11

 

 

 

 

11 años antes

 

Unas manos la zarandearon. Parpadeó, un tanto confundida, y al abrir finalmente los ojos se topó con los de Adrián.

—Te has quedado dormida mientras me duchaba —murmuró.

Blanca observó su cabello húmedo, y un agradable aroma a champú llegó hasta su nariz.

—Lo siento. Anoche no descansé. Estoy un poco nerviosa —se disculpó, incorporándose en la cama.

—¿Por tu marcha a la ciudad? —quiso saber Adrián.

Blanca asintió y a continuación se rascó la cara, inquieta. Ya no quedaba mucho para que se mudara. En los últimos días eso era algo que la preocupaba cada vez más y que, en cierto modo, la asustaba, aunque no llegaba a entender los motivos.

—¿Qué estabas soñando? Murmurabas algo sobre que te dejaran en paz.

—No lo sé. No me acuerdo —mintió.

Le ocurría demasiado a menudo. Las pesadillas siempre la acosaban, en ocasiones de manera muy vívida. La del baño era la más recurrente. Ya hacía dos años de aquel día, pero no se le olvidaba. Fue cuando más la golpearon, y vivió durante algunos meses con el miedo en el cuerpo.

Durante un tiempo se había alejado de Adrián, por temor a que volvieran a propasarse con ella. Sin embargo, con él disfrutaba de momentos únicos, aparte de las horas de estudio en su casa, en los que no pensaba en nada más que en ver películas, en presumir de la música que le gustaba a cada uno y en tratar de reírse. Por eso, quizá después de aquello su amistad se reforzó hasta tal punto que, dos años después, se encontraba en su casa tras haberse acostado con él. No podía creérselo.

Adrián tomó asiento a su lado y le enseñó un disco de un grupo que Blanca no conocía. Le explicó que era difícil conseguirlo, pero que uno de sus amigos moteros lo había encontrado.

—Eso sí, me ha costado una pasta. Voy a tener que vender un riñón para poder pagárselo todo.

En ese momento Blanca pensó en el CD que Adrián le había regalado. Lo había escuchado en casa en unas cuantas ocasiones, quizá más de las que se había propuesto, pero eso era algo que no confesaría a su amigo. Le había sorprendido el título de la canción que había sonado mientras se habían acostado. Se titulaba I Wanna Be Your Boyfriend. Al principio le había parecido que era un poco estúpida porque apenas tenía letra, repetía lo mismo una y otra vez. Sin embargo, cuando estaba nerviosa la ponía y, en cierto modo, se inquietaba aún más.

—Estoy intentando tocar en algún sitio. Quizá la semana que viene coja el tren y vaya a la capital, a probar suerte allí. ¿Por qué no te vienes?

Blanca se frotó las manos, que le sudaban como últimamente le ocurría cuando estaba con su amigo, y tan solo acertó a asentir con la cabeza. Lo observó un instante, y luego lo miró con disimulo. Sí, Adrián era muy guapo, y no entendía cómo no se había dado cuenta antes, cómo no había reparado en que una vez que te atrapaba con el movimiento de sus largas pestañas y con el gesto de sus dientes clavados en el labio inferior, ya no podías escapar.

Desde que lo habían hecho unas semanas antes, él la había llevado a su casa en algunas ocasiones más, y eso la sorprendía porque nunca había sido así. Hablaban mucho, probablemente más que nunca, sobre todo de sus planes futuros, de cómo serían sus vidas y de la gente que conocerían. Adrián la incluía en sus proyectos; Blanca no lo veía a él en sus próximos años. Imaginarlo en su nueva etapa le provocaba unas extrañas cosquillas en el vientre.

Además de charlar, Adrián la había besado alguna vez. Con suavidad, sin apenas rozar sus labios… Pero habían sido besos. En el pueblo de al lado, cuando aún estaba subida en su moto. En la montaña, mientras escuchaban música. En su habitación, tras beber unos refrescos. En un par de ocasiones, viendo Perdidos, una serie que a Adrián le encantaba, él había acercado su mano a la de ella, aunque no se la había cogido. Blanca no lograba comprender por qué lo hacía, y algo en ella le decía que únicamente era por pena, porque su amigo se sentía mal después de haberle arrebatado algo que consideraba importante. A ella le daba igual y, al mismo tiempo, la afectaba, y algo parecido a la impotencia y a la dignidad se apoderaba de su cuerpo.

