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En la lista de canciones que he escogido en el Spotify suena una de las más famosas de Lana del Rey. Se titula Blue Jeans y cuenta la historia de una chica que cae rendida a los encantos de un tipo punk con tatuajes y pinta de chulo. Lana del Rey sabe bien lo seductor que puede ser un tío así y también cuán peligroso. Lana tiene el corazón roto por su culpa.

Y yo estoy aquí, tumbada en la cama y rezongando como una quinceañera. Y es que justamente me siento de esa forma. Me parece que he retrocedido más de diez años, que el pueblo vuelve a ser el de antes y que he recuperado el aspecto cutre de aquella adolescente con pechos diminutos, culo enorme y caderas anchas que no sabía ni podía vestir bien y dedicaba todas sus horas a estudiar con tal de escapar de sí y de su entorno.

La piel me huele a Adrián. Hace dos días de nuestro encuentro y su aroma permanece en mí. No he vuelto a saber de él. Trato de no pensar. De no recordar sus besos, sus caricias, su mirada en mi cuerpo, sus palabras, la familiaridad y la serenidad que experimenté mientras charlábamos desnudos el uno al lado del otro. Intento continuar siendo la Blanca ciega y sorda, la mantis religiosa que se come a los hombres una vez que ha terminado con ellos. Pero, ahora mismo, no sé si esa mujer es buena, si es la correcta o un experimento fallido.

No he contactado con Emma. Quiero solucionar mi dicotomía por mí misma y aprender a ser una auténtica adulta. Puedo serlo en otros aspectos de la vida, pero en lo personal me cuesta tanto que me da rabia.

Dentro de poco regresaré a la ciudad y me instalaré en la rutina que, hace tan solo unos días, adoraba. Lo más probable es que ahora eche de menos las comidas de mi madre, sus continuas preguntas, los ataques burlescos de Javi y las ocurrencias de mi padre. En realidad, me he dado cuenta de que esa nostalgia solo estaba guardada, a buen recaudo, eso sí, y reconozco que, en ocasiones, no es tan malo dejarla salir.

La canción de Lana se acaba justo cuando mi móvil empieza a sonar. Me doy la vuelta de manera perezosa para descubrir quién es. Begoña. No la he llamado desde hace días. Imagino que quiere saber de mí. Al descolgar, me saluda con su seductora voz telefónica:

—Zorrasca… Estás muy perdida.

—Yo también te quiero, Bego.

—¿Qué haces por allí? —me pregunta mientras mastica algo.

—Pues va a sorprenderte viniendo de mí, pero la verdad es que aquí no hago nada. Mi madre cocina, mi hermano da por culo y mi padre me presiona para jugar al parchís —le respondo con los ojos cerrados y una sonrisa.

—¿Y no te aburres? ¿No estás trabajando a escondidas? Pero ¡si tú eres un culo inquieto! —exclama.

—A veces la tranquilidad está bien.

—No me lo puedo creer. Hace nada te quejabas por tener que ir al pueblo y ahora estás de lo más feliz. Eres bipolar. Entiendo que necesites ayuda psicológica.

—¿Y tú qué haces?

Me aparto el móvil de la oreja y echo un vistazo al reloj. Son casi las dos de la tarde.

—Estos días han sido de locos. Estoy a tope con un caso que va a juicio hipotecario y me tiene asqueada. —Da un suspiro y luego añade—: Pero este mediodía me lo he tomado con calma. Hasta hace nada estaba comiendo con una amiga.

—¿Una amiga? —repito, consciente de que conozco a todas sus amistades y siempre que me habla de ellas menciona sus nombres.

—Bueno, una de esas que te deja besarla en los labios. Y no solo en los de la boca.

—Eres una pervertida. —Se me escapa una carcajada.

—Y esta pervertida te ha conseguido una cita para cuando vuelvas a Valencia —dice con tono orgulloso.

—¿Perdona? —Me incorporo sin dar crédito a sus palabras. Bueno, vale. Es lo que muchas otras veces ha hecho. Conoce a algún tío que le parece bueno para mí y quiere encasquetármelo. Y ya sabemos lo que ocurrió con Hugo—. ¿A qué te refieres con que me has conseguido una cita?

