6

 

 

 

 

Cinco minutos más y habré llegado.

Estoy regresando al pueblo para pasar un par de semanas con mi familia. No sé si va a convertirse en otro de los errores de mi vida, pero al menos quiero ver qué sucede. Confío en Emma, en la ayuda que está proporcionándome, y en su opinión esta es una buena oportunidad para reencontrarme con quien de verdad soy. Porque, para ella, la Blanca actual no es la auténtica.

Tras mi desafortunada cita con Hugo, el amigo de Begoña, mi mente empezó a sumergirse en recuerdos un tanto agrios. Fue ver el tatuaje y pensar en Adrián. Me di cuenta del rencor que todavía le guardo, a él y al pueblo también, y reconozco que es una sensación que no me gusta. Lo que quiero es estar tranquila con mi vida actual y superar todo aquello. Emma dice que aquí podré relajarme con mis padres, permitir que me mimen y no pasarme los días a la defensiva.

—No importa si tienes miedo, Blanca. Es normal. Todos lo tenemos alguna vez. Procura disfrutar de tu familia y de la tranquilidad del pueblo. Y si te encuentras con alguno de los que te molestaron, tan solo sé tú misma y sonríe. Ya no pueden hacerte daño. Eres una mujer exitosa, inteligente, bonita, con un buen trabajo y amigos que te quieren. Haz tus ejercicios y, si necesitas algo, llámame.

Intenté contactar con Hugo y pedirle disculpas, pero no me cogió el teléfono. Fue Begoña quien me comunicó que estaba molesto conmigo.

—No te preocupes, chica. Es un tío al que posiblemente no vuelvas a ver.

—Pero me sabe mal que eso pueda afectar a vuestra amistad…

—¿Amistad? Si quedé con él fue porque iba a invitarme a cenar, y a una buena comida nunca me niego. A mí sí que me sabe mal que te pasara eso.

Así que accedí a cogerme esas vacaciones que no me apetecían y expliqué a mi jefe que me gustaría pasar algo de tiempo con mi familia. No hubo ningún problema, por supuesto, e incluso él me aconsejó que desconectara un poco. Parece mentira, con lo que me conoce ya. Al salir del bufete yo tenía claro que me llevaría todos los expedientes a casa de mis padres para continuar trabajando incluso en vacaciones.

Y aquí estoy, con las manos pegajosas por el sudor, entrando en el camino que me lleva al pueblo. Casi once años sin pisarlo. Once años en los que me pregunto si habrá cambiado algo. Mi madre me ha dicho más de una vez que todo es muy diferente, que la modernidad ha llegado, que ahora hay muchas parejas jóvenes que se mudan aquí buscando tranquilidad. Sin embargo, mi parte desconfiada me hace pensar que en un lugar así todo se mantiene intacto.

En cuanto diviso el puente del río me entran más nervios. «Vamos, Blanca, que eres una adulta. Emma tiene razón: no hay nada aquí que pueda hacerte daño. Todo eso quedó atrás, en tu época de adolescente asustadiza. Ahora eres más fuerte de lo que crees.»

Paso por la casa de la Guardia Civil y atravieso la calle principal. A pesar de ser mediodía y de hacer un calor bochornoso —aquí siempre es mucho peor que en la capital, es casi opresivo—, descubro a unas cuantas personas paseando por la avenida. Miro con disimulo, pero no reconozco a nadie. Quizá mi madre esté en lo cierto y esto haya cambiado.

Sigo por la plaza Mayor, por donde pasé en tantas ocasiones para ir a comprarme chucherías al quiosco que más me gustaba. Me sorprendo al ver en el centro un escenario instalado y un montón de sillas vacías. Entonces caigo en la cuenta de que esta semana se celebra la fiesta del pueblo. Desde que tengo uso de razón ha sido muy importante para toda la gente de aquí. En especial para los jóvenes, puesto que son unos días de verano perfectos para salir de fiesta, bailar y emborracharse. Hay conciertos, actividades para niños y mucho más. Ya podría haberme avisado mi madre, porque yo no lo recordaba.

