. Es lo que siempre me aconseja mi psicóloga. «Blanca, tienes que ahuyentar los malos pensamientos, no te hacen ningún bien. Es difícil, pero todo el mundo puede conseguirlo. Incluso tú. La próxima vez que algo malo aparezca en tu cabeza prueba a concentrarte en algo que te guste.»
Sigo su consejo, pero Eternal Flame de The Bangles acude a mi mente. Trato de apartarla, pero no funciona, y me sorprendo tarareándola, algo que me da rabia, pues querría olvidarla. Mi compañía masculina se da cuenta y se detiene. Aparta el rostro de mi pecho y me observa con gesto extraño.
Reparo en su semblante sudoroso y congestionado y me parece muy atractivo, pero simplemente es un tío más con el que me enredo entre las sábanas de vez en cuando. Esta es la tercera vez, y lo más probable es que no se repita nunca más.
—Blanca…
—¿Qué? —Lo miro muy seria.
—¿Estabas… estabas cantando?
—Sí.
—¿Estabas cantando Eternal Flame mientras hacemos el amor?
Vaya. En esa frase hay algo bueno y algo terrible. Punto positivo para él porque ha reconocido la canción. Punto negativo porque ha dicho que estamos «haciendo el amor», y odio esa expresión; de hecho, jamás he llegado a entenderla. Yo nunca hago el amor. Yo mantengo relaciones sexuales. Y lo que estábamos haciendo hasta hace un minuto era eso, nada más. Por mucho que digan que no, nosotras también podemos. Y está bien. No hay que ponerse en plan moralista ni sentir pena. Lo hacemos porque queremos y punto, porque viene bien relajarse acostándose con alguien y gozar un rato.
Aunque, por otra parte, si mi psicóloga me oyera decir esto me miraría con esa cara imperturbable que pone cuando le cuento mis anécdotas y me diría que he vuelto a caer, que sigo mintiéndome a mí misma y que, si no pongo de mi parte, ella no puede ayudarme.
No es una mujer retrógrada, ni mucho menos. Lo que pasa es que está convencida de que el origen de mi comportamiento es un trauma de la infancia que…
—Blanca, ¿te ocurre algo? Estás rara esta noche… ¿No estás disfrutando? —me pregunta mi amante esporádico con aire preocupado, observándome con esos ojazos azules que, junto con un par de cosas más, me convencieron de que sin duda follaba bien. En serio, la mirada de un hombre puede resolver muchas dudas en cuanto a su experiencia sexual.
Nacho, que así se llama el tío que tengo ahora mismo entre las piernas, es de lo más atractivo. Tiene un culo perfecto, unos brazos poderosos y un abdomen envidiable, una espalda por la que navegar y unos brazos en los que sostenerme y clavar las uñas. Pero eso es todo para mí. Un cuerpazo, a pesar de que también parece ser un hombre de lo más inteligente. Y ni siquiera me interesa. Dios mío, algo va mal en mí. O no… Porque simplemente quiero pasarlo bien, gritar cuando llegue el orgasmo y después fumarme el pitillo de la gloria.
—Sí, sí, estoy disfrutando mucho, de verdad. —Le dedico una de esas sonrisas de mujer fatal que los vuelve locos.
—¿Y por qué cantas? ¿Es que tienes una filia de esas extrañas?
Me dan ganas de decirle que mejor se calle la boca, que la está fastidiando. De modo que, para no pecar de maleducada y quedarme sin mi sesión de sexo, enlazo las manos en su nuca y lo atraigo hacia mí. Lo beso, y me gusta. Sus labios son cálidos y húmedos al mismo tiempo.
Nacho me responde con ardor, traspasándome ese sabor inconfundible a deseo, a ganas de comerme, y empiezo a excitarme de nuevo, a sentir unas agradables cosquillas en la parte baja del vientre.
—Eres una mujer increíble —jadea entre beso y beso.