Quería decirle que aquello no estaba bien, que los amigos no se besaban en la boca y que no tenía por qué hacerlo tan solo porque pensara que ningún tío lo haría. Sin embargo, no le salía la voz cuando Adrián acercaba su rostro y sus pestañas le rozaban las mejillas causándole cosquillas. Se le atragantaban las palabras en cuanto posaba sus labios sobre los de ella y ya no había nada más. Nada que no fueran sus besos, su saliva compartida, y los dedos de él frotándole el cuello.

Blanca se convencía de que en esos momentos tan solo la movía el placer que esos besos despertaban en sus extremidades, incluso en su sexo. Y la sensación de libertad. Cuando unían sus labios, ya no era esa Blanca humillada y maltratada, ni la fea ni la gorda, sino una chica más calmada, bonita y poderosa. En esa época sus hormonas adolescentes empezaban a llevarle de cabeza. Siempre había tratado de controlarlas, de mantenerlas al margen. Acostarse con Adrián parecía haberlas revolucionado porque desde esa tarde su mente se llenaba de imágenes calenturientas que la avergonzaban. No era que le pareciese mal. Siempre había visto el sexo como algo normal, aunque ajeno a ella. Se había convencido, tal como le decían, de que jamás ningún chico querría acostarse con ella.

Adrián se tumbó a su lado y le rozó el brazo, algo que provocó que de nuevo se alterara. Olía muy bien, y su cabello aún húmedo le otorgaba un aspecto demasiado sensual. Jamás había pensado de ese modo en su amigo, y le preocupaba hacerlo tanto últimamente.

—¿Quieres que veamos alguna peli? —le preguntó Adrián mostrándole una disquetera repleta de películas que se descargaba de manera pirata. A Blanca eso no le parecía bien, pero tampoco disponían de dinero para ir al cine tan a menudo como les habría gustado—. Hay una que he descubierto hace poco que se titula Donnie Darko. Creo que es de esas que nos gustan a nosotros —dijo, esperando una respuesta, pero Blanca tan solo era consciente del movimiento de sus labios.

Se quedó sentada, sin saber cómo actuar, pero su boca la llevó por otros derroteros.

—Oye, hablando de pelis… ¿Tú ves porno? —preguntó a su amigo.

Lo había pensado en alguna que otra ocasión tiempo atrás, pero mucho más desde que se acostaron. Estaba claro que la vida sexual de Adrián, a pesar de su corta edad, era bastante animada. Por el pueblo corrían rumores acerca de que era un semental. Y en los últimos tiempos eso despertaba en ella sentimientos muy contradictorios: hallaba cierto placer oculto al imaginarlo con otras chicas y, de igual manera, le irritaba pensar que las tocaba.

—¿A qué viene ahora esa pregunta, Blanquita? —dijo él, divertido—. ¿Has descubierto el maravilloso mundo de las pelis guarras o qué?

Ella le lanzó un cojín que Adrián recibió con una risita.

—Todo el mundo ha visto porno alguna vez. Y quien lo niega miente.

—Yo no —aseguró Blanca. Aunque había curioseado por internet, no se había atrevido a visionar ninguna película.

—Supongo que a las tías les basta con la imaginación. Pero, créeme, ellas también lo hacen.

«Ellas», había dicho. No «vosotras». Como si no la considerara una chica. Y, sin embargo, la había besado en alguna ocasión más desde aquel momento de intimidad.

—Dime una cosa… ¿Tú te tocas, Blanca?

La pregunta la pilló desprevenida. Supo que se había puesto como un tomate cuando las orejas empezaron a arderle. Abrió la boca para contestar. Si decía que no, Adrián descubriría la mentira. Y si respondía que sí, ¿qué haría él? Optó por guardar silencio, aunque, bien mirado, según el refrán, quien calla otorga.

—Nunca me habías hablado de nada guarrindongo. —Adrián se incorporó y apoyó la espalda en el cabecero de la cama—. ¿Eso quiere decir que hemos llegado a una nueva fase?