Minutos después entro en la calle en la que viví durante los primeros diecisiete años de mi vida, esa en la que tuve algunos momentos buenos y muchos malos. Cojo aire mientras busco aparcamiento. Aunque sean días de fiesta mayor, los domingos a mediodía no hay muchos coches, ya que la gente se va a la playa y regresa por la noche, que es cuando empieza la marcha.

Encuentro un sitio libre y meto mi Volkswagen Polo rojo en el hueco. Al bajar compruebo que esté perfecto. Lo adoro. Lo amo. Creo que es una de las cosas más importantes de mi vida. Sin mi coche no soy yo.

Me ajusto las gafas de sol, me coloco la falda salmón a medio muslo y rodeo el Polo para coger las maletas y mis dos maletines en los que llevo un montón de trabajo. Cuando lo estoy bajando todo, con el rabillo del ojo veo que alguien está mirándome. La reconozco a la perfección: se llama Conchi, tiene la edad de mi madre y es la dueña de la pollería por cuya puerta asoma. Recuerdo que era una mujer muy amable y que algún domingo que otro llamaba a nuestro timbre y nos regalaba uno de los pollos sobrantes.

Me quedo plantada sujetando las dos maletorras que me he traído. Antes muerta que sencilla. Por no hablar de la otra que aún no he sacado, en la que he metido unos cuantos pares de zapatos. Me gusta vestir bien. Adoro comprar, abrir mi armario y encontrarme con todas esas prendas maravillosas y elegantes que he ido adquiriendo. Emma dice que eso tiene mucho de trastorno obsesivo, pero yo lo veo como que por fin tengo dinero y puedo comprarme lo que me apetece cuando quiero sin dar explicaciones a nadie.

Conchi se asoma un poco más y me estudia con curiosidad. Me aparto el flequillo, un poco incómoda. La mujer al fin sale y dice:

—¿Blanquita? ¿Eres tú?

—Hola, Conchi —la saludo con una sonrisa forzada.

Enseguida la tengo abrazada a mí, dándome unas palmaditas cariñosas en la espalda. Cuando se separa está mirándome muy contenta. Me quito las gafas de sol y finjo que también lo estoy. En realidad, esta mujer siempre se comportó bien conmigo, siempre fue amable y cariñosa.

—¡Madre mía, cuánto tiempo! —Me lo dice en valenciano, con su acento cerrado—. ¿Te has mudado aquí otra vez?

—No. Solo he venido a pasar unas semanas de vacaciones.

—Bueno, eso está muy bien. —Asiente con la cabeza de manera enérgica—. Tu madre estará contentísima. No me ha dicho que venías.

—Es que la avisé ayer por la noche.

Lo hice así porque no quería que se lo explicase a nadie. Conozco a mi madre y sé que enseguida estaría contando a todo el mundo que su hija por fin venía al pueblo.

—¿Quieres que te ayude con las maletas? —se ofrece la buena de Conchi.

—No, no te preocupes. Ahora llamo y que baje mi padre. —Señalo los timbres.

Ella se aparta a un lado y espera junto a mí a que contesten por el telefonillo. En cuanto mi madre oye mi voz, se produce un gran alborozo. Le pido que papá baje a ayudarme con las maletas. Conchi y yo nos quedamos en silencio unos segundos, hasta que me dice:

—Tu madre me ha explicado que estás muy contenta con tu trabajo y con tu piso en la ciudad.

—Sí. Es pequeñito pero precioso, perfecto para mí. Y en el despacho estoy la mar de a gusto —respondo con sinceridad.

En ese momento la puerta se abre y aparece mi hermano pequeño con unos pantalones cortos, una camiseta vieja y el cabello revuelto. En cuanto me ve, sonríe y se lanza a abrazarme.

—¡No podía creer a mamá! Me había dicho que venías, pero le aseguré que estaba chocheando.

—Eres un maleducado, Javi. Nuestra madre no es tan mayor.

—Pero es que de ti habla día y noche.