¡Por favor, que se calle! Y si abre la boca, que sea para susurrarme alguna guarrada de las que me ponen a mil. Vuelvo a besarlo con ganas, casi con rabia, y le muerdo el labio inferior con tanta fuerza que hasta le hago daño, ya que se queja. Cuando nos apartamos, me mira con una sonrisa ladeada.
—Eres una chica traviesa, ¿eh?
—No lo sabes tú bien —respondo con voz ronca, un poco más animada porque tengo la impresión de que, por fin, será ese macho que me cabalgó con tanto ímpetu en nuestro primer encuentro.
Sin embargo, en el momento en que empieza a besarme de nuevo, lo hace con más tranquilidad, muy suave, casi con algo parecido a la ternura. Abro los ojos y mientras muevo los labios me dedico a mirar el techo y en mi cabeza vuelve a resonar Eternal Flame. ¡Maldita sea! Trato de que no se me escape en voz alta y joda el beso. Uno que, aunque es más soso de lo que a mí me gustaría, ya es más que nada y consigue que esté callado.
Decido tomar las riendas y sacarlo de mí, para ver si la cosa se anima. Nacho se muestra sorprendido cuando lo aparto y lo empujo contra el colchón. Pero en cuanto comprende lo que me propongo, esboza una sonrisa.
—Quiero comerte entero —le susurro al tiempo que me deslizo por su perfecto abdomen.
Él jadea en cuanto poso mi lengua en sus abdominales y se los recorro. Le dejo un reguero de saliva y bajo un poco más, hasta llegar a su vientre. Uno magnífico, para qué mentir. Marcado, con ese camino que te indica a la perfección cuál va a ser tu destino.
Antes de que llegue a su sexo, posa una mano en mi cabeza y me anoto un tanto. «Sí, esto se anima», pienso. Le doy unos besos en el pubis, que, por cierto, lleva rasurado, algo que me sorprendió ya en nuestro primer encuentro, aunque no sé por qué. Debería parecerme perfecto porque así no hay nada que estorbe. Sin embargo, tanta desnudez me abruma… Mi psicóloga diría, si se lo contara, que es una de mis «extrañas manías», como las denomina. Vale, es posible.
—Joder, Blanca, lo haces tan bien… —gime Nacho. Y aún no he hecho nada. Tan solo le he cogido la polla.
En silencio, me la meto en la boca muy despacio para que ambos sintamos la intensidad de este momento. Está dura otra vez bajo mi lengua, acoplándose a mi paladar. Me excita jugar a esto, tener este poder sobre los tíos con los que me acuesto, y observarlos mientras se la chupo y mordisqueo.
—No pares —me pide con los ojos cerrados.
Los abre, se da cuenta de que estoy mirándolo y dibuja una sonrisa temblorosa.
Ahora se la acaricio de arriba abajo con fuerza, buscando su placer y tratando de encontrar el mío. La boca me sabe a él, y también a mí, y me dan ganas de tocarme y provocarme el orgasmo mientras lo masturbo. Pero me concentro en su glande. Se lo lamo y le doy un mordisquito que recibe con un gruñido. Me agarra del pelo y tira de él con suavidad. Me gusta. Me excito más. Noto que vuelvo a estar húmeda y que me apetece tenerlo entre las piernas de nuevo.
—Cielo, si no paras me iré enseguida… —jadea él.
«Cielo…» ¡Cielo! ¿Qué? Por favor, ¿desde cuándo esto funciona así? No sé, preferiría que me llamara «nena», aunque no sea uno de mis apelativos favoritos, o simplemente por mi nombre. Hago caso omiso de su intervención y sigo a lo mío. Deslizo la lengua por todo su pene hasta su glande. Me lo introduzco en la boca, bien adentro, y continúo acariciándolo con la lengua y la mano. Nacho tira de mi pelo una vez más, gruñe, los músculos de sus piernas se tensan.