—Resulta que esta amiga… —Se detiene un segundo, y puedo imaginarla dibujando unas comillas con sus dedos, hecho que me resulta gracioso—. Tiene un hermano de lo más resultón. Ha estado hablándome de él y, claro, lo halagaba tanto que al final le pedí que me enseñara fotos. Si yo fuera…

—Ya, ya sé. Si tú fueras hetero, te lo ligarías.

—¡Qué bien me conoces! —exclama divertida.

—Te lo agradezco, de verdad, pero no me apetece en absoluto. —Vuelvo a tumbarme en la cama con la mirada fija en el techo.

Bego hace un silencio y puedo oír el ruido de los cacharros en la cocina. En nada mi madre me llamará para que vaya a comer. Quizá debería proponerle cocinar un día yo, para no sentirme tan manca, aunque estoy segurísima de que me diría que mis platos no valen nada.

—¿Blanca?

—Dime.

—¿Cómo que no te apetece? Eso no es normal. A ti te gusta salir, tontear con un tío y luego hacerle de todo.

—Gracias por recordármelo. —Pongo los ojos en blanco—. Pero, en serio, quiero tomarme un tiempo.

—Una no se toma tiempos para eso. Te tomas un tiempo en una relación, pero no para dejar de acostarte con tíos. —Lo ha dicho con un tono serio, como si fuera una verdad universal.

—Bueno es saberlo —le contesto con ironía.

Una vez más, mi amiga guarda silencio. La oigo masticar de nuevo, posiblemente un chicle. Es una manía que tiene: después de comer, siempre se mete uno en la boca. Detesta el mal aliento y le horroriza pensar que el de ella sea horrible.

—A ti te pasa algo.

—¿Y eso lo deduces solo porque te digo que no quiero que me conciertes citas? A mí me parece algo normal. Me las sé buscar yo solita.

—Entiendo.

—¿Ah, sí?

Suelta una breve risa. En la soledad de mi habitación, arqueo una ceja. Antes de que Bego pueda añadir algo trato de intervenir, pero no me da tiempo.

—Has estado pensando en tu ex amigo el roquero.

—El punk roquero, mejor dicho —la corrijo—. Y ya no lo es.

—¿Qué más da? Hoy estás muy tiquismiquis. Pero ¿a que tengo razón?

—No —me apresuro a responder.

—Sí —insiste ella.

—Que te he dicho que no.

—Y yo te contesto, de nuevo, con un sí rotundo —continúa alzando la voz.

Dejo escapar un bufido y me aparto el flequillo, un tic del que me gustaría desprenderme. Hay una parte de mí que no desea desvelar nada, pero la otra se muere de ganas de contárselo todo, todo y todo. Al fin y al cabo, las palabras de Begoña son un bálsamo para mí.

—Vale. Sí he pensado.

—¿Para bien o para mal?

—Si insistes, te lo cuento.

—¿Estoy haciendo eso? —se mofa ella.

Tomo aire, me toqueteo una vez más el pelo y, unos segundos después, se lo suelto sin anestesia, pero con la boca pequeña:

—Hemos estado hablando como viejos amigos.

—¿Qué? Creo que no te he oído bien.

No sé si es verdad o lo que quiere es que se lo repita, para regodearse en que tenía razón cuando me dijo que Adrián y yo debíamos hablar.

—Que mantuvimos una charla sobre cómo nos va todo.

—¿Tú y quién? —Se hace la tonta.

—¡Joder! ¿Quién va a ser? ¡Adrián! —exclamo perdiendo la paciencia.

—Pues no me sorprende, fíjate. Era algo que tenía que pasar tarde o temprano. El sexo está muy bien, pero también hay que conversar —alega con voz de sabihonda.

—Vaya, señorita, no sabía que usted fuera adivina —me burlo con mala cara, aunque no me ve.

—Pero ¡si te lo dije cuando estuve ahí…! —Cada vez sube más la voz. No sé dónde está porque no se oye ningún sonido de fondo—. Dime qué tal fue —me pide con emoción.

—Es demasiado complicado para contarlo por teléfono. Cuando nos veamos, ya te lo explicaré.

—¡Pues entonces mañana te quiero aquí!

Me echo a reír ante su impaciencia. Justo en ese momento mi madre me avisa de que la comida ya está lista. Le pido disculpas a mi amiga, pero ella me retiene.

—Y ahora ¿qué?

—¿Cómo que ahora qué?

—Que qué vas a hacer.

—¿Con qué?