Me siento un poco mal. Sé que mi madre deseaba que acudiera al pueblo por una temporada, que volviera a la casa de mi infancia, a mi hogar, pero es que yo sinceramente no podía. Así que lo que hemos hecho desde siempre es que son ellos los que van a mi piso en fechas señaladas, a pesar de que a ella no le gusta en absoluto la capital porque «hay muchísimos coches, un montón de ruido y demasiada gente», según ella. Todo eso la agobia porque está acostumbrada a este otro mundo.

He de reconocer que no he sido la mejor hija. He antepuesto mi trabajo y mi nueva vida a la que tuve con mi familia, pero era lo que pensaba que me haría bien. Puede que ahora tenga la oportunidad de arreglarlo pasando este tiempo con ellos, sin huir más.

—Conchi, nos vamos arriba, que mi padre ya casi tiene la paella hecha e insiste en que hay que comérsela reciente porque si no luego no vale nada —explica mi hermano a la pollera, quien aún espera a nuestro lado.

—Claro que sí, guapos. Que os aproveche.

Me da otro abrazo y a continuación se mete en la tienda. Javi y yo entramos en el portal; él cargado con mis dos maletazas y los maletines de trabajo, y yo con los neceseres y la maleta pequeña en la que llevo mi preciado calzado.

—¿Qué es lo que te ha dado para que vengas a casa de vacaciones, Blanqui?

—Pues nada, que quiero ser una buena hija.

—Para mamá eso ya lo eres. Soy yo la oveja negra. —Esboza una sonrisa.

Mi hermano es un chaval bastante guapetón. Tiene cara de travieso, y su piercing en la lengua es una atracción muy poderosa para las féminas. Se lo hizo cuando tenía catorce años. Recuerdo que mamá me llamó para contarme que papá quería matarlo. Por supuesto no lo hizo, mi padre es un hombre estupendo.

—No digas tonterías. Tú eres el ojito derecho de ambos.

No nos hemos visto desde Navidad, pues pasé la última Semana Santa con Begoña en un apartamento en Salou, de modo que mi madre se lanza a estrecharme entre sus brazos con todas sus fuerzas y me deja sin respiración. Me agarra de la cara y me come a besos, proclamando a grito pelado lo guapa que estoy. A este paso, van a salir los vecinos. Mi padre asoma la cabeza por la puerta de la cocina y anuncia, muy orgulloso:

—He puesto todo mi amor en la preparación de esta paella, Blanqui. Seguro que hace mucho que no comes un arroz en condiciones.

Si supieran que la mayoría de los días tomo en el despacho un bocadillo o una ensalada, se morirían del disgusto. A los de mi familia siempre nos ha gustado comer bien, pero mientras ellos tragan lo que quieren y están como palillos, yo, en cuanto me paso un poco, me lleno de michelines.

Papá y mamá me ayudan con las maletas hasta llegar a mi dormitorio. Está igual que siempre. Con sus paredes de color verde claro, los pósters de Madonna, los Backstreet Boys y The Bangles, y con mi antiguo oso de peluche justo en el centro de la cama. Eso ha sido idea de mi madre, seguro.

—Está bonita la habitación, ¿a que sí? —me pregunta sin poder contener la emoción.

Javi se está mofando por lo bajini y le arreo un pisotón del que se queja con un insulto. Acabo de llegar y el mocoso ya está dando la lata. Siempre ha sido así, como una mosca cojonera. Luego se da cuenta de que ha sido un cabroncete y viene pidiéndote perdón como el chaval más bueno del mundo. Cuando era un criajo hacía un montón de trastadas y me echaba la culpa a mí. Nuestros padres sabían perfectamente que había sido él, pero al final ambos acabábamos llevándonos la bronca.

—¡María, ve poniendo la mesa, por favor! —grita mi padre desde la cocina.

Mi madre sonríe y me da otro abrazo. Javi la imita en plan coña, como si estuviera llorando de emoción. Por favor, ni que tuviera doce años. Se quedó en la edad del pavo y a saber cuándo la superará. Tiene veinte años y aún no ha madurado. Hombres.

—Qué contenta estoy de que hayas venido. Ya verás como aquí te relajas y te olvidas un poco del trabajo. Te pasas los días demasiado liada, Blanca. Eso no es bueno.

—Bien, mamá… No empecemos.