Antes de que se vaya en mi boca, me aparto, rebusco en el cajón hasta dar con otro preservativo, se lo pongo con destreza y me coloco a horcajadas sobre él. Me atrapa de las caderas y me sitúa justo sobre su pene, que palpita y me busca. Me muevo hacia delante y hacia atrás, rozándome con su sexo, humedeciendo más el mío. Se me escapa un gemido que espabila a Nacho, pues se incorpora y se abalanza sobre mis pechos. Me mordisquea un pezón mientras me aprieta las caderas, y me gusta, pero quiero más ímpetu, más dureza, tanta que me lleve al borde de la inconsciencia y solo note la sangre recorriendo mi cuerpo y ansíe el placer que vaya a darme.
Le aprieto contra mis pechos, tan pequeños como bonitos, eso dicen todos. Su cálida lengua en mi pezón me arranca un jadeo tras otro. Dejo de frotar mi sexo sobre el suyo y, para su sorpresa, tras auparme un poco me dejo caer sobre su pene y lo hago entrar en mí, y ambos gemimos y sudamos. Por fin estoy disfrutando de verdad, como siempre ha sido y debe continuar siendo.
Los dedos de Nacho se hincan en mis nalgas y me las masajea, me besa con ganas, metiéndome la lengua. Enrosco la mía en la suya, lo saboreo, y me dejo ir de una vez. Consigo apartar todo tipo de pensamientos: los relacionados con el trabajo, mis amigas, la familia y… el pasado. Solo soy, de nuevo, la Blanca que goza con un hombre.
Nacho se deja caer en la cama, y continúo moviéndome, trazando círculos con las caderas. Apoyo las manos en su pecho y le sonrío. Él también a mí. Y, visto y no visto, soy yo quien está debajo. Se coloca de rodillas en la cama, me levanta las piernas y apoya mis pantorrillas en sus hombros. Su sexo se introduce en lo más profundo de mis entrañas, y se me escapa un grito que habrán oído, seguro, los vecinos de arriba. Mañana tendré una nota pegada en la puerta, en la que me pedirán que no haga tanto ruido.
—No pares, Nacho. Dame más —suelto entre gemidos, con las uñas clavadas en sus antebrazos.
Me penetra con tanta fuerza que la cabecera de la cama se sacude. Me noto al borde del precipicio y cierro los ojos sonriendo. Nacho sale y entra de mí a una velocidad inaudita, como hizo las dos veces anteriores. Si esto sigue así, se habrá ganado otro encuentro en mi cama.
—¡Más fuerte, joder! —le pido entre gritos.
—Te… romperé, Blanca —jadea, con el cabello revuelto y el cuerpo perlado de sudor.
Me dan ganas de decirle que no me importa, que lo haga, que lo único que quiero es olvidarme de todo durante unos segundos, flotar en la agradable inconsciencia que me provocan los orgasmos. Me suelta las piernas, y las bajo por sus brazos hasta su cintura. Se la rodeo con ellas, apoyando los talones en su duro trasero, y me muevo a su ritmo hasta que su pene entra aún más en mí, algo que creía imposible.
—No me falta mucho… —gimotea. Lo sé. Lo noto por las contracciones de su sexo en mi interior—. ¿Y a ti…?
—No. Tampoco. Sigue —susurro, y soy incapaz de formar una frase completa.
Mis piernas resbalan por su cuerpo, sudorosos los dos, y de inmediato vuelvo a subirlas y alzo el trasero. Él empuja hacia delante y toda yo vibro. Nacho jadea mientras se derrama y, por fin, yo también me suelto. Me cojo los pechos y me los estrujo al tiempo que noto cómo me tiemblan las piernas. El orgasmo me atraviesa de arriba abajo, navega por mi vientre y se enrosca en mis dedos. Tiemblo… Sin embargo, unos segundos después noto una opresión y abro los ojos. Una vocecilla interior que odio me recuerda que es un simple orgasmo, uno más de los que he ido coleccionando durante todos estos años. Uno que no es sincero, que no es real, que me estremece el cuerpo pero no el alma, que ni siquiera roza un poquito mi corazón.
—Dios, ha sido tan…
Antes de que Nacho termine la frase, lo corto con un beso rápido. No me apetece oír ese adjetivo, cualquiera que sea, con el que iba a describir nuestra sesión de sexo.