—Con qué no, con quién. Con Adrián, joder. No te comportes como una tonta.

—No voy a hacer nada.

—¿No volveréis a quedar?

—No sé si sería lo más adecuado.

—¿Tan mal fue la charla? —me pregunta.

—Al contrario, Begoña. Fue genial, como si no hubiéramos estado separados todos estos años, como si nada hubiera cambiado, como si él no me hubiera… —Me corto a mí misma. Un ligero malestar me ha invadido el estómago.

—¿Quién decidió empezar la conversación? Imagino que él…

—Todo fue como de casualidad. Yo había salido a correr y Adrián se apuntó sin que lo invitase.

—Claro. Y de correr juntos pasasteis a correros juntos.

Se me escapa una carcajada. Bego se echa a reír también y nos tiramos así un rato, sin poder aguantarnos.

—¡Esa vez no nos acostamos! —protesto.

—¡Eso sí que es una novedad viniendo de ti!

—Deja de hablar de mí como si fuera una guarrilla.

—Me sorprende que estés tan tranquila.

—¿Por qué?

—Porque después de eso, te habrás dado cuenta de muchas cosas…

Qué lista es la tía. Cómo quiere sonsacarme. Pues lo tiene claro.

—Sí. Me he dado cuenta de que me encanta el sexo —me mofo—. ¡Ah, no! ¡Que eso ya lo sabía!

—Y ya está.

—Exacto.

—¡Odio a los mentirosos, y tú ahora mismo estás siendo la mayor farsante del mundo! —chilla como si se hubiera enfadado de verdad.

—Pero ¿qué tonterías dices? ¿Acaso es tan raro charlar con viejos amigos?

—¡Con ese chico sí!

—¿Qué tiene de especial?

—Ese tío fue tu amor de juventud, el que según tú te rompió el corazón. Y ahora te lo tiras, luego habláis como si nada, ¿y todos tan felices? ¡Estas cosas no funcionan así! —Deja escapar un bufido.

—Sí funcionan así si eres una persona madura y adulta que sabe diferenciar entre presente y pasado y entre sexo y… Bueno, lo que sea.

—¿Y él qué opina de todo esto?

—Pues lo mismo que yo, joder.

Me incorporo y me siento en el borde de la cama, dispuesta a colgar en breve para ir a comer. En cualquier momento mi madre me dará otro grito de los suyos.

—¿No hablasteis sobre lo mal que te sentó lo que hizo cuando erais críos? —Begoña no deja de obstinarse y ya está poniéndome de los nervios.

—Pues no. Él tampoco insistió.

—¿No habéis saldado las cuentas pendientes? ¿El sexo y una charla sobre vuestras nuevas vidas lo han solucionado todo? —dice de manera mordaz—. Pues, hija, me alegro. Qué fáciles son las cosas para ti.

—Te cuelgo que mi madre me requiere.

—¡Espera, espera! ¡No puedes dejarme así! —se lamenta.

—Nos vemos pronto. Te quiero —me despido de Bego con voz cantarina.

Tiro el móvil en la cama de cualquier manera, tratando de no pensar en nuestra conversación. Me meto en la cocina para ayudar a mi madre a llevar los platos al comedor. Mi padre se ha dormido en el sofá con el periódico en la cara. No puedo evitar esbozar una sonrisa de cariño. Una vez que he dejado los trastos en la mesa me acerco a él, le retiro el diario y le doy un beso en la frente. Abre los ojos y se me queda mirando con sorpresa. Al darme la vuelta descubro que mi madre está plantada observándonos como si hubiera visto un fantasma.

—¿Pasa algo? —les pregunto confundida.

—No, claro que no. Voy a por el pan —dice mamá, y se escabulle por el pasillo.

—Tu madre no está acostumbrada a que nos des esas muestras de afecto —me explica mi padre a la vez que se levanta del sofá—. Y yo tampoco, para qué mentir.

—Si no lo hago, mal, y si lo hago, también.

—¡Claro que no! A mí me ha encantado. —Esboza una sonrisa.

—¿Dónde está Javi? —pregunto a mi madre cuando regresa.

—Le mandó un mensaje antes a tu padre diciendo que comería con una amiga —contesta mientras me pasa el bol con la ensalada—. Y seguro que se han ido al Burri King ese.

—Burger King, María —la corrige mi padre.

—Pues lo que he dicho.