Sale de la habitación y nos deja a mi hermano y a mí solos. Javi se toma toda la libertad del mundo y se lanza sobre la cama para tumbarse en ella. Lo miro con mala cara mientras saco el par de zapatillas que me he traído para estar cómoda en casa.

—Siempre le digo a mamá que tu cama es mejor que la mía y que tendrían que cambiármela. Al fin y al cabo, tú vienes… de década en década —se burla.

—Ve a ayudar a los papás —le digo.

—¿Y tú?

—Yo soy la invitada. —Esbozo una sonrisa maliciosa.

Javi se levanta y se dirige a la puerta, pero antes de salir se lleva la mano a la cabeza como si recordara algo muy importante.

—Mamá me dijo que había encontrado algo y que necesitaba saber si lo querías.

Lo oigo rebuscar en un cajón y cuando me doy la vuelta para regañarlo por ser un entrometido, descubro lo que tiene en las manos. Un disco. Uno en el que puedo leer «Ramones». El sabor amargo me llena la garganta. Me llevo la mano al flequillo y me lo retiro como cuando me pongo nerviosa.

—¿Lo quieres o qué? —insiste Javi agitándolo en el aire—. No sabía que te gustaba esta música. A mí sí, pero a ti… ¿Es de…?

No le dejo terminar. Le arrebato el disco de la mano, abro el armario y lo lanzo al fondo, y luego echo unos cuantos trastos encima. Javi me mira sin parpadear, con los ojos muy abiertos.

—Pero ¿qué haces?

—No hace falta que mamá lo tire. Lo llevaré a alguna tienda de discos de segunda mano, a ver si lo quieren —murmuro.

Mi hermano se encoge de hombros y se va. Cuando sus pasos se pierden por el pasillo, caigo en la cama como un peso muerto. Cierro los ojos, los aprieto con fuerza hasta que veo un montón de puntitos blancos en la oscuridad. Me quedo un buen rato tumbada, intentando vaciar la mente de cualquier pensamiento negativo, tal como me ha enseñado Emma. Pero una camiseta de los Ramones y la letra de una canción aparecen en mi mente.

Doy un brinco al oír la potente voz de mi padre avisándome de que vaya a comer. Lo tengo claro: van a tratarme como si tuviera la misma edad que Javi. Y eso que él ya es mayor también, leñes. Pero para nuestros padres siempre seremos unos niños. De todas formas, Emma me ha recomendado que me deje mimar y cuidar, y quizá por una vez en mi vida sea lo adecuado.

—¿Qué te parece, Blanqui? —me pregunta mi padre señalando la paella con orgullo.

Me acerco y descubro un arroz con una pinta estupenda. El estómago me ruge y me doy cuenta de que estoy hambrienta. Mamá ha preparado también una ensalada mediterránea, con jamón de pavo por encima porque sabe que me gusta mucho.

—¿Y por qué no le has puesto cebolla? ¡Si eso es lo que le da sabor! —protesta Javi al cabo de un rato.

—A Blanca no le gusta. Dice que luego le huele el aliento —le explica mi madre.

—Como si tuviera que besar a alguien —se mofa él.

—Bueno, eso no lo sabemos. —Mamá clava la mirada en mí, ansiosa por saber si por fin he encontrado a alguien.

—No, mamá. Continúo soltera. Y la mar de bien.

—Normal, trabajando tanto… ¿Así cómo vas a tener una relación?

—Por favor —me quejo.

Ella parece un poco desilusionada, pero minutos después ya está otra vez contenta contándonos que mengana se iba a casar el 15 de agosto y el cura le ha dicho que no porque es el día de la Virgen, y explicándonos que fulano se compró un coche nuevo y a los dos días su hijo ya se lo había cargado.

—Es que ese chaval siempre ha sido un poco alocado. Y lo de don Amancio es que no tiene nombre, parece mentira… —dice mi padre.