A los pocos segundos sale de mí, dejándome una extraña sensación muy parecida al vacío. Lo veo dudar sobre lo siguiente que debería hacer, y al final decide levantarse e ir al baño, supongo que para tirar el condón. Oigo el agua del grifo correr. Cuando regresa a la habitación con su cuerpo estupendo, sus ojos del color del mar embravecido y su tierna sonrisa, lo miro, pero me tenso enseguida porque se tumba a mi lado y pretende abrazarme. Lo siento, pero me escabullo. No puedo evitarlo. Nunca puedo. Y quizá muchos piensen que es muy triste, que soy una estúpida o una zorra cualquiera, pero simplemente es que necesito estar a solas. Jamás me apetece el menor contacto, ni hablar sobre lo genial que ha sido todo cuando hemos terminado. No. Lo único que anhelo es fumar, ese vicio del que ya debería haberme librado.
De modo que me doy la vuelta y palpo sobre la mesita hasta encontrar mi cajetilla de Lucky. Nacho se mantiene en silencio a mi espalda, pero aunque no diga nada su confusión enrarece el ambiente.
Enciendo el cigarro y le doy una honda y larga calada. Con el rabillo del ojo veo que Nacho me observa muy serio y con el cuerpo en tensión.
—¿Ocurre algo, Blanca?
Vaya. Esa es la pregunta que más incomodidad me provoca, aunque supongo que es comprensible y que debería darle alguna explicación. Pero no tengo ninguna que resulte convincente.
—Claro que no. ¿Por qué?
Otra calada a mi cigarro. A este paso, me lo acabo enseguida.
—Me gustaría que fuéramos a cenar alguna noche —dice en un susurro, aunque con voz firme.
Cenar… Claro, he ido a cenar con otros tíos, pero siempre sabiendo que después iba a haber sexo, y nada más. Pero es que me da la sensación de que Nacho tiene otros planes más amplios, y sé muy bien que no me apetece colaborar en ellos, a pesar de que es un hombre al que muchas mujeres querrían tener en todos los ámbitos de su vida.
—No sé cuándo podré —respondo mirándolo a través de la cortina de humo—. Últimamente estoy más ocupada que nunca… Muchos compromisos. Y obligaciones laborales, ya sabes.
—Sé que tu trabajo te absorbe, pero… ¿también los fines de semana? —insiste.
Voy a contestar, pero no me lo permite. Asiente con la cabeza y cruza los brazos sobre el pecho.
—Supongo que lo que sucede es que no te atraigo lo suficiente —añade, más para sí mismo que para mí.
—¡Qué va! ¿Por qué dices eso? ¿No ves lo bien que me lo paso contigo?
—En la cama, Blanca. Solo aquí. —Abarca la habitación con un gesto de la mano.
Le podría contestar que es cierto, que es el único lugar en el que le dejaré entrar, y que ni siquiera así podría imprimir sus huellas. Sin embargo, me digo que sería una respuesta muy cruel, y por una parte me siento mal ya que parece un buen hombre.
—Creo que es mejor que me marche.
Se muerde el labio inferior, un tanto pensativo, y a continuación se levanta y se pone a recoger la ropa esparcida por el suelo.
Paso de la mía y me quedo en la cama desnuda y con el cigarro a medio consumir entre los dedos. Me mira mientras se viste. Yo también a él, y pienso que, por suerte, me ha evitado la molestia de tener que pedirle que se vaya. Creo que ha entendido cuál es el ritual: tonteo, sexo y despedida.
Antes de irse se sienta en el borde de la cama, pero al ver que me tenso de nuevo no hace amago de tocarme o de darme un beso de despedida en los labios, como las otras dos noches.
—Llámame si te apetece salir conmigo por ahí —me dice con una sonrisa forzada. Duda unos instantes, para luego añadir—: O si quieres… esto. También me parece bien.
Asiento. Se muerde el labio inferior una vez más y sale de la habitación un tanto confundido.
Por fin se ha ido.