Papá y yo nos miramos con disimulo y con una enorme sonrisa en el rostro. En la tele hablan sobre la ola de calor que se acerca, y mi padre empieza a explicarnos las precauciones que debemos tomar. Estoy comiéndome la fideuá tan a gusto, con la cabeza totalmente vacía de cualquier tema indeseable, cuando mi madre me interpela.

—A todo esto, me ha dicho Nati que Adri y tú fuisteis a correr juntos.

Me atraganto con un trozo de sepia, toso un par de veces creyendo que voy a morir. Mi padre me da unas palmaditas en la espalda, mi madre me acerca el vaso de agua y, al fin, consigo tragar por el lado correcto.

—Sí —me limito a contestar.

Nati es la mujer más buena del mundo; sin embargo, al igual que mi madre, no puede callarse nada. Entre ellas se lo cuentan todo. Tonta de mí, que no había pensado que esto también. ¡Esto sobre todo!

—¿Quiere decir eso que lo has perdonado? —me pregunta con emoción.

—María, deja a la niña con sus asuntos, que ya es una adulta —la regaña mi padre, y mamá lo traspasa con la mirada y el pobre hombre se pone a mirar la tele.

—No tengo nada que perdonarle. Además, yo iba a correr sola y él se unió como quien no quiere la cosa.

—Me parece maravilloso que estéis retomando vuestra amistad —prosigue mi madre, sin hacerme ni caso.

—Tampoco es eso… Es difícil, mamá —protesto. Solo falta que quiera dárselas de celestina, que no me extrañaría nada.

—Podríamos decir a Adrián que un día viniese a comer aquí —propone con ilusión. Pues no voy tan desencaminada.

—¿Qué hay de postre? —la interrumpo.

—Sandía. Pero, en serio, Blanca, que se venga a comer una de las paellas de tu padre.

—No tenemos diez años para esas tonterías —contesto de mala gana. Una cosa es que me haya acostado con Adrián y que hayamos mantenido una charla como dos personas adultas, y otra es continuar creando unos lazos que podrían provocar que la cosa terminara… rara, o mal.

—¿Qué pasa, que los adultos no comen juntos o qué? Además, también puede venir Nati.

—Mamá… —Vuelvo el rostro hacia ella. Me mira con los ojos muy abiertos, expectante—. Adrián corrió conmigo y ya está. Eso no significa que me apetezca que vengan a comer. Pero, bueno, es tu casa, puedes hacer lo que quieras. Y ya sabemos cómo eres.

Hace un puchero, como si mis palabras le hubieran dolido. Mi padre chasca la lengua.

—Blanqui…

Me levanto de la mesa de golpe, sorprendiéndolos a ambos, que se me quedan mirando muy serios.

—Saldré a caminar para bajar la comida.

Recojo mi plato aún medio lleno y me marcho del comedor. Friego lo que he ensuciado. Voy a mi dormitorio, cojo el móvil y las llaves y, sin despedirme de mis padres, salgo al rellano. Mientras espero el ascensor reparo en que no he cogido bolso, que para mí es casi indispensable, pero como no quiero volver a entrar en el piso, no al menos hasta dentro de una hora como mínimo, me aguanto.

En la calle hace un bochorno que tira para atrás. El mes de agosto está siendo muy caluroso. Me encamino hacia el parque que hay enfrente de la casa de mis padres. A estas horas no se ve ni un alma, de modo que podré pasear tranquila. En cuanto entro, un sinfín de recuerdos acude a mi mente. De niña mi madre me traía a jugar aquí. Cuando era un poco más mayor, le rogué que no lo hiciera. No soportaba que las buitronas se pasaran el rato observándonos y riéndose. Mi madre fingía que no le importaba, pero yo estaba segura de que nadie podía ser tan buena.

No han pasado ni diez minutos desde que he salido cuando mi móvil empieza a sonar. Bufo. Será mi padre pidiéndome que regrese porque mi madre está triste. Sin embargo, al mirar la pantalla descubro el teléfono fijo del despacho. Descuelgo un tanto extrañada.

—¿Sí?

—Buenas tardes, Blanca. ¿Cómo estás? Disculpa que te llame a estas horas, y estando de vacaciones, pero es importante. —La voz de Saúl, nuestro jefe de equipo, me sobresalta.

—No se preocupe. ¿Ocurre algo?

—¿Recuerdas uno de los casos que llevaba Nieves?