Y me doy cuenta de que, en realidad, aquí parece que nada ha cambiado. La misma decoración en nuestro piso, las mismas fotos encima del televisor del salón, la misma costumbre de comer el arroz de la paella y de pelearnos Javi y yo por el socarraet. Y los comentarios acerca de los demás. No es que mis padres sean malas personas. Qué va, más bien todo lo contrario. En el pueblo esto es lo normal. Mis padres no lo hacen de mala fe, pero otros sí. Por unos segundos me entran unas ganas tremendas de preguntarles si esa gente a la que yo no le gustaba continúa aquí, pero me contengo. No necesito saberlo.

Tras el postre cada uno se va a su dormitorio a hacer la siesta. Como yo ya no estoy acostumbrada, paso el rato cotilleando el Facebook y escribiéndome con Begoña, quien me anuncia que anoche conoció a una mujer encantadora que tiene unos ojos preciosos. Cuando dice eso se refiere a que tiene unas tetas enormes. Bromeamos un rato sobre ello y finalmente me quedo dormida. Me despierto con unos sonidos en la puerta. Al abrir los ojos descubro que ya está anocheciendo y cuando miro el reloj veo que son más de las nueve. Madre mía, sí que he dormido. Sueño atrasado.

—Blanca, que tu padre y yo nos vamos a cenar fuera. Esta noche hay espectáculo en la plaza. Te diría que vinieras, pero no creo que te lo pasaras bien con unos abuelos. —Me sonríe.

—No te preocupes. Veré una película.

—¿Por qué no sales con Javi? Se lo he comentado y no le ha parecido mal.

—¿Con Javi? ¿Con mi hermano tocacojones? —Abro los ojos y la miro como si estuviera loca—. ¿Con sus amigos criajos?

—No digas eso de tu hermano. Además, no todos son tan jóvenes. Hay una pareja que creo que tiene veinticuatro.

—Sabes que no me gustan esos ambientes, mamá —le recuerdo.

Y al final, no sé cómo, me convence para ir de botellón con mi hermano pequeño y, de paso, me pide que lo cuide. Para mí que lo ha hecho a propósito. Quiere que lo tenga vigilado porque no se fía de él.

—Mira a ver si se fuma algún porro de esos…

Cenamos en casa unas pizzas del congelador y a las once empiezo a arreglarme. Me pongo una falda de vuelo a medio muslo de color negro y una blusa rosa palo a conjunto con los zapatos. Toma elegancia. Si es que la que vale, vale. Me aplico un maquillaje natural. Cuando Javi se asoma al dormitorio para preguntarme si estoy lista, suelta un silbido.

—Vaya con mi hermana. ¡Si parece una tía seria y elegante! ¡Y encima buenorra! Antes vestías como el culo.

—¿Acaso te acuerdas de cómo era yo, atontado? —Me acerco para darle un capón, pero se aparta a tiempo. Ni siquiera llevo ya gafas. Bueno, solo en mi casa, pero cuando trabajo, salgo por ahí o voy donde sea me pongo lentillas.

—Pues sí. Y además mamá tiene un montón de fotos tuyas. Y mías. Yo salgo horrible en casi todas, haciendo el tonto.

Le doy un empujón para que nos vayamos y dejemos de hablar de esa época. Primero tenemos que ir a comprar alcohol al chino que abre veinticuatro horas y después hemos quedado en el recinto ferial con sus amigos. Cargamos con un montón de botellas, vasos y bolsas de hielo.

—Espero que Vicente me dé su parte, porque luego se escaquea —comenta Javi. Al reparar en mi cara de acelga dice—: ¡Venga, Blanqui, que vamos a pasarlo de puta madre!

—¡Uy, sí, me chifla hacer botellón rodeada de adolescentes y veinteañeros borrachos! —suelto con sarcasmo.

—Hablas como una vieja. Aunque bueno, tu vocabulario siempre ha sido el de una viejoven.

Llegamos al recinto ferial discutiendo como de costumbre cuando estamos juntos. Entre sus amigos reconozco a unos cuantos de cuando eran pequeños entre otros que son nuevos. Me los presenta a todos y me doy cuenta de que los chicos me miran con atención. Cuando saludo a las chicas trato de ser lo más maja posible, aunque también mostrando plena seguridad, como siempre.

—Mi hermana ha venido a pasar unas semanas con nosotros —les anuncia orgulloso.