—¿Qué? —Blanca parpadeó, sin entender lo que su amigo insinuaba.

—Yo me toco, tía. Y me encanta hacerlo, para qué voy a mentir. A veces lo hago viendo algún vídeo, pero otras no me hace falta. —Blanca tragó saliva. Se removió, y luego subió las piernas en la cama y se recostó al lado de su amigo. Estaban muy cerca. Como cuando él la besaba o como cuando estuvo dentro de ella. Notó que una sensación extraña llenaba su vientre y se descubrió excitada. En realidad, era Adrián quien la ponía tanto, y no podía engañarse más.

—¿Y… en qué piensas? —se atrevió a preguntar, aunque sin mirarlo a la cara.

—No sé. En sexo. Imagino que estoy haciéndolo.

—Yo nunca he…

—Ya, ya sé que nunca has visto a ningún tío tocándose —terminó por ella. Y estaba observándola con tanta intensidad que al final Blanca ladeó la cabeza y también lo miró.

Una voz en su mente la advirtió de que quizá lo mejor era que se marchara. Se hacía tarde, la madre de Adrián no tardaría en regresar y la suya llamaría de un momento a otro para que fuera a cenar. Sin embargo, su cuerpo la retuvo. Y también el roce de los dedos de Adrián en los suyos.

—¿Te gustaría verlo?

—¿Qué? —Blanca abrió los ojos, asustada.

—Que si te apetece mirar cómo me toco —dijo él, y no había nada en su voz que delatara el nerviosismo que Blanca, en cambio, sentía.

—No digas tonterías —murmuró, y le sonrió como si se lo tomara a broma. Sí, debía de ser eso, una de mal gusto.

—Ahora ya no eres virgen. Te has saltado un paso. Antes deberías haber practicado con los tocamientos —contestó Adrián también sonriendo. Parecía divertido.

—No es necesario.

—Ni siquiera me viste la polla bien cuando lo hicimos.

A Blanca le entró tos, y eso a Adrián aún le hizo más gracia porque soltó una carcajada. Ella le dio un codazo, un poco enfadada, pero entonces él le cogió una mano y se la guio hacia abajo. A Blanca le temblaba, y encogió los dedos, pero incluso así, con el puño muy apretado, apreció el bulto en los vaqueros de su amigo. Estaba excitado. Los tíos se ponían cachondos cuando hablaban de sexo, fuera con quien fuese. No había nada de raro ni de especial en eso. No se trataba de que ella fuera Blanca, de que se hubieran acostado juntos y hubiera sido más especial de lo que creía.

—No puedes preguntarme si veo porno y qué es lo que hago cuando me pajeo y pensar que esto no va a despertarse —dijo Adrián, y su voz sonó algo más ronca.

Blanca dejó escapar una risa nerviosa. Fue a apartar la mano cuando se la soltó, pero al final no lo hizo y él sonrió satisfecho. Y en ese momento Adrián se desabrochó el botón de los vaqueros y ella pudo ver su piel desnuda, el vello de esa zona que antes nunca había llamado su atención y que ahora le secaba la garganta.

—Entonces ¿qué? ¿Te lo enseño, Blanca? ¿Te muestro qué es lo que hacemos los tíos cuando estamos cachondos?

Ella tan solo pudo hacer una leve presión en su bulto, a lo que él respondió entreabriendo la boca.

—¿Te gusta lo que ves? —le preguntó Adrián con una voz distinta.

Asintió, flotando todavía en ese extraño sueño del que no quería despertar. Adrián estaba provocándola, lo tenía claro, y no quería caer, pero era tan difícil… Lo era desde que lo tuvo en su interior, moviéndose despacio, de forma casi tierna.

—Creo que esto sería muy fuerte para ti —dijo entonces él, y le apartó la mano.

—¿Qué?

—Te estaba gastando una broma, Blanquita. —Se encogió de hombros, con una sonrisa en la que se clavaban sus dos dientes delanteros.