Arqueo una ceja, intentando hacer memoria. Nieves es una conocida suya, también abogada. En alguna ocasión unos cuantos compañeros, él y yo hemos ido de copas con ella. La última vez que la vi, hace bastante tiempo, nos habló de un caso complicado.

—¿La demanda de modificación de medidas familiares?

—Exacto.

—Sí, lo recuerdo. Lleva ya más de un año con ella, ¿no?

—Así es.

Me acerco a uno de los bancos del parque y tomo asiento para mantener una conversación más tranquila.

—Dígame, ¿qué pasa?

—La clienta ha solicitado un cambio de abogado —me informa.

—¿Y eso por qué? —pregunto sorprendida.

—Al parecer no está satisfecha.

Por una parte me sabe mal, ya que la pérdida de un cliente siempre es uno de los «malos momentos» de nuestra profesión. Por otra, me alivia saber que ningún compañero cercano se encuentra en esta situación.

—La clienta no se lo ha comunicado a Nieves, sino que directamente ha contactado con nuestro despacho.

—¿Tan mala era la relación?

—Me ha comentado algo acerca de su decisión. Ha perdido la confianza en ella y no está nada contenta con sus actuaciones. No se siente debidamente atendida, pero creo que también ha influido un poco, o bastante, la opinión de la familia de la clienta.

—¿Y por qué me llama a mí? —Voy directa al grano, aunque me huelo lo que va a responderme.

—Pues, mira, la cuestión es que la vista se celebrará en octubre y, ya ves, no queda nada. Sé bien que estás de vacaciones… Es más, de momento solo tendrías que venir un día o dos para hablar con la clienta y ponerte al día.

—¿Está diciendo que quiere que sea yo quien lleve el caso?

—Sí.

—¿Y Sandra?

—Ella ya ha llevado muchos casos así. Para ti, es una buena oportunidad.

Suelto un bufido. Ahora no recuerdo muy bien lo que Nieves nos contó, pero lo que sí sé es que era muy complicado y que estaba teniendo algún que otro problemilla con su clienta. Solo me faltaba eso, la verdad. Tengo muchísimos expedientes por revisar y hace unos meses estuve agobiadísima por un caso que me traía de cabeza. Cuando empecé la pasantía jamás pensé que establecería vínculos de ningún tipo con los clientes. Me decía a mí misma que podría ser una Blanca lo suficientemente dura como para mantener la cabeza fría. Y lo logré durante largo tiempo, pero porque no tuve casos demasiado difíciles. Sin embargo, alguna vez debía tocar. Y cuando tú luchas para que todo llegue a buen puerto, pero ves que los juzgados van lentos y que hay muchos sentimientos en juego, entonces se hace duro. No tengo por qué aceptar este caso, aunque reconozco que podría ser una buena oportunidad para el despacho y para mí.

—Entonces ¿la clienta no se encargará de comunicárselo a la abogada?

—No, Blanca. Vas a tener que pedirle la venia.

—Eso no me gusta —me quejo.

—No te preocupes. Nieves es una persona comprensiva. No he hablado aún con ella, pero estoy seguro de que ya habrá intentado convencer a la clienta de continuar con la relación y, si no lo ha conseguido, no puede hacer nada más.

—¿Cuándo quiere que lo haga?

—Cuanto antes. Hay mucho con lo que ponerse al día. Llámala por teléfono y mándale un fax después. Acuérdate también de avisar al procurador.

Me llevo una mano a la frente y me la masajeo. Con lo a gusto que estaba en el pueblo… Las vacaciones se me acaban antes de lo previsto.

—No habrá problemas, te lo prometo —continúa Saúl al otro lado de la línea—. En cuanto te haya concedido la venia, se lo notificaremos al juzgado. ¿Te parece bien que el lunes nos veamos en el despacho? Tienes que ocuparte de esto lo antes posible. Dale prioridad.

—Claro —murmuro.

—Ahora te enviaré en un correo electrónico el contacto de Nieves, ¿de acuerdo?

Asiento con la cabeza, como si pudiera verme. Me apresuro a responder con un sí.

—Quieres el caso, ¿no, Blanca?

—Por supuesto.

—Bien. Lo sabía. Confío mucho en ti. Pues entonces nos vemos el lunes. Avísame si surge cualquier contratiempo.

Nos despedimos con un rápido adiós.