Dos de sus amigas me preguntan sobre la carrera de Derecho; están haciendo Económicas, me explican, pero no les entusiasma y quieren cambiar. Lo estoy pasando bien y todo, quién iba a decírmelo. Me han ofrecido un cubata, pero me limito a darle pequeños sorbos. Cuando se terminan todo el alcohol deciden entrar en el recinto para unirse a la gente que está bailando allí. Hay un montón de casetas en las que venden bebida y un discomóvil. Todo va bien. Me divierto… Hasta que reparo en que me observan. Las reconozco de inmediato. Apenas han cambiado. Una de ellas viste con sus ropas castas como siempre, aunque no tenga nada de pura, ni de buena ni de amable. Las otras… Sin comentarios. Me miran mientras cuchichean entre ellas. Las buitronas. Así las llamaba yo en esa época. Esas cuatro chicas me hicieron la vida imposible y ahora están ahí, acompañadas de unos hombres que también conozco.

Me digo que no pasa nada, que soy una adulta, ellas también y me da igual lo que murmuren. No las oigo, y no se atreverán a venir a decirme nada. A medida que pasan los minutos, en los que intento distraerme bailando con los amigos de Javi, descubro que las buitronas continúan lanzándome miradas de soslayo y en ocasiones se ríen. Seguro que de mí. Pues me importa un bledo. Apuesto a que sus vidas son terribles.

—Voy a por algo de beber —anuncio a Javi. Lo que pretendo es pasar cerca de ellas con la cabeza bien alta. ¿No quería Emma que hiciera terapia?

Estudian todos mis movimientos mientras camino hacia un chiringuito. Se señalan la ropa y no puedo evitar preguntarme si estarán burlándose de mi atuendo. No importa. Soy una adulta. Visto como quiero. Soy libre. Me gusta mi ropa. En realidad, es mucho más bonita y distinguida que la de ellas, que tienen el gusto en el culo.

Cuando me entregan el cubata que he pedido y me doy la vuelta para ver qué hacen, descubro que ya no están. Blanca 1 - Buitronas 0. A tomar viento, pedorras. Y como me siento como unas pascuas, me tomo la bebida de un trago y corro a por otra. Uy, uy, uy, «Blanca, que ya sabes que se te sube muy pronto.»

Un rato después las amigas de Javi me observan preocupadas y una de ellas susurra algo al oído a mi hermano. Este me mira y se acerca para preguntarme:

—Blanqui, ¿te encuentras bien?

—Pues claro —respondo tambaleándome—. Pero me voy ya a casa, que tengo sueño.

—Menuda cogorza te has pillado. ¿Quieres que te acompañe?

Niego con la cabeza. Me apresuro a despedirme de sus amigos y me abro paso con una sonrisa en la cara entre la gente que abarrota el recinto ferial. No ha ido nada mal. Al principio me he puesto un poco nerviosa al ver a esas chicas, he sentido cierto malestar al recordar, pero luego no he tenido la necesidad de esconderme, huir o autoculparme como cuando era adolescente.

Trato de caminar lo más recta posible, pero me tambaleo un par de veces. La última canción que ha sonado retumba en mi cabeza. «Dale, ponte a jugar», canturrea Pitbull. Poesía de la buena, vamos. Joder, parece que el suelo se aleje. ¿Cómo puede ser que se mueva solo? Alzo la cabeza y me doy cuenta de que me hallo en un callejón que ahora mismo no reconozco. ¿Desde cuándo hay un lugar tan oscuro y tétrico en este pueblo? Oigo un ruido a mi espalda.

Al darme la vuelta, atisbo algo que se acerca. Cuando centro la vista comprendo que se trata de una persona. De un hombre, mejor dicho. Uno alto. Y yo sola en esta calle solitaria y umbría, con el enorme bolso de Michael Kors colgado del hombro y unas sandalias monísimas, pero que me aprietan en un dedo y no me permitirán correr en caso de necesitarlo. Y me parece que sí, porque ese tío se acerca a toda prisa hacia mí, y en la mano lleva algo que reluce. ¡Joder! ¿Una pistola? ¿Una navaja?