Y ella se enfadó porque había pensado que de verdad iba en serio, que de nuevo compartirían una intimidad que, de pronto, él quería arrebatarle. No iba a permitirlo. Estaba harta de que Adrián llevara la voz cantante, que fuera quien la besaba cuando le daba la gana, quien la mirara como si fuera una tonta estrecha. Y, además, estaba excitada. La había provocado, y los pinchazos en su sexo le molestaban. Lo deseaba. Y ansiaba que Adrián la deseara a ella.

Así que lo hizo. Contra todos los pronósticos. Los de él. Los de ella. Se inclinó y le estampó un beso en la boca. Uno fuerte, casi rabioso, sin rastro de ternura. Fue rápido, y cuando se separó de Adrián, este la observaba con los ojos muy abiertos y una expresión extraña en el rostro.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Besarte.

—¿Por qué? —Y lo soltó como si de verdad no lo supiera.

—Porque quiero —contestó ella, molesta.

—¿Te ha puesto cachonda tener tu mano ahí o qué?

Y también le molestó el tono burlesco con el que su amigo pronunció esa frase. Tanto que, sin comprenderlo, se abalanzó de nuevo sobre él y lo agarró de los hombros. Lo besó una vez más, durante más tiempo, y al final se convirtió en una sucesión de besos más calmados. El corazón le latía a mil por hora, a punto de estallarle en el pecho. Se apartó con brusquedad, mareada, aturdida y enfadada. Pensaba que Adrián se reiría, que le diría de nuevo que qué cojones estaba haciendo, pero lo único que descubrió fue que sus ojos se habían oscurecido y que respiraba de manera agitada.

—Ven, Blanca, ven… —le pidió estirando los brazos en su dirección.

La acogió entre ellos, la abrazó como nunca lo había hecho y la colocó sobre su erección. A Blanca se le aceleró la respiración y miró a Adrián, sin comprender muy bien qué hacía, pero sabiendo perfectamente que era lo que le apetecía.

Esa vez fue él quien la besó. Le introdujo la lengua buscando la de ella, y cuando ambas se encontraron los dos gimieron. Ese sería un sonido que a Blanca no se le borraría de la cabeza jamás. Se obligó a no pensar en ello y a dejarse llevar, a guiarse tan solo por los movimientos de su cálida lengua en la suya, de sus manos deslizándose por su espalda hasta llegar al trasero. Adrián se lo apretó y Blanca se humedeció aún más.

Se besaron durante mucho tiempo, aunque quizá menos del que ambos habrían querido. Pero si se hubieran fijado en el reloj que descansaba en la mesilla de Adrián, se habrían dado cuenta de que los besos duraron quince minutos. Y mientras se besaban, Blanca reconoció para sí lo mucho que le gustaba sentir los labios de su amigo en los suyos; fue consciente de cada uno de los movimientos, de todas las sensaciones que despertaban en cada pliegue de su piel. Fueron besos suaves, cálidos, agradables, íntimos. Algunos un poco más hambrientos, cuando ambos se emocionaban. A veces, en el instituto, había visto a algunos adolescentes besarse durante lo que a ella le parecía una eternidad, y se preguntaba cómo podía agradarles compartir tanta y tanta saliva. Ahora ella misma se encontraba en esa situación y no la habría cambiado por nada del mundo. Se habría desgastado los labios besando a Adrián. Pensó que ese lenguaje era el único y el verdadero. Y es que, al fin y al cabo, uno siempre recuerda los besos que le hicieron olvidarse de todo.

Al cabo de un rato, Adrián la colocó debajo de él y continuó besándola, traspasándole su aliento y un sabor que Blanca aún no podía reconocer pero que, tiempo después, identificaría en otros hombres como el de la excitación. Y a pesar de todo, el de Adrián era distinto, mucho más intenso, más perfecto, más acorde con lo que necesitaba.

Él no hizo ningún comentario burlesco sobre sus horribles bragas, tan viejas que incluso estaban descoloridas. Tampoco dijo nada acerca de que no llevara sujetador porque, a fin de cuentas, no lo precisaba. Su amigo le acarició los pechos, le lamió los pezones y le provocó una docena de estallidos en la piel.