Y mi cigarro se ha consumido por completo y está quemándome los dedos.
—¡Ay!
Lo apago en el cenicero y me quedo en la misma postura que antes, con la espalda contra el cabecero. Me observo desnuda mientras poso una mano en mi vientre. Contemplo mi cuerpo contundente, con unos kilitos de más que, tiempo atrás, me habría esforzado por rebajar; mi sexo rasurado, aunque no del todo; mis pequeños pechos; mi piel pálida. No soy una de esas chicas guapísimas por la que babean todos los tíos. Es más, algunos rasgos de mi rostro son un poco imperfectos. Tengo los labios muy gruesos y la nariz pequeñita… Pero dicen que poseo algo, cierto atractivo que atrae a los hombres. Quizá es mi descaro. O que sé bien lo que quieren. Ellos lo saben y yo lo sé.
De repente me invade un ligero malestar y me apresuro a coger el teléfono para llamar a mi mejor amiga. En realidad, la única verdadera. Siempre he pensado que, en cuestión de amistad, lo importante no es la cantidad, sino la calidad.
—¡Son las doce de la noche de un jueves! —se queja Begoña tras cuatro tonos.
—Me he quemado el dedo con un cigarro —se me ocurre decir. Menuda gilipollez.
—Ya estamos otra vez, ¿no?
—No volveré a quedar con él —murmuro, y hago un puchero infantil que ella no puede ver, pero que seguro que imagina.
—¿Ha sido el tío ese al que conociste en aquella discoteca a la que fuiste tú solita? —dice en tono burlón.
—Sí. Nacho. Pero no lo llamaré más.
—¿Cuántas veces con este?
—Tres, con la de hoy.
—¡Uau! Casi tanto como con…
—¡Ni lo menciones! —Me incorporo de golpe. Está pensando sin duda en un compañero de trabajo con el que cometí un ligero desliz.
—Tu lista de conquistas debe de ser ya larguísima, ¿a que sí, cielo?
Continúa recriminándome. Pero sé que no lo hace con maldad, y se me escapa la risa.
—Pues imagino que menos que la tuya —le sigo el juego.
—Pero yo tengo una buena razón: no sabes lo maravilloso que es tener a una tía con la cabeza entre tus piernas. Y no, no me digas que yo no sé lo requetefantástico que es un hombre ahí mismo, porque ni de coña.
—¡Begoña, eres una pervertida! —exclamo riendo.
—Creo que tú no eres la más adecuada para tacharme de eso. ¿Recuerdas acaso cuándo dejaste de ser virgen? Ah, igual tú nunca lo fuiste… —se mofa la muy perra.
Le gruño por el altavoz:
—Voy a ducharme. Mañana tengo un juicio. No es nada complicado, pero he de dar una buena imagen.
—Tú siempre la das —dice con cariño.
—Entonces ¿nos vemos para tomar un café juntas?
—Claro que sí. Pero, por favor, ¡sé puntual, que tengo mucho trabajo!
Me cuelga sin despedirse y me hundo en el colchón con una sonrisa en los labios. Begoña es un bálsamo que siempre me calma. Es de esas amigas que trata de levantarte cuando estás por los suelos y que si no lo consigue se echa a tu lado.
Un rato después entro en el cuarto de baño. A medida que el agua corre por mi piel va borrando el rastro de los besos de Nacho, de sus caricias, de su olor incluso. Y me parece como si también me fuera deshaciendo del mío. Cuando salgo del lavabo, con el pelo aún húmedo, tengo claro que no podré dormir bien. Voy hasta la cocina y saco de uno de los armarios un botecito de valeriana. Me tomo dos y trato de sumergirme en el sueño, pero me pongo a pensar en el trabajo, cómo no. Porque mi vida es el trabajo. Bueno, y también hay en ella, de vez en cuando, sexo y algunas citas con Begoña.
Por fin, al cabo de un largo rato caigo en un estado de duermevela.
En sueños oigo la voz de Begoña repitiéndome que quizá nunca fui virgen. Y después una melodía de un grupo al que siempre he odiado.