Me detengo en seco y miro a un lado y a otro en busca de un lugar donde esconderme. Delante de mí tan solo hay un contenedor a rebosar de bolsas. Deben de ser las cinco de la mañana. ¿Por qué coño no se han llevado la basura todavía? Aun así, en uno de mis brillantes accesos de impulsividad (no tengo demasiados, pero cuando me dan…) corro hacia el contenedor a la desesperada. A lo mejor si me meto en él ese tío no se atreve a sacarme. Mi cabeza ahogada en alcohol no es capaz de razonar mejor.

—¡Eh, tú! —exclama el hombre.

Por nada del mundo voy a detenerme. Mis intestinos no acabarán en un callejón maloliente del pueblo al que odié en mi infancia y adolescencia. Ya me jodió bastante. Abro la tapa y un olor horrible se cuela por mi nariz. Me sobreviene tal arcada que hasta se me saltan las lágrimas. Intento trepar para meterme, pero el alcohol no me deja coordinar los movimientos muy bien.

—¡Chica! Pero ¿qué estás haciendo?

El asesino, violador o lo que sea está demasiado cerca, y me arrepiento de no haber dejado de fumar, como me recomendó Emma. Al menos estaría en mejor forma. Doy un par de saltitos más, levanto una pierna cual contorsionista del Circo del Sol, con lo que la falda se me sube y estas braguitas de La Perla que me costaron un riñón quedan al descubierto por completo. Para mi decepción, noto unas manos grandes y fuertes en mis caderas.

—¡Pare! ¡Pare o chillaré! —En realidad, ya estoy haciéndolo.

El tío no se echa atrás, sino todo lo contrario: me aparta del contenedor y me arrastra con él hacia lo más oscuro del callejón. Y todo esto teniendo yo la falda casi por la cintura, para más inri.

—¡Por favor! No me haga daño. Ni siquiera vivo en este pueblo de mierda —murmuro con los ojos cerrados, muerta de miedo—. ¡Le daré lo que quiera! Tengo un móvil caro, ¿sabe? Se lo daré… Puede revenderlo y sacarse una pasta. —Sin siquiera mirar a quien tengo frente a mí, rebusco en el bolso y saco el teléfono.

—¿Blanca?

Me quedo tiesa. ¿Cómo sabe el violador mi nombre? ¿Es que acaso es un acosador que ha estado acechándome esta noche? Se acerca un poco más y alzo los brazos para protegerme.

—¿De verdad eres tú?

A pesar de la cogorza que llevo y el susto que tengo en el cuerpo, acierto a reconocer algo familiar en esa voz que se dirige a mí. Entreabro un ojillo y miro al hombre que me observa con los ojos muy abiertos. ¿Lo conozco? Se parece a alguien, pero la verdad es que veo tan borroso que…

—¡Joder, qué puta loca! ¿Cómo se te ocurre intentar suicidarte metiéndote en un contenedor? Mira que hay otros métodos más normales, pero, claro, tú siempre has sido tan rara…

Me quedo boquiabierta. ¿Qué está diciendo el gilipollas este? ¿Suicidarme yo en la basura? Abro los ojos como platos y clavo en él la mirada.

—¡Ha sido usted quien ha venido hacia mí en plan intimidante o qué sé yo, con esa arma en su mano!

—¿Usted? ¿Intimidante? ¿Arma? Es un mechero, pirada. En serio, ¿qué te pasa? —Estudia mi rostro y mi atuendo y, al fin, suelta una sonora carcajada—. ¡Hostia tú! ¡Que vas borracha!

Justo entonces descubro que yo conozco a ese hombre, y que pronunciar su nombre va a amargarme la boca. En medio de todo el mareo, el corazón arranca a brincarme en el pecho. Y quiero salir corriendo. Quiero escapar y matar a Emma; no debería haberle hecho caso. Y quiero estrangularme por no haberme parado a pensar que probablemente él continuaría en el pueblo.

—¿Adrián? —Parpadeo, con la esperanza de que todo sea un sueño.

—Cuánto tiempo, ¿verdad, Blanca?

Y en su tono de voz hay un enorme resentimiento.