Adrián se quitó la camiseta y le permitió ver ese tatuaje del corazón medio derretido que a ella siempre le causaba cierta impresión. Se atrevió a deslizar los dedos por la piel que lo rodeaba, como si el dibujo quemara. Él llevó una mano hasta su sexo, se lo rozó y la descubrió húmeda. El cuerpo de Blanca se contrajo cuando uno de los dedos de Adrián se metió en ella. Arqueó la espalda y gimió, sumergiéndose en esa idea tan bonita de que era otra persona, una mucho más libre, de la que jamás se habían burlado.

Adrián le quitó las gafas y la miró durante un buen rato. Blanca se preguntó qué pensaría, si la consideraba fea y él mismo no entendía por qué se acostaba con ella, pero entonces él dijo:

—Me gustas más con ellas. Te dan un aire de intelectual. Lo que pasa es que me molestan un poco para besarte.

Ambos se echaron a reír con ganas. Después se besaron más, mientras el dedo de Adrián se perdía muy adentro, y jugaba, y la redescubría. Y a continuación fue su sexo el que tanteó en la entrada, y él se la quedó mirando como si esperara una confirmación. Una molesta voz le gritaba en la parte de atrás de su cabeza que se detuviera ahí, que el sexo entre dos personas como Adrián y ella nunca sería perfecto, sino casi como una maldición, un peso con el que cargar. Pero todo lo que sentía le demostraba que era todo lo contrario, que sus cuerpos se acoplaban a la perfección.

Adrián se introdujo en ella. Lo hizo con sumo cuidado, como si temiera romperla, y Blanca empujó hacia delante para que no se mostrara tan delicado. Entonces él se mordió el labio inferior y se apartó de golpe. Ella se asustó y se dijo que su amigo había caído en la cuenta de lo que estaba haciendo y se había arrepentido.

—Espera, espera… —murmuró.

Blanca aguantó la respiración, preguntándose qué ocurría, mientras él rebuscaba en un cajón. Cuando se acercó con un preservativo, cerró los ojos y esbozó una sonrisa. Qué tonta era. Aguardó a que se lo pusiera, y cuando de nuevo se colocó sobre ella lo apretujó contra su cuerpo como si no quisiera dejarlo escapar.

Como en la anterior ocasión, Adrián hundió la nariz en su cuello, se lo mordisqueó y se lo besó, y Blanca no pensó en nada durante el tiempo en que él se movió muy dentro de ella, hasta el final, hasta siempre. Solo deseaba ser esa Blanca, ninguna más, por mucho que la vida le demostrara que no era posible.

Se sorprendió al alcanzar el orgasmo que la primera vez no había aparecido. La mareó. La hizo salir de su cuerpo, observarse desde arriba y después volver a caer con fuerza. Clavó las uñas en la espalda de Adrián y tuvo que contenerse para no gritar. Jamás había sentido algo como eso, tan poderoso, tan enorme, tan brillante y tormentoso a la vez.

Se quedó muy quieta mientras trataba de recuperar la respiración, con Adrián sobre ella todavía. ¿Qué era aquello? ¿Por qué estaban actuando de esa forma después de tanto tiempo? «Los amigos tienen sexo, Blanca. Ocurre cada día en todo el mundo», le susurró su mente.

Poco después Adrián se apartó y se tumbó a su lado, con un brazo tapando la mitad superior de su rostro y una sonrisa. Ella ladeó el suyo y lo observó, entre confundida, relajada y asustada. No sabía muy bien cómo acabaría todo aquello, qué pretendían acostándose juntos en secreto. Porque Adrián no era de los que cogían de la mano a su amada en el cine, ni de los que arrancaban una flor del campo para dársela. Adrián solo buscaba chicas para disfrutar. Se lo decía siempre. Y no parecía dispuesto a cambiar. Tampoco tenía claro si era eso lo que ella quería.

—Joder, no había pensado que pasaría esto… Es un poco raro, ¿no? Después de tantos años, sin que mostráramos nada más que amistad… —murmuró su amigo de repente, arrancándola de sus terribles pensamientos—. No sé, es… Es diferente. Es divertido, ¿verdad?

Blanca se dijo que esa definición no se correspondía a lo que era el sexo. Porque en aquella época, y también muchos años después, para ella el sexo sería algo duro, sucio y excitante, y no un momento en el que puedes reírte con complicidad. Fue una de las cosas que aprendería tarde. Y francamente mal.

Se molestó, a pesar de que le parecía estúpido sentirse así. Imaginó que para Adrián el sexo con ella era demasiado simple y que no se acercaba, ni por asomo, a lo que haría con las otras chicas, lo que ellas despertarían en él y lo expertas que serían.

—A ti te ha gustado, ¿no? —quiso saber él.

—No ha estado mal —respondió Blanca encogiéndose de hombros, y Adrián la miró con el ceño fruncido, como si deseara decir algo y no se atreviese.

—Si no quieres, no… Pero yo pensé que… Joder, si has sido tú la que se ha abalanzado sobre mí como una loba —se mofó, y a Blanca le pareció una insinuación de que no habría sucedido nada si no hubiera sido por ella.

Entonces el móvil de su amigo empezó a sonar. Y como estaba en la mesilla y Blanca se encontraba justo al lado, acertó a ver el nombre que iluminaba la pantalla. Era uno femenino, y de inmediato lo reconoció porque Adrián le había hablado de esa chica, una del pueblo de al lado, con la que se acostaba en ocasiones. Hacía tiempo que no la mencionaba, pero ahí estaba, requiriéndolo, y Blanca tenía muy claro para qué.

—Te están llamando —murmuró con tono seco.

—No me apetece cogerlo ahora.

—Es una tía. Esa que, según tú, tiene unas tetas enormes y tatuajes que te ponen cachondo —continuó ella, cada vez más distante.

Y apreció que Adrián se molestaba y eso aún le causó más rabia, de modo que se levantó, se puso las gafas, cogió sus bragas y se las colocó, y lo mismo hizo con el resto de su ropa.

—No me he liado con ella desde hace un montón —dijo en ese momento Adrián. Todos los músculos de Blanca se tensaron—. Pero, vamos, que podría hacerlo, ¿no?

—¿Acaso te he pedido yo algo? —soltó, de espaldas a él, sin entender por qué le insinuaba algo así—. Creo que estás equivocándote conmigo. Es la segunda vez que nos acostamos, ni siquiera sé por qué, ¿y piensas que te pediré amor eterno? —Le salió un tono mucho más mordaz que el que había esperado, y temió que su amigo se enfadara con ella.

—Pero ¿qué cojones dices, Blanca? No entiendo qué te pasa. Que yo sepa, aquí cada uno hace lo que le da la gana. Antes hablábamos de otras tías y ahora… ¿te cabrea que una me llame?

No le dejó terminar. Quizá ahí radicaba su error. El de ambos. Más el de ella. Que le hubiera permitido hablar de otras chicas, de lo que hacía, cuando ella también era una tía. Pero antes él era Adrián, su vecino. Tiempo atrás podía reírse con él y asombrarse cuando le explicaba lo que alguna le había hecho. Ahora ya no. Y se preguntaba qué era lo que había cambiado, ya que su mente calculadora no estaba preparada para entender que en el amor no se elige, que el amor no se planea, que simplemente aparece y te rompe en dos, se apodera de ti y te hace querer a la persona más inesperada, a la que estaba más lejos de ti y al mismo tiempo más cerca. Tanto el mundo exterior como el interior de Blanca estaban tan trastocados, tan desprovistos de ternura, que ni por asomo se le ocurría pensar que podía enamorarse de su amigo Adrián.

Agarró su mochilita, que colgaba del respaldo de la silla, y se dirigió a la puerta del dormitorio. Antes de que saliera, Adrián exclamó:

—¡A veces se te va mucho la olla, Blanca!

No contestó. Se fue dando un portazo, con la certeza de que se había comportado como una necia y de que esa sería la última vez en la que se expondría tanto. Debía andarse con cuidado. Adrián jamás había mostrado interés en chicas como ella. Le daba pena, estaba segura, y ese no era el sentimiento que quería despertar en él. Deseaba ser como las otras: excitarlo hasta límites insospechados, tener poder sobre él. Pero tenía claro que alguien como ella no lo conseguiría ni en años.

Adrián era de los que podían romperle el corazón. Lo conocía demasiado. O al menos, eso creía.